Karadagian contra las cuerdas, sufriendo los embates de Iván Kowalsky, nombre artístico del luchador profesional ruso Eugenio Sdaziuk
El catch ya era todo un clásico en el Luna Park: tres veces por semana de butacas ocupadas, las primeras cinco filas reservadas para las personalidades más relevantes de ese momento y que luego quedarían en la historia -como Canaro, Firpo, D’Arienzo– y hasta la mujer protagonista de nuestra anécdota, que dejaremos en palabras del propio Martín Karadagian.
“Yo estaba agarrando al contrincante por la cabeza cuando una mariposa, de esas que hay por la noche en lugares con mucha luz, empezó a revolotearme cerca de la cara. Yo la eludía. Seguí la toma, pero me estaba poniendo muy nervioso. Hasta que me cansé, me llené la boca de saliva y la escupí. La mariposa cayó. Habrá sido por casualidad, sobre todo porque es un bicho que no se queda quieto. La emboqué. Entonces oí una voz que venía de la platea. Era la Merello, que le decía a mi novia, justo sentado al lado de ella: ‘Mirá qué turco atorrante, se trajo una mariposa amaestrada…’”.
Pero no. Nada de turco. Martín era armenio. Atorrante, sí, pero armenio.
Martin Karadagian y su padre Hamparzun Karadayijan
Ese atorrante que deleitaba a todos en el ring tenía una personalidad marcada desde muy joven, cuando debía escaparse de los golpes que su padre propinaba en casa. Incluso fue al colegio solo hasta primer grado inferior, para luego salir a conseguir el mango y ayudar en la economía del hogar.
Así, entre otras historias, es recordado cómo se las ingeniaban con su compinche, el rengo Media gamba, para poder hacerse de unos pesos recorriendo los tranvías, vendiendo caramelos a los que previamente manchaban con barro, así, mientras juntaban las monedas, la gente por desprecio terminaba devolviendo los caramelos. La ganancia era total.
Para los ocho años Martín ya se había transformado en lustrabotas, pero no en uno del montón: era un “empresario”, como él mismo se denominaría, ya que para poder acrecentar sus ingresos “compraba unos cajones y se los daba a unos pibes para que trabajen para mí”.
Nacido el 30 de abril de 1922 en un conventillo de San Telmo con salida a dos calles, Defensa y Carlos Calvo (“el más grande de los conventillos, no cualquiera”, diría Martín en algún momento), hijo de la española Paulina Fernández y del armenio Hamparzún Karadayijan. “Era una bestia, un matarife rico y amarrete que se cansó de pegarnos a mí y a mi hermana”, lamentaría. Ese también fue un punto de quiebre al momento de buscar un escape, de salir del hogar cada vez que podía, o incluso era corrido por lo más mínimo, como esa vez que… “Se me ocurrió preguntarle a mi papá quién era el Cid Campeador, y su única respuesta fue: ‘Cállese la boca y vaya para la calle’”.
“¿Por qué voy a hablar bien de mi padre? Fue un padre muy duro. Nosotros cuando veíamos en el almanaque un feriado que vendría dos meses después, ya nos poníamos a llorar porque significaba que el viejo se iba a pasar todo el día en casa”, recordaba Martín en una entrevista brindada a Satiricón. Allí también rememoraba que a los seis años ya acompañaba a su padre al mercado. “Tenía que gritar: ‘¡Corderito a un peso el cuarto!’, y si me quedaba un rato callado o sin voz, me pinchaba con un hueso. ¿Por qué voy a hablar bien de ese hijo de puta? Yo fui un buen hijo, pero no por eso iba a hablar bien”.
“Laburaban juntos en el Mercado -rememora Paulina Karadagian, la heredera, en diálogo con Teleshow-, pero se iban caminando para dejarle el peso del tranvía a la madre”. Así grafica la humildad que se vivía en ese lugar.
La carga de medias reses fue uno de los primeros deportes que adoptó el futuro gran campeón, y los golpes y la fuerza fueron los que forjaron esa personalidad dura, pero sin dejar de lado la solidaridad, el compromiso y el don de bien.
En uno de esos escapes fue que comenzó a frecuentar la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde practicaba la lucha libre y grecorromana. “Tenía un entrenador que se llamaba Renzis, que lo llevó a entrenar afuera”, recuerda Paulina. De ese modo comienza a tomar forma la leyenda, esa que afirma que el pequeño armenio ganó en Detroit el título panamericano infantil de lucha grecorromana, para cuatro años más tarde, en Londres, alzarse con el título mundial de la categoría cadetes mayores. Miren si será importante que “la mismísima Reina Isabel me dio el premio”, diría el campeón a cada uno que se lo consultara.
La leyenda de Karadagian empezaba a tomar forma. Se comenta que en una gira por Europa mató (sin querer, claro) a un rival en el ring, y que en la Isla de Creta tuvo un combate con quien luego sería el papa Juan XXIII.
Para sus 18 años, Martín ya tenía en la Argentina su propia carnicería, El Negro. Pero su verdadero sueño era otro. Ni luchador de libre ni de grecorromana: quería ser parte de esos grandes eventos en el Luna Park del “cachacascán”, como se mencionaba en la calle al catch as catch can (agárrese cómo pueda, en inglés), pero que eran casi exclusivos de los luchadores de Europa del Este que habían arribado a nuestro país. Aunque eso no intimidó a nuestro actor principal, que todos los días iba al gimnasio con la esperanza de que le dieran una oportunidad.
Frente a los grandotes, este hombre de no más de 1.65 de altura les llevaba los recortes de diarios donde marcaban su participación en diferentes encuentros de lucha libre y greco, pero solo lograba que le rompieran los recortes, en la cara, además de que lo molieran a golpes (aunque se defendía todo lo que podía, claro). “Ël volvía todas las semanas -cuenta Paulina-, hasta que una vez se le ocurrió una estrategia para poder convencer al director de la troupe, el Hombre Montaña”.
El ucraniano Iván Zelezniak bien tenía ganado su apodo: intimidante por donde se lo viera, eso no hacía mella en nuestro campeón, que sin dudarlo un día le tocó timbre en el departamento del cuarto piso frente al Luna Park, donde vivía. Zelezniak abrió y se encontró frente a frente a Karadagian, que cargaba una media res en cada hombro, y cuyas únicas palabras fueron: “Subí por las escaleras, y ahora voy a bajar”. Antes de que se diera vuelta para emprende el camino inverso, el grandote le habló por primera vez en serio: “La verdad que usted ser chiquito, pero ser fuerte. Usted poder quedar con nosotros”.
A fuerza de golpes, el recién aceptado fue haciéndose un lugar en el catch y ganando fama. Y cómo será esa fama, que en 2008 fue incorporado al Hall of fame del Wrestling Observer Newsletter. Durante cinco años fue subcampeón (detrás del Hombre Montaña, claro) para luego ser campeón los siguientes seis años, acrecentando su fama y logrando que el catch convoque a más gente de lo imaginado hasta ese momento.
Martín Karadagian sufre ante la humanidad de William Boo, en ese momento aún luchador, para luego ser el referi estrella
“Éramos panzones que nos pasábamos media hora retorciéndonos la cabeza. El catch era como una gran familia en ese momento. La lucha permitía todo: escupir en el suelo, si uno tenía ganas o andaba un poco resfriado. O acomodarse las ‘partes orgánicas’. Nadie se ofendía. Eso se hacía sin mala intención, tampoco buena. Era catch y listo. Ganábamos 15 pesos salvo los domingos, en que ganábamos 60”, explicaría Martín.
En medio de todo eso, Karadagian también se tomó un tiempo para incursionar en el mercado de los Estados Unidos. “Papá luchó de agosto a diciembre de 1949 en New York y ciudades de la costa este como Asbury Park, New Jersey, Pottsville, Pennsylvania, Passaic. El Martín lo transformaron en Mighty Karadagian (es decir, Poderoso Karadagian). También en algunos diarios le ponían Little Punjab, porque a veces se ponía turbantes”, afirma Paulina, quien abrió gentilmente para estas líneas el gran álbum de recortes con todo lo escrito respecto del gran campeón.
Karadagian, violín en mano, se muestra frente al afiche de una de sus peleas en los Estados Unidos, donde su apellido cambió la «g» por «j»
Para mediados de los 50, además del catch, Martín no dejaba de lado su principal obligación comercial: la joyería Olympic, que tuvo durante varios años en Libertad 315, en pleno centro porteño. Para ayudar en el local, que el luchador atendía con el árbitro Hans Águila, necesitaba un empleado, y así fue como un amigo le recomendó a un relojero que frecuentaba en el club Macabi, Alberto Jaitt (sí, el padre de Natacha).
“Y así fue como lo conocí a Martín, que me comenta que mucha gente iba a molestar a la vidriera porque estaban él con el árbitro Hans Águila y los chicos los reconocían”, explicó. Para entretener a los menores que los reconocían, Jaitt, que comenzaría a incursionar en la lucha grecorromana, comenzó a utilizar “una media de muselina a la que le marcaron los ojos y la boca y le agregaron un cierre atrás”. Primera fue de color negro, luego fue roja. ” Y el personaje del Hombre de la Máscara Roja allí fue creado”, detalló.
Sin embargo, tras la muerte de uno de los árbitros, Albert pasó a ocupar su lugar y a ser uno de los referís más reconocidos de esos primeros tiempos.
Tras el mostrador de su joyería, Karadagian acompañado de Alberto Jaitt
Una de las tantas historias que se tejen alrededor de la joyería es esa que refiere que, rápido de reflejos, a Karadagian se le ocurrió durante un tiempo abrir a partir de las 3 de la mañana, algo impensado para la época y para la actualidad, claro. ¿A qué se debía? Que era el horario, tras la finalización de los teatros de revistas, que las actrices salían acompañados de los muchachos de turno, entonces ellas se impactaban ante una vidriera reluciente de un negocio dispuesta a recibirlas, y el hombre en cuestión terminaba gastando mucho dinero en ese agasajo.
En 1957 llegaría el primer acercamiento del armenio en el cine como Pantera, en el filme Reencuentro con la gloria, que recién se estrenaría en 1962, donde interpreta a un luchador en decadencia, pero dispuesto a regresar al ring. En la historia, su personaje termina matando a su amigo por una mala toma y el guión se centra en el tormento que comenzaría a vivir.
El interés por el catch en el Luna Park empezó a menguar, y Martín entendió que necesitaba otro escenario en el cual mostrar sus dotes y recuperar a los espectadores a esa especialidad. Así fue como entendió que la televisión era el lugar, y armó una troupe de luchadores. “Siempre se confundió que la lucha de papá con Piluso (del recordado Alberto Olmedo) es la que lo catapulta a conseguir el contrato con Canal 9 -asegura Paulina-, pero en realidad ese contrato ya estaba firmado, entonces para lo que se usó esa lucha fue para hacer más masivo al programa. Era darle una entidad y que la gente que no fuera del ámbito del Luna Park pudiera engancharse con lo que era el producto”.
Esa noche del 12 de noviembre de 1961, el enfrentamiento entre el temible armenio y el ídolo de los chicos fue transmitido por un Canal 9 que estrenaba el primer camión de exteriores, además de ser Pipo Mancera el maestro de ceremonias: según aseguró el conductor a los televidentes, en el estadio se encontraban unas 40 mil personas.
En horario nocturno, porque pese a todo era aún considerado como un espectáculo “para adultos”, y con un armenio interpretando el papel de malo, el ciclo llegaría a la pantalla chica. “Siempre fue el malo que amaban odiar -reconoce la heredera-, se hizo bueno cuando nací yo. ‘Nunca podría soportar la mirada de mi hija viéndome malo’, me decía”.
El anuncio de la llegada de Titanes en el Ring a Canal 9
La fama llegaría, el programa explotaría, la lista de personajes que se daban cita en cada programa queda en la memoria de todos, y luego del debut en Canal 9 desfilaría por los restantes cuatro canales de aire en las diferentes temporadas, con una popularidad que no se circunscribió a los límites territoriales locales, ya que a mediados de los 70 una serie de giras por América Latina dio cuenta del interés internacional por este espectáculo de lucha, con un gran recibimientos por parte del público de países como Uruguay, Panamá, Ecuador, El Salvador, Paraguay y Costa Rica.
Los desmayos que en 1983 Martín Karadagian comenzó a sufrir cada vez más seguido se justificaban en un exceso de trabajo. Pero la historia era otra. “Tenía tapadas las carótidas, por eso se desvanecía”, explica su hija. Llegaría el ansiado viaje a Brasil, unas vacaciones en Río de Janeiro para poder disfrutar del carnaval, pero nada salió como se pensaba, y el regreso a Buenos Aires debió hacerse de inmediato por un infarto en uno de sus pies. La sentencia de los médicos, al mando del doctor Parodi, fue inevitable: ‘La única posibilidad es amputar’”.
La operación se realizó el 24 de mayo de 1984. “Si alguien te pregunta cómo estoy, a todos deciles que bien, que papá seguirá luchando y que ahora, como tiene una pierna menos, hará del Pirata Martín, el luchador que se enfrentará con Simbad, El Marino”, le explicaba por entonces a su hija.
Sin embargo, pese a lo rápido que se reponía de la amputación, el médico le hizo entender los riesgos que correría si intentaba subirse a un ring. Así, ya en su domicilio, comenzaba los ejercicios de recuperación, con un soporte de madera a modo de pierna tomándose de dos barras paralelas que hizo colocar en el pasillo de su departamento de Callao y Las Heras.
Con una prótesis y acompañado de un bastón, Karadagian volvería a Titanes en el Ring en 1988. Llegó, besó la lona y, micrófono en mano, gritó “¡Estoy vivo! Eso es lo importante. Gracias a Dios y a mi familia”. El público estalló en gritos y aplausos. Y Martín continuó: “Porque el hombre que quiere, siempre puede, y yo quiero, y por eso pude llegar hasta acá. A la entrada, no sé si ustedes lo han visto, he tirado mi bastón, porque teniendo a Titanes en el Ring no necesito ningún apoyo, el bastón no me hace falta”.
“¿Abrazado a una mujer? No, yo no quisiera morir de esa manera. Yo quiero vivir y no quiero que Dios me sorprenda con una muerte instantánea. Quiero morir postrado. Quiero que me tenga postrado en una cama. Meses y meses, años y años. Postrado en un carro de ruedas, pero que no me muera. Que no me mate la muerte. No, no. Yo quiero vivir. Yo quiero pelear con la muerte”, afirmó alguna vez.
El 27 de agosto de 1991, a los 69 años, Martín Karadagian moriría, víctima de un edema pulmonar. Lloró la “viudita misteriosa”. Lloramos todos.