“Poetisas es una palabra dulce / que dejamos de lado porque nos avergonzaba”, se lee al comienzo del último libro publicado por Tamara Kamenszain (1947-2021), Chicas en tiempos suspendidos (Eterna Cadencia). Al final, la autora cuenta que escribió su poema inspirada en el artículo que le habían encargado para el primer tomo lanzado de la Historia feminista de la literatura argentina (Eduvim) y al que tituló “Las nuevas poetisas del siglo XXI”. Allí ahonda en el modo en que las poet (is) as de las nuevas generaciones tratan el tema del amor. “¿Y las chicas de mi generación? / ¿Merecemos llamarnos poetisas?”, se pregunta Kamenszain. En el texto, se traza un linaje femenino de “abuelas de la nada” a las “nietas” que en el presente escriben poesía.
“Tamara en uno de sus últimos textos hace una reivindicación de la palabra poetisa y la toma para sí como una manera de revisitar a autoras como Delmira Agustini y Alfonsina Storni, y ponerlas a convivir con la escritura de poetas contemporáneas -observa Alicia Genovese (1953), poeta y ensayista-. Creo que ha sido un gesto muy lamborghiniano el suyo por aquello de tomar la distorsión y devolverla multiplicada. La palabra poetisa también venía siendo tomada desde los años 80 por la parodia de ciertas performances provenientes del teatro under (Fernando Noy, Batato Barea, Humberto Tortonese) y eso también le había dado otra circulación alivianada. Volviendo a Tamara, lo suyo me parece una audacia al poder tomar la palabra poetisa y dársela para sí. Yo soy más resentida y no podría hacerlo. Todavía me parece seguir escuchando la voz engolada de ciertos catedráticos muy castizos, explicando que el término era perfectamente ajustado al femenino de la lengua. Sin embargo, esa explicación mal ocultaba la carga peyorativa que el uso le había dado. En realidad, usaban la palabrita para menospreciar, para desvalorizar la poesía escrita por mujeres, para encerrarla en el corral de la ‘poesía femenina’, con los atributos que se le daba a principios de siglo XX a una supuesta esencia femenina: debilidad, sentimentalidad”.
“Prefiero poeta -responde la escritora y editora Mónica Sifrim (1958)-. Poetisa suena un poco altisonante. Una poetisa escribe una poesía. Una poeta escribe un poema. Poetisa resulta algo escolar”.
Consultado por este diario, el “poetiso” Juan Fernando García (1969) responde: “Eso que Tamara plantea en el último libro es como una gran ironía. Justamente, esa batalla de las mujeres por erradicar el término poetisa, tan impregnado de modernismo, se vigorizó en los años 80 cuando tantas entraron a la escena pública (Diana Bellessi, Tamara, Mirta Rosenberg, Irene Gruss, Genovese) y además de su poesía traían a la mesa las discusiones del feminismo -dice el autor de Carapachay-. Eso está en sus intervenciones públicas. Me gustó el giro que le dio, en la reivindicación de Storni. Me parece una linda excusa poética. Por mi parte, me quedo con poeta, ¡que da cuenta de una lucha de las chicas donde entramos todes!”.
Claudia Masin (1972), autora de La desobediencia entre otros títulos, también prefiere ser llamada poeta. “Sé que Tamara reivindicaba el uso de la palabra poetisa, pero por mi parte elijo poeta, en principio por un motivo que puede parecer frívolo pero precisamente no lo es para alguien que escribe: poeta me parece una palabra hermosa y poetisa una palabra horrible; más allá de eso siento que nos hace cargar a las poetas con el estigma de la que escribe acerca de su pequeño mundo, sus pequeños amores y dolores puertas adentro. La palabra poeta, en cambio, se reserva o reservaba a los hombres que escribían acerca de cuestiones importantes, de los grandes temas. La denominación poetisa siempre me pareció cargada de esa distinción discriminatoria, que nos ‘baja el precio’”.
“Poetisa es una palabra dulce, dice Tamara en Chicas en tiempos suspendidos, y reivindica el término que tanto tiempo despreciamos, por su sesgo aparentemente peyorativo, menor, de nicho -dice la escritora, traductora y docente Marina Mariasch (1973)-. Lo reivindica para nosotras como un estandarte, como un pañuelo atado la mochila. Como quien mira las nuevas olas y ve pasar a las que pasaron de pedir igualdad a pedir equidad. A las que pasaron de despreciar el espacio doméstico a reivindicarlo, reapropiarse de él y resignificarlo. Poeta, poetisa, camarada, le cantan a Tamara Vinicius, Jobim y Toquinho. Tamara es nombrada por su nombre, no necesita ser nombrada como quisimos tanto tiempo como ellos, por el apellido. Tamara vive su vida de living”.
Versos de la escritora y traductora Cecilia Pavón (1973) aparecen en el último libro de Kamenszain, así como también en sus ensayos sobre literatura contemporánea. “Me gusta el uso que hizo Tamara de poetisa como una reapropiación del término histórico que tenía un dejo despectivo -dice-. Ser poetisa es correrse de la hegemonía, de alguna forma elegir estar en un lugar ‘menor’ como una estrategia de libertad. Quiero leer su libro”.
Celeste Diéguez (1979) acaba de recibir Chicas en tiempos suspendidos, donde aparecen versos suyos en el gran “poema anfitrión” de Kamenszain. “Siempre me chocó que me dijeran poetisa -reconoce-. Porque en el uso local de ese término, como bien supo ver y escribir Tamara, pasaba algo. Yo sentía que además del género, llamarnos poetisas colocaba, devaluaba o desvalorizaba una práctica, como una especie de versión deslavada, minorizada de la escritura poética, que tendía a empequeñecer o enviar a cierto lugar menor la producción de la mujer que escribe poesía. Como si en ese término se codificaran determinados temas, modos y procedimientos esperables, prejuicios y exclusiones, y me daba la impresión de que en el término poeta, más neutro, abierto e inclusivo, sin marcas biopolíticas, eso no sucedía. Tamara, como siempre, se puso a pensar sobre eso que flota sobre las palabras con las que elegimos nombrar y nombrarnos. Reflexionar, apropiarse del modo en que hemos sido mencionadas; pensar en cómo los modos de nombrar y calificar también son modos de borrar o de desactivar una presencia que tal vez incomoda y que se quiere deslindar de ciertas prácticas e identidades consideradas hegemónicas en determinado momento histórico”.
“Me parece que lo que hace Tamara es un gesto feminista, dar vuelta el sentido degradado de un término y convertirlo en reivindicación política -dice la investigadora Nora Domínguez (1951), directora de la Historia feminista de la literatura argentina junto con Laura Arnés y María José Punte-. Y nombra a la loba de Alfonsina o a la extrañeza de la musa de Delmira. También dice recuperar con orgullo un término anacrónico para estamparlo en la camiseta. Y ya las hay, para Tamara, que le gustaba leer a las poetises jóvenes. Y alienta incluso el uso de poetises: ‘Llamésmoslas poetises porque la poesía de amor parece estar cambiando para siempre lo que la estética sexista le demandó al arte durante siglos’. Esto pienso con ella. Reivindico esta idea que, creo, de ahora en más va a ser una idea a sostener para pensar a les poetises”.
La poeta y ensayista Anahí Mallol (1968) admite que hace un tiempo hubiera elegido la palabra “poeta” sin dudarlo. “Lo militaba -admite-. Ser une más. Ser leída sin menoscabo. Pero hoy te digo poetisa. Porque tal vez es verdad que son los tiempos nuevos, ¿y porque no es esa acaso la tarea? Inscribir, en la lengua, una diferencia, y cuando la diferencia sea la lengua común, inscribir otra, y otra más, de la a a la e y lo que siga. Nominar, alterar, combinar, volver a dar, pensar y decir todo otra vez, de otra manera. Ser con las otras chicas o les chiques, las que están y las que nos dejan, armar un modo de mirar, de hablar, de alojar, de legar, transliterar, repetir, abrazar, así, en la poesía, lo que duele y lo que da esperanza, lo que nos dice y lo que vendrá, lo que fuimos”.
Paula Novoa (1976), docente y autora de Flores a mis muertos, entre otros títulos, destaca que en el circuito poético -ciclos, editoriales, ferias, festivales y recitales de poesía- se usa el sustantivo “poeta” para nombrar a mujeres, hombres y a quienes no se identifican con ninguno de esos géneros que escriben poesía. “Particularmente, me siento cómoda con el uso de ese término -dice-. Pero advierto que fuera del ámbito poético, la mayoría de las personas dice ‘poetisa’. Me ha pasado que al participar en eventos escolares, sociales y académicos, al presentarme decían ‘la poetisa’. Soy de las que celebran que la poesía llegue a todos lados, por lo tanto, poeta o poetisa, en este sentido, me es indistinto. Justamente hace unos días, con la muerte de Tamara Kamenszain, observo que muchos hablan de ‘la poetisa’, palabra que ella rescata por su dulzura. A partir de esas formas de nombrar a la poeta/poetisa fallecida y de reflexionar en relación con quiénes nos llaman de una u otra forma, pienso: que la poesía llegue, que rompa la barrera del ‘mundo literario’, en forma de poeta o poetisa, no importa, ahí quiero estar”.
“Nunca usé la palabra poetisa, me gusta la palabra poeta, pero qué importa lo que me gusta a mí -comenta la escritora Jimena Arnolfi (1986)-. Sí sabemos que durante mucho tiempo el término poetisa se usó de manera despectiva. Por eso, como dice la maestra Tamara Kamenszain: ‘Mejor poetas que poetisas / acordamos entonces entre nosotras’. En general, los hombres siguen siendo mayoría en los festivales, en las lecturas, en las antologías, en los suplementos. Los libros que llevan solo poetas varones son antologías a secas. Los libros en los que salimos nosotres son presentados siempre aludiendo al género. Los libros en donde salen ellos no dicen que son poemas o cuentos que abordan la experiencia de vida del ‘ser varón’. Por otro lado, considero que cuando Tamara Kamenszain pone al poetisa sobre la mesa nos convoca a una asamblea permanente en este sentido: nos viene a decir que todo uso del lenguaje se puede subvertir. Me hace pensar que quizás cuando reivindica poetisa nos invita a apropiarnos de esa nomenclatura con la que algunos nos quisieron bastardear. También me gusta cuando dice que ‘las mujeres no escribimos para convencer a nadie’. Lo importante que se juega en todos los casos es que el lenguaje está vivo y en construcción. Cada tanto la construcción se sacude y todo se pone en movimiento”.
Fuente: La Nación