Juan Olcese, integrante de La cofradía de librerías de San Telmo, es uno de los pocos libreros anticuarios del país especializado en la infancia. Al frente de El Juguete Ilustrado, que funciona a puertas cerradas en un departamento ubicado en el casco histórico porteño, este coleccionista atesora publicaciones de edición nacional de épocas en las que no existía el concepto “literatura infantil y juvenil” y, también, juguetes para nostálgicos como coches Duravit, caballitos con base de madera para hamacarse y muñecas Marilú con vestidos a medida.
“Prácticamente no hay anticuarios que no sean coleccionistas”, dice Olcese a la nacion. El librero participará de la edición virtual de la Feria del Libro Antiguo de Buenos Aires, organizada por la Asociación de Libreros Anticuarios de Argentina (Alada), que inaugura hoy y se extenderá hasta el domingo 5, con una charla sobre la historia del libro infantil ilustrado. “Uno llega a comercializar piezas a partir del coleccionismo, que implica en un momento empezar a canjear, comprar y vender para conseguir algo que quiere o para mejorar la colección. Cuando ya tenía trayectoria como coleccionista y comerciante de juguetes antiguos me abrí hacia el terreno del libro infantil, que es un objeto asimilable al juguete”.
En el mismo departamento (antiguo, por supuesto) donde atiende a los clientes de El Juguete Ilustrado desde 2009 también funciona Witolda, una librería con un catálogo curado por Olcese y Noelia Álvarez Marimón, en el que predominan las ediciones independientes. El nombre no es casual: en ese edificio de la calle Venezuela al 600 vivió el escritor polaco Witold Gombrowicz.
“Fui durante mucho tiempo imprentero hasta que dejé el negocio familiar para dedicarme de lleno a ser anticuario. El mundo infantil suele ser despreciado por las librerías de viejo, que tienen esos libros tirados en el fondo. En los últimos años ha cambiado un poco, pero en general no le dan mucho valor. Está muy asimilado a los géneros menores. Entonces, yo recorría y compraba lotes o me avisaban cuando un particular liquidaba su biblioteca”, cuenta. Y así fue cómo fue formando su colección, que incluye también fotos de infancias de épocas pasadas: tiene imágenes de niños con juguetes, disfrazados, nenas rodeadas de muñecas. Su pasión por los juguetes lo llevó a publicar, en 2010, un libro único que se agotó enseguida: Diccionario de juguetes argentinos, de la investigadora Daniela Pelegrinelli. Cada entrada cuenta la historia de una fábrica nacional de juguetes.
Para elegir los libros de su colección que considera más valiosos, no solo por lo monetario sino por lo excepcional, Olcese traza líneas de distintas épocas. “En cuanto a la edición en el país, tenemos que empezar por Constancio Vigil. Es uno de los autores que más han vendido en la historia de la literatura infantil nacional, con La hormiguita viajera, de 1941. Se distingue, también, por la variedad de títulos y los personajes delirantes como Botón Tolón y El Mono Relojero.upa fue un libro emblemático con su particular método para aprender a leer en un mes, que vendió más de un millón de ejemplares en más de cien ediciones”. El anticuario resalta que cuando Vigil funda Editorial Atlántida, en 1919, prácticamente no existía edición local de libros infantiles y juveniles, salvo los escolares, donde se destacaban las editoriales Estrada y Coni. “En cuanto a los libros para esparcimiento, los que más circulaban en el país provenían de dos casas editoriales españolas: Sopena y Calleja”, explica.
“Se puede decir que le debemos a Vigil la creación y el desarrollo de un ‘mercado’ para el libro infantil en la Argentina. Como hábil empresario entiende que los niños forman parte de la sociedad de consumo, por lo que también son potenciales consumidores a la espera de un producto sofisticado y atractivo, que él está deseoso de ofrecerles: libros infantiles con ilustraciones coloridas y atractivas e historias entretenidas con lenguaje claro. Todo esto con una dosis adecuada de consejos morales. Muchos de sus libros, incluso, se basan en viajes fantásticos, apuestan a la fantasía y la aventura y hasta se animan al sinsentido. Sin duda esta combinación de ingredientes –que incluye a las atractivas ilustraciones y la constante propaganda desde las revistas de la editorial– hizo que sus libros fueran apreciados y elegidos por padres y niños de varias generaciones”, asegura el especialista.
Otro proyecto editorial interesante, según Olcese, es el de Boris Spivacow, primero con Abril y, varios años después, con el Centro Editor de América Latina. “De la mano de Spivacow, Abril decide lanzar una serie de colecciones de producción local para el público infantil. Entre las más emblemáticas están Bolsillitos, Diario de mi Amiga y Gatito, productos económicos y masivos, de aparición semanal, con formato a medio camino entre libro y revista. Allí ilustraron y escribieron muchos autores que provenían del campo de la historieta, como Héctor Oesterheld, Alberto Breccia y Hugo Pratt. Así es como en esos libritos infantiles de principio de la década de 1940 trabajan muchas de las que serán firmas centrales en la historia del libro infantil en la Argentina como Beatriz Ferro y el propio Spivacow”.
Ya de la década de 1960, el librero menciona las ediciones del Centro Editor, en especial la colección Cuentos de Polidoro, que “revolucionó la manera de pensar y hacer el libro infantil en la Argentina al atreverse a usar un lenguaje innovador, fresco y directo, aunque no por ello privado de las sutilezas del humor, los juegos y la poesía”. También, destaca Olcese, “con ilustraciones lejanas al canon inocente y rubicundo con que se ilustraba mayormente el libro infantil hasta esos tiempos”.
Si tiene que mencionar un solo título de su colección, Olcese elige La
ciudad infantil peronista, un pop up que reproduce la ciudad “en miniatura” que inauguró Juan Domingo Perón en julio de 1949 en el predio del barrio de Belgrano, donde en la actualidad funciona el Instituto de Rehabilitación Psicofísica. Antes de despedirse, revela: “El libro es hermoso, con movimiento y en tres dimensiones y, según fuentes muy confiables, proviene de la biblioteca de Bioy Casares”. ●
Fuente: La Nación