La Pompeya, abrió sus puertas en 1920 y desde entonces, su horno centenario que supo ser a leña y luego se adaptó a gas, siempre estuvo encendido. Fue fundada por inmigrantes italianos del Sur de Italia y logró conquistar con productos típicos: Fresella, Taralli, Cantucci y Pasticcioti. Algunos aseguran que sus cannoli (dulce siciliano) son uno de los mejores de la ciudad. Sin cambiar su estética y manteniendo las recetas tradicionales de antaño, este año celebra su centenario.
El local antiguamente era una casona y la construcción data de principios del siglo XX con sus techos altos con vigas, guías en las compuertas para evitar las inundaciones (la zona era propensa), ventanales con rejas y las tradicionales puertas de madera. Pasan los años, cambian las generaciones y las tradiciones del barrio, pero La Pompeya continúa siempre igual. Allá por el 1920 Luigi De Riso, un inmigrante italiano de Salerno (a menos de 50 km de Nápoles), se instaló en el barrio de San Cristóbal junto a Ana, su mujer, e hijos (cinco mujeres y dos varones).
Bajo el brazo trajo el oficio y las recetas de los panes tradicionales que preparaban en su pueblo donde en su hogar tenían un horno y preparaban panes grandotes rústicos para el consumo familiar. Al tiempo, compró una vivienda sobre la Av. Independencia 1912, la reformó y abrió su propia panadería: «La Pompeya». La bautizó así en honor a la ciudad de la Antigua Roma, que queda cerca de Nápoles. Además, porque era devoto a la virgen del Rosario de Pompeya (aún hoy conservan las imágenes en el local).
En el fondo de la casona instaló el horno tradicional de ladrillos refractarios, que en esa época lo alimentaban a leña, con gran esfuerzo comenzó con la producción propia. Durante los primeros años estaban disponibles solamente tres productos napolitanos: panes grandes redondos bien rústicos, Taralli (rosquitas con anís) y Friselle (pan utilizado para preparar la famosa Caponata).
El negocio siempre fue un emprendimiento familiar: Ana y sus hijas ayudaban en el despacho con su característico delantal celeste, mientras que los hombres estaban a cargo de la producción y el reparto del pan. Durante aquellos años el barrio estaba rodeado de conventillos y los De Riso enamoraron a los paisanos con los sabores tradicionales de sus tierras y el inconfundible aroma a pan recién horneado.
Massimo Maresca tenía apenas nueve años cuando llegó a Buenos Aires desde Termini di (Massa Lubrense) Nápoles junto a su madre Rosetta (Rosa) en 1979. Como muchos italianos se instalaron en San Cristóbal, de casualidad la panadería les quedaba a pocas cuadras de su casa. «Desde que era pequeño fui cliente. Venía con mi mamá y hasta en varias oportunidades ella me armaba la listita con los panes que necesitaba y hacía las compras solo. Antes de ir al colegio tenía la costumbre de pasar a buscar facturas. Éramos habitués y mamá ya se había hecho amiga de las dueñas. Cada vez que teníamos una reunión con nuestros paisanos era tradición ir a comprar Taralli y Fresella para regalar», recuerda Massimo.
El tano, como le dicen los habitúes, dio sus primeros pasos en la panadería a los 20 años como ayudante de «Las chicas», las hermanas De Riso que ya estaban mayores. Levantaba latas con la materia prima, los bolsones de harina y hasta se encargaba de varios mandados. Con la práctica empezó a aprender el oficio. «Las recetas y los secretos las aprendí mirando. Con los años me di cuenta de que me apasionaba y acá estoy. Todos los días son como si fueran el primer día en la panadería.», expresa Maresca, quien está al frente del negocio junto a su mujer Gabriela desde el 2013.
Antes de que él tomara la posta la panadería estuvo a punto de cerrar en el 2000 y 2003. Su madre Rosetta, quien recientemente cumplió 80 años, también sumó varias recetas. De hecho, en más de una oportunidad la encontrabas en el local preparando una de las estrellas de la casa: los cannoli. «Muchos de los productos que ofrecemos acá son con las recetas de mamá. Como el tiramisú, que lo preparamos hace años siempre igual. Ella es mi maestra. En Italia venimos de familia con tradición en la gastronomía y la pastelería», rememora.
Cannoli con sello propio
El cannolo, este dulce típico siciliano muy recordado por sus apariciones en la película «El padrino» (en la escena en la que Peter Clemenza le dice a su chofer: «Dejá el arma, trae los cannoli» o en la tercera entrega cuando una caja con este dulce envenenado asesina al mafioso Don Altobello), es una de las grandes especialidades de La Pompeya. La masa se enrolla alrededor de una caña de bambú o metal, que le da su forma cilíndrica, luego se fríe y por último se rellena en el momento que el cliente lo solicita. «Adaptamos los cannoli a la materia prima y el gusto local. La masa lleva huevos, azúcar, leche, grasa, harina, vainilla y limón. Lo hago como lo hacían mis abuelos. El secreto lo hace la mano de uno, la experiencia», explica.
Actualmente ofrecen cinco opciones de rellenos diferentes: el tradicional siciliano con ricota, fruta abrillantada, chocolate y en los bordes pistacho picado; el de crema pastelera (por supuesto casera); con dulce de leche repostero (muy solicitado); Nutella y el napolitano (mitad de chocolate y crema pastelera). «Es muy importante rellenarlos cuando el cliente los pide, de esta forma se garantiza que el producto esté crocante, fresco y que no se humedezca. Además, siempre aconsejamos que si no los van a comer en el momento los conserven en el freezer y los saquen cuando así lo deseen. Si los llevas ahora y son para la noche van al freezer y si son para mañana también. Los descongelás y quedan nuevos, como recién hechos», sugiere.
Se hicieron tan famosos que previo a la pandemia, iban en su búsqueda clientes de distintas provincias del país y también turistas, a quienes les habían recomendado visitar el local para disfrutar de sus especialidades junto a un café italiano.
La sflogliatella napolitana es otro de los dulces que cada vez gana más adeptos. La misma se prepara con muchas capas de masa enrollada que forman un hojaldre. La clásica de la casa viene rellena de crema pastelera y un pedacito de fruta (puede ser frutilla o sandía) que le aporta más sabor. El toque final: lluvia de azúcar impalpable. «Hay que comerla tibia y jamás hay que ponerla en la heladera porque el hojaldre se endurece.», dice el especialista. También elaboran desde Cantucci (biscotti de almendras); pasticciotto; pastiera hasta pignolata. Y para las fiestas: su preciado pan dulce al horno centenario.
Trabajar al alba
La producción arranca a las cuatro de la mañana y generalmente se elabora primero el pan, Taralli, Fresella y facturas. A partir del mediodía llega la hora de los dulces: cannoli, tiramisú y sfogliatella. Aún conservan máquinas de antaño como las famosas Siam que compraron en la década del 40. Uno de los secretos para mantenerse en el tiempo es conservar la materia prima y los proveedores. «Son los mismos desde hace años, ya somos amigos», confiesa.
Desde que comenzó la cuarentena tienen horario reducido: de martes a sábados de 7 a 16 y sumaron envíos a domicilio por distintos barrios porteños. Según cuenta se modificó el ritmo de trabajo. «Ahora con la pandemia vamos elaborando según la demanda. Producimos lo justo para que no sobre mercadería. Hoy la gente está elaborando mucho en su casa y bajó el consumo en las panaderías».
La panadería siempre fue un punto de encuentro de la colectividad italiana. Hay muchos habitúes que son los mismos desde hace años y hasta algunas familias que ya pasaron más de tres generaciones.
«La mayoría de nuestros clientes es gente mayor que viene a buscar los mismos productos de siempre y nos cuentan anécdotas de su infancia en la panadería. Como Vicente que es cliente desde los 17 años y el otro día cumplió 94, todos los sábados le enviamos su bolsa con pan. O mismo otra señora que me llama desde Miami para hacerme un pedido y mandarle a su padre que está en Buenos Aires. Se forma un vínculo, son amigos y se los llama por su nombre», dice, quien admite ser fanático del pan casero untado con Nutella. «Es lo más rico que hay. Soy muy dulcero. Me gusta mucho la Nutella y el chocolate», agrega.
En el fondo del local el horno está encendido al igual que hace cien años. Massimo se encarga de custodiar las recetas tradicionales italianas en este pequeño rincón en el barrio de San Cristóbal.
Fuente: Agustina Canaparo, La Nación.