“Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción”. Era 1929 cuando Virginia Woolf capturó el nudo del conflicto de una escritora, aplicable también a cada persona que no sea un varón y quiera no solo dedicarse a la literatura, sino a cualquier cosa. Un amplio rango por fuera de las tareas de cuidado tácitas.
Ese ojo certero lo tuvo siempre. Incluso antes de ser una de las pocas autoras no solo publicadas durante la primera mitad del siglo XX, sino exitosas, reconocidas por el público que lee, y también por su entorno.
La frase, que sigue resonando actual, da título a su ensayo breve Una habitación propia, donde reflexiona sobre la necesidad no solo de independencia financiera de la mujer, sino de su derecho a tener un espacio más igualitario en el mundo. Ella se ganó el suyo a fuerza de genio y lucidez.
Amistades. El economista John Maynard Keynes y la escritora Virginia Woolf, en 1923
Algo había cambiado en ella tras la muerte de su padre, Leslie Stephen, en 1904. Woolf dejó la casa familiar junto a sus hermanas con la intención de “empezar de nuevo”, como anotó en su diario.
Un año después le propusieron hacer una reseña de mil quinientas palabras de unos libros de edición barata para TLS, una revista prestigiosa. La publicaron el 10 de marzo de 1905 y, con solo 23 años, en un mundo en donde las mujeres no tenían mucho lugar, ella se comenzó a ganar la vida con la escritura. Cuando recibió ese primer cheque, anotó: “Ahora somos mujeres libres”.
Ahora, en la segunda década del siglo XXI, a 80 años de su muerte, con los nuevos feminismos moviendo el mundo, es buen momento para volver a redescubrirla. Eso hace Genio y tinta, un volumen que reúne 14 de sus críticas literarias que permanecían inéditas en formato de libro, con introducción de Francesca Wade, editora británica del Times Literary Supplement (TLS), donde salieron originalmente.
En ese entonces, por decisión editorial, las reseñas literarias en TLS eran anónimas. Y al principio, a Woolf le asignaban libros de cocina y guías de viaje, mechados con poemarios y obras de autores noveles. Recién desde 1920 pudo decidir sobre qué quería escribir. Y lo hizo hasta el final de su vida. A veces renegando, pero siempre constante. Era su espacio, su primer lugar, y el último.
También colaboraban en TLS otras grandes plumas, masculinas, como Henry James. Pero, según su director, Bruce Richmond, su joya era Woolf. Sí, ella. Mujer, feminista, en un principio casi una niña, cuando era una desconocida. Ahí escribió ensayos críticos toda su vida, nunca dejó ese trabajo, incluso cuando hacía rato tenía su habitación propia.
Muchos de ellos, más tarde, los reunió en la selección El lector común (primera serie, 1925; segunda serie, 1932). Pero no todos.
Además de escribir, o a la par de su escritura, Woolf fue una lectora. Eso en gran parte le dio su ojo único. Como autora, una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo XX y del feminismo internacional, y como ensayista también. Con los textos que escribió para TLS no solo encontró su independencia económica, el cuarto propio, si no que además repensó el modo de leer a algunos consagrados, dio luz a desconocidos y hasta planteó ideas tan provocadoras como certeras sobre el modo de hacer literatura.
Estos textos reunidos en Genio y tinta -un fragmento de uno de sus artículos aquí– son como espiar un poco el canon literario personal de la autora. Un modo de compartir su biblioteca íntima. La mejor forma de conversar con ella a través del tiempo sobre modos de hacer y leer literatura.
Hay una charla posible sobre Charlotte Brontë con una joven Woolf, de 1916, y otra a propósito de George Eliot. También están ahí unos textos más maduros, de entre 1930 y 1935, y otros que son casi como un taller con ella, por ejemplo Releer novelas, de 1922, o Apuntes sobre una obra de teatro isabelina, de 1925.
Además, Las cartas de Henry James, que se publicó originalmente el 8 de abril de 1920, y por el que se peleó con su adorado y odiado mentor.
“Cuando escribía sobre temas de su propia elección, algunas veces lamentaba tener que pactar con un editor: cuando Richmond le recriminó que llamara a Henry James ‘lascivo’ (‘¡Pobre y querido amigo Henry James! En cualquier caso, piénselo & llámeme dentro de veinte minutos’), decidió en un arrebato de ira que no volvería a trabajar para alguien que ‘reescribe mis frases para que se ajusten a los remilgados estómagos’”, cuenta Wade en la introducción, que la autora anotó en su diario.
Pero siguió escribiendo. Porque no podía no hacerlo.
Fuente: Clarín