Fue el impacto del segundo avión sobre la Torre Sur, a las 9.03, el que hizo entender a muchos que lo ocurrido el 11 de septiembre 18 minutos antes, con el choque a la Torre Norte, no había sido un accidente sino un ataque terrorista. Así lo sintieron, en ese momento, algunos de los familiares de Pedro Grehan y Sergio Villanueva, dos de las cinco víctimas argentinas que murieron en el atentado, cuyas heridas hoy siguen abiertas.
Los hijos de Grehan reavivan el dolor de la pérdida de su padre tras haber sido notificados, recientemente, de que no estarán entre los beneficiarios de un juicio en respaldo de los familiares de las víctimas, por no ser ciudadanos estadounidenses. La familia de Villanueva, en tanto, convive con la posibilidad de que algún día alguien llame a su puerta con restos de ADN que reconfirmen lo que ya saben: que él asistió al World Trade Center aquella mañana invernal del 2001.
Grehan estaba en su oficina de la Torre Norte, en el piso 105, y quedó por encima de la fisura: el vuelo 11 de American Airlines fue estrellado entre los pisos 93 y 99. Villanueva llegó más tarde para luchar contra el fuego, junto a cinco colegas de la estación Ladder 132, de Brooklyn. Sus familiares estiman que murió bajo el colapso de la Torre Sur, atravesada por el vuelo 175 de United Airlines, que irrumpió entre los pisos 77 y 85.
“Primero lo minimicé, pero cuando vi el segundo avión, supe que nuestro mundo había cambiado para siempre”, repitió, en reiteradas oportunidades, Tanya Villanueva Tepper, entonces comprometida con el joven bombero, de quien tomó su apellido, para hacerle honor.
Junto a Grehan y Villanueva, otros tres argentinos murieron 20 años atrás, el mismo día, producto del ataque suicida del grupo jihadista Al-Qaeda que se llevó la vida de alrededor de 3000 personas. Ellos eran Guillermo Alejandro Chalcoff, Gabriela Waisman y Mario Santoro.
Todos tenían entre 30 y 40 años –aproximadamente– y habían emigrado a Nueva York con distintas edades en busca de una mejor calidad de vida, la cual, finalmente, no pudieron desarrollar.
Sergio Villanueva: la espera angustiante de su identificación
“Querida Tanya. Estamos contactando a las 127 familias del Departamento de Bomberos de la Ciudad de Nueva York cuyos seres queridos murieron en el World Trade Center y nunca fueron identificados. Cada tanto, un examinador médico hace una nueva identificación (…) Sabemos que muchas cosas cambiaron en tu vida en la última década (…) y que nuestra información está fuera de plazo, pero adjuntamos un formulario para que nos informes si te gustaría ser notificada [en caso de que apareciera ADN]”.
A ese comunicado accedió la neoyorquina Tanya Villanueva Tepper en 2013, con la esperanza de que nunca se encuentren rastros de Sergio, con quien llevaba siete años en pareja al momento del atentado. “Es que es muy doloroso pensar que, durante todos estos años, sus restos no fueron reconocidos por el hecho de tener un tamaño diminuto”, explica a LA NACION. Desde entonces (y hasta entonces) no supo nada del cuerpo del argentino.
La mañana del martes 11 de septiembre Tanya se acomodaba las manos y pintaba las uñas para hacer relucir su anillo de compromiso. El jueves, ella y Sergio tenían una cita para firmar el contrato con los organizadores de su casamiento. Se suponía que en breve él llegaría a la casa que compartían en el barrio de Jackson Heights, luego de haber finalizado sus 24 horas de guardia en el departamento de bomberos de Brooklyn. Pero nunca regresó.
“Cuando prendí la televisión y vi las noticias, quise confiar en que Sergio estaba camino a casa, aunque entendí que había ocurrido un atentado. Con el correr de las horas llamé a la sede de su trabajo, pero nadie me atendía, hasta que [el entonces alcalde de Nueva York, Rudy] Giuliani puso a disposición una línea para las familias de los bomberos”. Sergio había desviado su ruta, junto a cinco colegas, para combatir el fuego de las Torres Gemelas.
Por 28 días consecutivos, Tanya llamó a esa línea telefónica y recorrió la ciudad junto a Delia y Maricel –la madre y la hermana de Sergio–, quienes también vivían ahí. 28 días era el tiempo máximo que, según había escuchado, las personas atrapadas entre escombros podían llegar a sobrevivir.
“Cuando alcancé ese límite estaba devastada y decidí llamar a una médium”, detalla Tanya. Y continúa: “Lo vio. Me dijo que lo había perdido. A partir de ahí, me entregué al hecho de que Sergio no volvería a casa”.
Gracias a la misma persona que la ayudó aquel día, Tanya entendió que su prometido “tuvo el regalo de morir como un héroe”. Según relata a este medio, el bombero solía repetir que le resultaría “un honor” perder la vida en un incendio. Y eso se cumplió, a sus 33 años de edad.
El oriundo de Bahía Blanca había nacido un 4 de julio, el día de la independencia de Estados Unidos, el país al cual entregó su vida. En 1970, cuando tenía dos años, sus papás decidieron mudarse a Nueva York para buscar un mejor pasar económico. El barrio Queens fue el elegido por Angelo y Delia para criar a sus tres hijos –Sergio, Steve y María Celia–, y montar un restaurante.
En el mismo barrio se conocieron, sin siquiera haber cumplido 20 años, Sergio y Tanya. “Él quería ser militar, pero a su mamá no le gustaba la idea, así que en 1992 se metió en el departamento de policía”, detalla su exnovia. Después de siete años como oficial antidrogas, Sergio se unió al cuerpo de bomberos para tener tiempo de gestionar un negocio de regalos que inauguró junto a Tanya, con quien fantaseaba tener dos hijas mujeres.
Ella las tuvo, con otra pareja, gracias a años de terapia y ayuda conseguida en grupos de soporte de viudas, que ahora se dedica a coordinar. Sus hijas llaman “abuela” a Delia, y, su marido, “mamá”. Hoy, ambas familias pasan juntos cada 11 de septiembre y luchan, 20 años después, “con los recuerdos del día en el que Sergio no regresó” –describe Tanya–.
Delia prefirió no hacer declaraciones porque el 11-S, según dijo a LA NACION, siempre será para ella “una herida abierta”.
Pedro Grehan: el deseo de reivindicar la figura de un padre
Después de casi dos años sin verlos, Pedro Grehan se despidió de sus padres y de sus ocho hermanos sin saberlo, en agosto de 2001, en una visita no planificada a Buenos Aires, impulsada por una operación de su papá. Durante su viaje logró otra cosa: llevarse de vuelta a su mujer y a sus tres hijos –de entre cinco y nueve años–, con quienes había intentado instalarse en Nueva York en 1997, en un ensayo sin éxito que cesó para el cambio de siglo y lo dejó solo en la Gran Manzana.
Pedro y su familia pasaron 15 días de vacaciones por Estados Unidos antes de que él retomara su trabajo en la financiera Cantor Fitzgerald y sus hijos empezaran el nuevo colegio, el lunes 10 de septiembre.
“Estaba en la primera hora de clase. Entra una profesora y le dice algo en secreto a mi maestra, que se larga a llorar y nos cuenta que un avión había chocado las Torres Gemelas. Un compañero se da vuelta y me mira, porque sabía que mi papá trabajaba ahí. Yo entré en un bloqueo y una gran confusión, no quería entender”, cuenta por primera vez Camila Grehan (29), la mayor de los tres hermanos, en diálogo con LA NACION.
Junto a Sofía (25) y Patricio (27), Camila –que trabaja en una librería y prepara un fotolibro sobre el 11-S– busca conseguir una cuota de justicia para poder cerrar el duelo de su papá. Los tres son partícipes de un juicio que lidera victoriosamente una firma estadounidense contra Irán, por el sponsoreo del país de Oriente al terrorismo. Pero la última noticia que recibieron, la cual intentan revertir, fue que no saldrán beneficiados como el resto de los querellantes, por no ser ciudadanos americanos.
“Tengo casi 30 años. Mi papá tenía 35 y ahora puedo entender que era muy joven y le quedaba una vida por delante. Entonces busco validar de alguna forma su existencia y el rol de padre que no pudo cumplir”, dice Camila, entre lágrimas, desde el patio de un café, en el barrio porteño de Recoleta.
Los hermanos Grehan empezaron a involucrarse en los asuntos del atentado hace alrededor de dos años atrás, cuando recibieron la documentación del juicio. Hasta entonces, el 11-S era recordado exclusivamente como el día en el que solo murió su papá. “Lo que pasó es muy complejo, hace que uno se disocie. Es algo íntimo y personal, y, a la vez, todo el mundo se siente en derecho de ser partícipe porque recuerda cómo vivió o lo afectó ese día”, indica Camila.
Por mucho tiempo, ella y Sofía fantasearon con la idea de que Pedro estuviera vivo. “Durante su búsqueda, nos aferramos a la posibilidad de que papá haya sido un desaparecido, más que un muerto”, dice a LA NACION Sofía, pese a admitir que no existía un mínimo atisbo de que él hubiera estado fuera de la oficina aquel martes por la mañana.
Seis de los nueve hermanos de Pedro viajaron a Nueva York a participar de la búsqueda en cuanto se reactivó el tránsito aéreo, unos pocos días después del atentado. Por medio de un blog, enviaban novedades al resto de la familia, radicada en San Isidro.
“Después de ver la caída de la segunda torre, entendimos la gravedad de lo sucedido y nos empezamos a organizar para viajar a Estados Unidos, mientras hacíamos conjeturas. Mamá ya veía la cosa negra. Había que ir a buscar entre los escombros”, detalla a este medio John Grehan, desde el jardín de su casa. En septiembre de 2001, él tenía 39 años y se quedó en Buenos Aires para acompañar a sus padres.
“Los de allá revisaban hospitales y refugios. Mucha gente había perdido la memoria y teníamos miedo de que Pedro estuviera vivo y no supiera su nombre”, agrega John, y recuerda la amplia red solidaria que se armó en Nueva York: “Fue impresionante la reacción del pueblo americano. A mi cuñada y a mis sobrinos les prestaron hasta una casa para que se mudaran de Nueva Jersey a Conneticut, donde tenían más conocidos. Les pusieron muebles, heladera, les llevaban la comida. Algunos amigos de Pedro donaron sus sueldos a un fondo común, creado para colaborar con la salud y educación de los chicos”.
Pasados más de diez días de buscar a Pedro sin cansancio, John y sus hermanos entendieron que no estaba vivo, aún sin poder afirmar que estaba muerto. “Fue una experiencia de dolor muy grande para todos, de una tristeza absoluta mezclada con un asombro absoluto. Algo inexplicable, casi un disparate; tan raro y potenciado que hoy, después de 20 años, el mundo sigue hablando de esto”, reflexiona.
Y concluye: “Aún así, el mayor cambio que produjo el atentado contra las Torres fue el endurecimiento de las restricciones de seguridad en los aeropuertos. El resto del mundo sigue siendo similar. Los políticos tienen las mismas ansias de poder y de dominio”.
La mujer y los hijos de Pedro intentaron poner un cierre a la tragedia en 2002, cuando regresaron a la Argentina después de plantar un árbol junto a muestras de ADN que recibieron, producto de los procesos de identificación de las víctimas. Pero la herida volvió a sangrar cuatro años después, con la aparición de más restos, y vuelve abrirse hoy, en medio del negro panorama judicial.
“Te estresa, te duele y te frustra. Es muy difícil avanzar”, insiste Camila, sin guardarse palabras, y exhibe cambios de voz que oscilan entre el enojo y la tristeza.
Guillermo Alejandro Chalcoff: las heridas de una grieta ideológica
Guillermo Alejandro Chalcoff fue sumado a la nómina de víctimas argentinas unos años después del 11-S; su condición de ciudadano estadounidense había dificultado su identificación.
Nacido en Buenos Aires, se había mudado a Nueva York junto a su mujer a mediados de los ‘80, y tenía 41 años en 2001, cuando el primer avión impactó de lleno, con una puntería implacable, en los pisos exactos en los que se desplegaban las oficinas de la consultora Marsh & McLennan, para la cual trabajaba como desarrollador de sistemas. Ninguno de los 358 empleados y contratados que estaban ahí, esa mañana, logró sobrevivir.
Chalcoff tenía dos hijos de siete y nueve años, Brian y Eric, y un buen camino profesional en curso. “Le quedaba una vida por delante”, se lamenta su hermana, la arquitecta Mariana Chalcoff, en diálogo con LA NACION.
A 20 años de la muerte de su hermano mayor, la mujer reflexiona respecto de los coletazos que dejan las grietas ideológicas y los conflictos político-religiosos. “La contracara del terrorismo y las guerras por ideologías es la gente que queda herida en el medio. Se llevan puestas las familias, lo humano, las historias compartidas”, dice.
Y agrega, en referencia a cómo procesó el atentado: “Me costó mucho entender lo que pasó el 11 de septiembre, darme cuenta de que mi hermano murió. Empezar pensando que fue un accidente; después, un atentado, y, por último, entender que lo mataron. Es una tragedia, un impacto muy fuerte, asimilar que lo mataron”.
A diferencia de otros familiares de víctimas del 11-S, la arquitecta argentina se sintió contenida por el Gobierno estadounidense. “Fue muy reparador haber vuelto a Nueva York y encontrar el memorial. Sana poder dar un lugar a los muertos, una presencia en la ausencia. Hay reconocimiento por parte del Estado y estando allá, de visita, sentí una contención muy fuerte”, concluye.
Los casos de Gabriela Waisman y Mario Santoro
Gabriela Waisman, nacida en el barrio porteño de Caballito, estaba de visita en el piso 106 de la Torre Norte –un nivel por encima de Grehan–, lista para dar una presentación en nombre de Sybase, la empresa de software en la que trabajaba. Trascendió que mantuvo llamados con su familia, asustada, una vez que se desataron las explosiones y el humo. Pasadas las 9 no se supo más sobre ella. Tenía 33 años, y desde los seis vivía en Nueva York junto a su familia.
Mario Santoro, rosarino, había emigrado a Estados Unidos junto a sus padres y su hermano de muy chico. Para 2001, con 28 años, había formado pareja con una joven estadounidense, con quien tuvo una hija, Sofía, que en ese entonces tenía dos años de edad. El paramédico estaba de franco cuando advirtió que una humareda negra anulaba la vista de la ventana de su casa, ubicada a pocas cuadras del World Trade Center. “Me voy para allá, me van a necesitar”, dijo. Salió disparado a ofrecer ayuda y nunca volvió a su casa.
Fuente: Inés Beato Vassolo ,La Nación