Todos los movimientos, ya sean políticos, sociales, económicos, científicos, deportivos o culturales, nacen y se desarrollan en un ámbito determinado, en un lugar específico donde debatir ideas y compartir experiencias. En el caso del rock argentino, ese espacio primario y fundacional fue, sin dudas, La Cueva.
Aquel sótano ubicado en la Avenida Pueyrredón 1723 de la ciudad de Buenos Aires fue conocido originalmente como el cabaret Jamaica. Luego fue rebautizado El Caimán y poco tiempo después La Cueva de Pasarotus. Bajo esta última denominación, y ya comenzada la década del sesenta, el lugar se transformó en una cita obligada para los músicos locales de jazz, como Bernardo Baraj, Ricardo Lew, Jorge Navarro, Néstor Astarita, el Gato Barbieri y Fats Fernández, entre otros, que se reunían para tocar en vivo y realizar prolongadas y celebradas zapadas. Incluso se dice que por allí desfilaron también figuras internacionales de la talla de Dizzy Gillespie y Juliette Gréco y que el realizador Osías Wilenski rodó algunas escenas de El perseguidor, film basado en un cuento de Julio Cortázar protagonizado por Sergio Renán.
Con la intención de difundir y aprovechar el auge que el jazz de posguerra había despertado en no pocos músicos locales, el trompetista Juan Carlos “El Gordo” Cáceres alquiló el local, designando a Roberto Rosado como gerente. Al pequeño club se accedía descendiendo por una escalera de unos cinco o seis escalones que desembocaba en un salón de cuatro o cinco metros de ancho por quince de largo, con el escenario ubicado a la derecha. Por su parte, y a pesar de que tanto la acústica como la ventilación y la limpieza eran sumamente deficientes, a lo largo de un pasillo de no más de 10 metros de profundidad, el público podía disfrutar de diferentes shows y beber tragos aunque sólo de pie, dada la ausencia de mesas y sillas. Mientras un amplio mostrador se extendía por uno de los lados, el otro estaba cubierto por algunos almohadones y unos pocos sillones.
Arribado el año 1964, y atento a los renovados aires provenientes del jazz, la música beat y el rock, el recinto introdujo algunas reformas bajo la flamante administración de Billy Bond. Ya con el definitivo nombre de La Cueva, comenzó a ser frecuentado por músicos consagrados como Sandro y futuras y primordiales figuras del incipiente rock argentino. Las habituales visitas del recordado Roberto Sánchez brindaron fama y popularidad al lugar e incluso durante un breve período se lo conoció como La Cueva de Sandro, con la salvedad de que, en realidad, él jamás pisó su escenario.
Es en esa misma época cuando jóvenes e inquietos músicos, pintores, escritores y poetas, como Moris, Tanguito, Javier Martínez, Litto Nebbia, Pajarito Zaguri, Miguel Abuelo, Rocky Rodríguez y Pipo Lernoud, entre otros, se acercaron tímidamente a zapar, componer o sólo reunirse con sus pares en veladas hasta altas horas de la noche, muchas de las cuales culminaban de manera abrupta como consecuencia de las frecuentes y tristemente célebres redadas policiales del momento. Muy por el contrario, cuando tenían la fortuna de no ser interceptados por las fuerzas del orden, todos caminaban casi veinte cuadras por Avenida Pueyrredón hasta su intersección con Avenida Rivadavia para instalarse en La Perla del Once, un bar donde permanecían hasta la mañana siguiente componiendo, fumando o tomando un café con leche. Fue en esa mítica esquina donde Litto Nebbia y José Alberto Iglesias, alias Tanguito, compusieron “La balsa”, uno de los primeros himnos del rock hecho en Argentina junto con “Rebelde”, creación de Moris y Pajarito Zaguri e interpretada por Los Beatniks.
Así fue conformándose un núcleo creativo en el que, inspirado por los Beatles, los Rolling Stones, el blues y las revolucionarias ideas de los escritores de la llamada Generación Beat, empezó a germinar el propósito de expresarse a través de una idiosincrasia propia y en nuestro idioma.
Fruto de esos encuentros fueron apareciendo varios grupos legendarios, entre ellos Los Gatos (con una nueva formación tras su origen en Rosario como Los Gatos Salvajes), Manal, Los Seasons y Los Abuelos de la Nada, que se sumaron a Los Beatniks, surgidos previamente en Villa Gesell.
“Yo llegué a La Cueva cuando todavía era un refugio para jazzeros y tocaban grupos que podían ser de rock pero que estaban imitando una onda extranjera. Estaba la semilla de una cosa que germinó luego con una generación más joven. Ya en esa época tocaban Los Gatos, Tanguito, pero fue con Los Beatniks que el lugar dio un sacudón. Porque La Cueva era de jazz hasta que un día apareció Moris con Los Beatniks e hicieron su presentación. Yo leí unas poesías y vinieron varios periodistas. Ahí fue cuando el lugar comenzó otra etapa”, recordaba Pipo Lernoud en Como vino la mano, una obra fundamental sobre los orígenes del rock argentino escrita por Miguel Grinberg. Mientras que en el libro de Víctor Pintos, Tanguito – La verdadera historia, el guitarrista Rocky Rodríguez describió: “La Cueva era como una Babel total; era como esas historias bíblicas del desierto, que vienen las caravanas de uno y otro lado, y todos desembarcan en el mismo lugar. Estaban los músicos de barrio por un lado y por otro, los músicos profesionales o de sesión”.
Sin embargo, y según consta en Rebelde (portal de Internet dedicado al rock argentino de los 70), en una oportunidad Litto Nebbia desmitificó al lugar, quitándole ese halo de bohemio romanticismo que suele sobrevenir con la nostalgia y los recuerdos, a través de las siguientes palabras: “Puede ser que me odien, hasta alguno puede pensar que soy un resentido, pero confieso que no lo soy y que digo la verdad: La Cueva era una cagada y de La Perla del Once nos sacaban a patadas por el pelo largo. La Perla era una pizzería que se llenaba de estudiantes universitarios. Nosotros no cuadrábamos. La Cueva era horrible: no tenía acústica, no tenía ventilación, el local estaba sucio y lleno de pulgas. Tocábamos desde las diez de la noche y hasta las cuatro de la mañana, prácticamente sin parar, por un dinero mínimo con el cual pagábamos la pensión para dormir y un café con leche. Pero al menos era un trabajo estable que nos permitía dedicarnos todo el día a ensayar y a seguir con nuestras ilusiones de armar el grupo”.
En tanto, y de acuerdo al mismo sitio web, Javier Martínez (histórico baterista de Manal) declaró al respecto: “Recuerdo cuando aparecieron Los Gatos en La Cueva. Para mí eran héroes, porque si bien nosotros estábamos en un gran naufragio en la ciudad, ellos ya venían de otra y se estaban comiendo un cable terrible, el cable eterno de la conquista llevando, no sé, sólo tus sueños en la valija. Por eso fue muy importante cuando Los Gatos la pegaron. Porque nos representaban a todos nosotros. Fueron el comienzo”.
La dictadura de la llamada Revolución Argentina en 1966 causó estragos en La Cueva con persecuciones a sus propietarios, músicos y público en general. Los allanamientos, procedimientos y demás acciones por parte de la división de Moralidad y Toxicomanía eran tan frecuentes que finalmente el 23 de julio de 1967 el local cerró sus puertas para siempre.
Por cierto, el panorama se presentaba decididamente hostil, difícil, peligroso e inadecuado para cualquier tipo de manifestación juvenil. No obstante, el siempre decidido Billy Bond abrió junto a dos socios un nuevo espacio sobre la avenida Rivadavia al 2300 para dar vida a La Cueva II, también conocida como La Cueva de Billy Bond. En pleno auge de la psicodelia y del álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de Los Beatles, el reducto albergó, entre otros, a Luis Alberto Spinetta y Pappo y fue donde Sandro “sí cantó en vivo”, de acuerdo al propio Bond. Inconvenientes económicos marcaron el fugaz y lamentable desenlace del recinto. Pero, tras una breve estadía en Mar del Plata, Bond regresó a Capital y volvió a la carga con la tercera reencarnación de La Cueva, esta vez bautizada La Manzana. Ubicado en avenida Las Heras a pasos de Avenida Callao, el novel ámbito fue centro de reunión de numerosos músicos como Héctor Starc, Héctor “Pomo” Lorenzo y Alejandro Medina, además de cimentar las bases de la agrupación que luego se conocería como Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll.
“La Manzana quedaba a dos cuadras de mi casa y era un lugar donde había músicos y ambiente de rock. La manejaba Billy Bond y estaban Rinaldo Rafanelli, Pappo, David Lebón, Luis Gambolini y un guitarrista excelente que se llamaba Poli y que después se fue a vivir a Suecia. Ese era, más o menos, el elenco estable del lugar, además de unas cuantas chicas, muchas de ellas muy lindas, que no paraban de perseguir a Pappo. Estaba bueno darse una vuelta por ahí, más allá de que una vez por semana nos llevaban a todos en fila a la comisaría 17 y después nos largaban. A raíz de pasar tanto tiempo en ese boliche fue que después grabé con La Pesada”, cuenta Vitico, ex bajista de Riff y hoy líder de Viticus, para luego concluir: “Como anécdota recuerdo que a Rosa, madre de tres hijos míos, le decían ‘Rosita Víveres’ porque, como nosotros muchas veces nos quedábamos a dormir en La Manzana, ella siempre venía a traernos alfajores y cosas para comer. ¡Era nuestra salvación! Después, cuando la cosa empezó a ponerse espesa, dejé de ir”.
No obstante, poco más de veinte años después, más precisamente el lunes 3 de agosto de 1992, vio la luz la cuarta y última versión de La Cueva mediante una concurrida fiesta inaugural. El amplio local situado en Bernardo de Irigoyen 1516 casi esquina Juan de Garay, en pleno barrio porteño de Constitución, constaba de una planta principal con una barra de tragos hacia uno de sus costados y un escenario montado en el fondo. Mientras que el primer piso hacía las veces de salón VIP, un sector que eventualmente se destinaba también al periodismo para la realización de entrevistas con artistas locales e ilustres visitas internacionales, entre las que desfilaron Steve Jones (ex guitarrista de Sex Pistols) junto a su efímero proyecto Fantasy 7 y la banda escocesa de hardcore punk The Exploited. Sin embargo, tras una serie de conciertos de diversas bandas el entusiasmo inicial fue perdiendo peso, precipitándose así su cierre definitivo.
Más allá del empuje y los denodados esfuerzos de Giuliano Canterini (nombre verdadero de Bond) por encontrar un espacio dedicado al rock en medio de una realidad absolutamente adversa y de los intentos posteriores en plena década del noventa, no quedan dudas que La Cueva de Pueyrredón, la primera de todas ellas (más tarde reconvertida en una casa de reparación de artefactos eléctricos y en la década del ochenta demolida para construir un edificio de departamentos), es la que aún permanece vívida en el recuerdo colectivo como la cuna del rock argentino y el epicentro de una rica historia de más de cincuenta años con nuevos capítulos todavía por escribir.