Una figura icónica que combinó el rock profundo con una poesía acorde con su estilo de vida.
La mañana del 3 de julio de 1971, Pamela Courson encontró a Jim Morrison muerto en la bañera del departamento en el que estaban alojados en París. Habían decidido instalarse un tiempo en la capital francesa –un lugar con el que Morrison se sentía románticamente identificado a partir de su devoción por grandes poetas franceses como Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire– con la intención de pasar un tiempo alejados de la agitada vida nocturna que los dos llevaban en los Estados Unidos. Pero Morrison mantuvo la cordura unos pocos días y muy pronto empezó a pasar horas y horas en bares y tugurios parisinos de los que volvía casi siempre ebrio y drogado.
La muerte de este artista singular e iconográfico que es uno de los integrantes más ilustres del fatal Club de los 27 estuvo siempre rodeada de misterios. A lo largo de los años hubo decenas de teorías al respecto, muchas de ellas, disparatadas. La versión oficial dice que la noche previa a su deceso Morrison vomitó una pequeña cantidad de sangre, algo que ya le había ocurrido antes y que entonces no alarmó demasiado a su novia, que siguió durmiendo. Jim había decidido darse un baño de inmersión, pero unas horas más tarde, a las cinco de la mañana, Pam se dio cuenta de que aún no había regresado al dormitorio y se levantó para ver qué pasaba.
Lo encontró en la bañera con los brazos apoyados en los bordes y, según reveló un tiempo después, “una sonrisa infantil” dibujada en los labios que en primera instancia le hizo pensar en una de las bromas pesadas que su compañero solía gastarle.
Las historias que se empezaron a tejer una vez que la noticia apareció en los medios fueron el resultado de las febriles maquinaciones que suelen generarse alrededor de personajes populares con vidas tan extravagantes y también de algunas actitudes confusas de parte de Pamela, que convino con el manager Bill Siddons comunicar el fallecimiento de Morrison seis días después de ocurrido para evitar de ese modo cualquier presencia indeseable en el funeral y la ceremonia de entierro en Pere Lachaise, el cementerio que se convertiría muy rápido en una especie de santuario ineludible para los fans de The Doors.
Tanto Pam como Siddons tenían la imagen grabada del circo que rodeó las despedidas de otras figuras del rock, como Jimi Hendrix y Janis Joplin, pero la decisión de velar a Morrison en un ataúd cerrado y la ausencia de un certificado de defunción o un acta policial en los días inmediatamente posteriores al deceso dejaron el terreno allanado para las más variadas especulaciones. Todavía, aunque parezca una broma, hay gente que dice que Morrison está vivo…
Las teorías
Muchos parisinos aseguran que la heroína –una droga que consumían tanto Jim como su novia, fallecida unos años más tarde por los efectos de una sobredosis– fue la verdadera causa de la muerte. Durante años, en la tumba de Morrison en Pere Lachaise aparecieron mensajes relacionados con esa teoría. Pero también circularon exóticas historias relacionadas con la brujería o conspiraciones políticas urdidas por enemigos de la contracultura de fines de los 60, de la que el vocalista se había vuelto un símbolo indudable. O más cuentos sobre una sobredosis, pero de cocaína, una droga que Morrison usaba para morigerar los efectos de las grandes cantidades de alcohol que consumía. Por último, están los que siguen hablando de suicidio. Y es cierto que los últimos años del artista habían tenido una intensidad que pocos cuerpos pueden tolerar. Es probable que Jim no haya querido quitarse la vida expresamente esa madrugada, pero sus conductas patológicas eran claramente un camino con un solo destino.
Independientemente de las circunstancias de su paso a la eternidad como miembro ilustre del panteón rockero, Morrison sigue siendo hoy una figura cultural relevante. En vida hizo todo lo necesario para edificar su propia mitología, igual que otros artistas que él admiraba y perduraron en el imaginario colectivo, como James Dean y Elvis Presley.
“Si existe un tipo capaz de escenificar su propia muerte –creando un certificado de muerte ridículo y pagándole para eso a un doctor francés–, poner un saco de ciento cincuenta libras dentro del ataúd y desaparecer a alguna parte de este planeta –África, quién sabe–, ese tipo es Jim Morrison. Él sí sería capaz de llevar todo esto a buen puerto”, dijo alguna vez Ray Manzarek, tecladista de los Doors.
Esa capacidad de invención, la habilidad con la que Morrison se fue construyendo como personaje irritante y a la vez irresistible fue un engranaje clave en el funcionamiento de The Doors. Su influjo siguió intacto muchos años después de su muerte, como lo prueba la elección de “The End”, con la que Francis Ford Coppola selló para siempre uno de los inicios más escalofriantes de la historia del cine, el de su manifiesto antibélico Apocalypse Now (1979). Su sombra se siguió alargando con el estreno de The Doors (1991), la discutida película que dirigió Oliver Stone, y las numerosas reediciones de su poemario Los señores y las nuevas criaturas a partir de los años 90, luego de que los manuscritos originales fueron rechazados repetidamente por distintas editoriales y su publicación original, en 1980, pasó casi inadvertida.
Único en su especie
También conocido como “el Rey Lagarto” –referencia a “The Celebration of the King Lizard”, uno de sus poemas más difundidos, que además contiene una auténtica declaración de principios: “I’m the lizard King, I can do anything” (Soy el rey lagarto, puedo hacer lo que sea)–, Morrison fue único en su especie porque cantó sobre “el fin” (en su acepción más ominosa) y sobre serpientes y caballos dramáticamente ahogados cuando lo que estaba en boga era la ingenuidad amable del hippismo. William Blake, uno de sus héroes literarios, le había enseñado que “el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”, y Jim interpretó el mensaje de acuerdo con sus principios. Se pensó a sí mismo como un dios, no tanto por megalomanía, sino por la convicción de que todos los seres humanos somos dioses en un sentido filosófico: cada uno tiene la chance de crear su propio destino.
Su sinuoso camino hacia el desenlace parisino del que este 3 de julio se cumplen cincuenta años empezó en una ruta de Albuquerque cuando Jim tenía apenas siete años y experimentó lo que él mismo definiría como el momento más importante de su vida: viajando en auto con sus padres, se toparon con un camión volcado y un grupo de indios tendidos sobre el asfalto, algunos heridos y otros muertos. Pararon y luego de ver ese impresionante panorama, retomaron el viaje. Morrison contó más de una vez que un rato más tarde sintió cómo el alma de uno de esos indios que no sobrevivieron al accidente se introdujo en su cuerpo.
Fue una de las primeras visiones de un jovencito que unos años más tarde se haría adicto a los poemas de Dylan Thomas, los beatniks y William Blake, una influencia clave que también determinaría el nombre del proyecto musical con el que se hizo famoso. Fue Blake, poeta, pintor y artista total británico que fue ignorado en vida y enterrado en 1827 en una tumba sin nombre, quien afirmó que “si se limpiaran las puertas de la percepción, todas las cosas aparecerían ante el hombre tal y como son en realidad, infinitas”, un axioma que inspiró a Aldous Huxley para titular su alucinante ensayo Las puertas de la percepción y se proyectó en el mundo del rock a través de The Doors. Convencido de que son los sueños los que engendran la realidad, Morrison inundó su poética con imágenes oníricas y logró seducir a Manzarek en un campus de la UCLA, a la que había ingresado para estudiar cine, con la idea de transformarla en la base de un proyecto más ambicioso que involucrara a la música.
Ya erigido en líder y cara visible de los Doors a fines de los años 60, una época ideal para las rebeliones y los experimentos de toda índole, Morrison se recibió de provocador nato, un rol que seguramente asumió como respuesta a las presiones de un padre autoritario y con alto rango militar que fue condecorado por su participación en la misma Guerra de Vietnam que su hijo y buena parte de la juventud de esos años aborrecían.
También fue delineando con astucia su perfil de sex symbol y del chamán que encontró un marco perfecto para sus ensoñaciones en la música que producían tres compañeros interesados en el free jazz y la meditación trascendental: Manzarek, el dúctil baterista John Desmond y Robby Krieger, un guitarrista talentoso y personal cuya impronta flamenca impregnó el sonido del grupo.
El recorrido de los Doors fue corto y vertiginoso: cinco años en los que grabaron discos cuya importancia en la historia del rock quedó algo ensombrecida por el tamaño desmesurado de la leyenda de Morrison –el debut The Doors y Strange Days, grabados el mismo año (1967), un indicador del potencial creativo de la banda en sus inicios, Morrison Hotel (1970), L.A. Woman (1971)– y terminaron consumidos por las mismas llamas en las que ardió su centro de gravedad, ese jovencito culto, arrogante y pendenciero cuyo adorado rostro quedaría estampado en millones de pósteres y remeras luego de su prematura desaparición. Empezaron deseando parecerse aunque sea un poquito a Love, otra magnífica banda de la costa oeste con un líder atrevido y carismático, el inefable Arthur Lee, y terminaron, en palabras de Richard Goldstein, una de las firmas más respetadas del Village Voice, “patentando el concepto de ‘literatura rock’ con ‘The End’ (punto caramelo de lo que ese mismo crítico bautizó “pop joyceano”) y empezando su camino allí donde terminan los Rolling Stones”.
Dejaron para la posteridad unas cuantas canciones inoxidables –“Light My Fire”, “Riders on the Storm”, “Break on Through (To the Other Side)”, “People Are Strange”, “Roadhouse Blues”, “L.A. Woman”, “Love Her Madly”, “Love Me Two Times”–, destellos del melodrama edípico que atravesó buena parte de su obra –algo inédito en el universo del rock hasta entonces–, un poderío en escena que prefiguró los desbordes energéticos de los Stooges y el punk.
Jim Morrison cultivó como pocos la locura ritual y el éxtasis, fue un experto en transgredir límites y, sobre todo, siempre se entregó por completo a sus convicciones: puso en juego el cuerpo y la psiquis en su aventura creativa, miró a la muerte a los ojos, vislumbró en la autodestrucción un sendero hacia la experiencia artística y la redención, igual que Franz Schubert, Vincent Van Gogh, Cesare Pavese, Virginia Woolf, John Coltrane, Ian Curtis, Jimi Hendrix o Amy Winehouse, todos adalides de una estirpe en cuyo cuadro de honor quedó marcado a fuego el recordado anagrama “Mr. Mojo Risin”.