El décimo “mandamiento” del decálogo del perfecto cuentista dictado por Horacio Quiroga dice así: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”. El mismo Quiroga, con el correr de los años, se volvió un personaje central de la literatura argentina. El ambiente en el que se movió no fue precisamente pequeño: de la localidad de Salto a Montevideo, en su Uruguay natal, y de allí a París. En la Argentina, mantuvo hasta el fin de sus días un ida y vuelta constante entre la ciudad de Buenos Aires y la selva misionera. En su biografía hay accidentes de caza, asesinatos involuntarios, vida bohemia y de colono, expediciones, bodas, padecimientos espirituales y físicos, y un suicidio.
Parece que en las primeras décadas del siglo XX el tiempo tenía una dimensión mayor que en la actualidad. Quiroga tuvo oportunidad incluso de desdoblarse y ser otro autor, S. Fragoso Lima, que entre 1909 y 1913 publicó seis novelas breves en las revistas Caras y Caretas y Fray Mocho. Ahora, la nueva edición de Seis novelas breves de S. Fragoso Lima (Caballo Negro) acerca la voz del álter ego folletinista del autor de Cuentos de la selva, con tres textos críticos firmados por la profesora brasileña Amalia Cardona Leites, el académico rumano Matei Chihaia y la doctora en Letras yugoeslava Ksenija Bilbija. El libro surge a partir del trabajo de Alejandro Ferrari y Martín Bentancor, de la editorial uruguaya + Quiroga, que llevaron a cabo el proyecto de investigación y la posterior publicación, en Uruguay, de una caja con los siete libros: las seis novelas por separado y otro con textos críticos.
Quiroga nunca hizo público que se ocultaba tras el seudónimo de S. Fragoso Lima (apenas la “S.” deja entrever su segundo nombre, Silvestre). Este “autor”, según estudiosos de su obra, le permitía ganar dinero rápido en momentos de apuros económicos. En varios números de Caras y Caretas conviven textos firmados por S. Fragoso Lima y Horacio Quiroga. “Estas historias jamás incluidas en un libro por su autor tienen un atractivo único, muy potente: son fantasías científicas de época, y a la vez relatos de terror -dice Soledad Quereilhac, investigadora del Conicet y autora de Cuando la ciencia despertaba fantasías (Siglo XXI)-. Miran con lentes ominosos la incrustación salvaje en plena ciudad que representa el Jardín Zoológico, no exenta, asimismo, de auras esotéricas; también versionan el lado siniestro de la experimentación científica. En ellos se recrea de manera original el espacio cosmopolita de la Buenos Aires de principios de siglo, sus costumbres y sus reversos fantásticos”.
De esas nouvelles, la investigadora destaca El hombre artificial (1910) y El mono que asesinó (1909), “porque constituyen dos auténticos relatos de temprana ciencia ficción rioplatense; las convenciones del folletín las atraviesan: suspenso hacia el final de cada entrega, para atrapar al lector e incentivar la compra del número siguiente de la revista; anticipaciones del final trágico de las historias; cierto tono melodramático, las apelaciones al lector, el uso de intrigas, engaños y disfraces; la localización del acontecimiento fantástico en el Buenos Aires contemporáneo de los lectores; la presencia de dos o tres ilustraciones por entrega, enfáticas y atractivas”. Entre otros, el uruguayo Juan Hohmann, el español Eugenio Álvarez Dumont y el checo Joseph Friedrich ilustraron las fantasías quiroguianas. Quereilhac estima que el uso del seudónimo acaso se deba a que el folletín no era un formato prestigioso. Como infinidad de lectores, cree que la efectividad narrativa de Quiroga no tiene fecha de vencimiento. “Siempre es un placer transitar esa prosa apretada por las convenciones periodísticas, la búsqueda de un efecto o de codificar ‘vida intensa’ en palabras. Tampoco la tiene su rara oscuridad, la belleza que erige sobre lo perverso, el aura que le impregna al momento de la muerte”.
Un recolector de plantas
“La selva, terrible siempre, aun de día, con sus acechanzas y traiciones, a esa hora y en la lúgubre soledad, llenaba de angustia el alma mejor templada -se lee al inicio de la nouvelle Las fieras cómplices, publicada en Caras y Caretas en cinco entregas, del 8 de agosto al 5 de setiembre de 1908-. Una persona en la ciudad y en las más desesperantes situaciones no se siente jamás sola; las vidas hermanas pululan a su alrededor, su inmediata presencia la sostienen. Pero en la selva es distinto. Allí todo conspira contra él: el aire quieto y pesado; el silencio hostil; las exhalaciones mortíferas de las plantas que infiltran la muerte en la fúnebre seducción de su voluptuoso aroma; las fieras agazapadas tras el tronco que miramos indiferentes a nuestro paso; las víboras, que hacen de ese paraíso terrenal un infierno, todo en la selva se confabula contra el hombre”.
En la localidad misionera de San Ignacio, Quiroga se dedicó también a investigar las plantas de la zona, en un trabajo de catalogación que llegó al Herbario del Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia” (MACN), ubicado en Parque Centenario. A cargo del área de botánica que dirige el investigador del Conicet Diego Gutiérrez, esa colección se recuperó y se puso en valor a partir de 2015. “No encontramos aún ningún papel que confirme cómo llegaron al museo las plantas secas de Quiroga -dice Gutiérrez a LA NACION-. Probablemente, como se hacía a principios del siglo XX, fue por medio de una venta. Había coleccionadores en diferentes partes del país que vendían a los museos los especímenes para registrar la biodiversidad que en ese momento se empezaba a catalogar”. La hipótesis de algunos críticos literarios, que adjudica las novelas de S. Fragoso Lima a la necesidad de dinero del autor de Anaconda, coincide con la de los científicos respecto de la venta del herbario (al que Quiroga se refiere en algunas de sus cartas).
“Las plantas identificadas de la colección de Quiroga son de Misiones, de la primera década del siglo XX, y más precisamente, de San Ignacio -agrega Guitérrez-. Este registro, además de la importancia de la planta herborizada que uno puede estudiar y situar, tiene el plus de que las etiquetas de cada planta las escribió el recolector”. Las anotaciones de Quiroga brindan impresiones de algunas características de las plantas. “Nos dice si tal planta era muy común o no, qué altura tenía, cuál era la coloración de las flores. Y agrega la fecha y el lugar. Eso es de suma importancia para el estudio científico porque nos permite saber qué tipo de vegetación existía en la zona de San Ignacio hace más de cien años”. El proyecto “Horacio Quiroga en el Herbario” está digitalizado, con imágenes en alta resolución. “A futuro, el objetivo es publicarlas en internet, con libre acceso para los amantes de la literatura y los científicos”, anticipa el curador del área de botánica. Por el momento, debido a la pandemia, el MACN permanece cerrado al público.
El del MACN es el primer herbario oficial del país: fue fundado en 1853. Actualmente es reconocido internacionalmente con la sigla BA y posee más de 242.000 especímenes. La principal colección del herbario es de plantas herborizadas, es decir, secas y prensadas dispuestas sobre cartulinas, y protegidas y organizadas en carpetas. Estos especímenes brindan información de la biodiversidad pasada de nuestro país y el mundo desde mediados del siglo XIX. La colección de plantas vasculares (o sea, las que tienen raíz, tallo y hojas, y son alimentadas gracias a un sistema vascular que se encarga de distribuir el agua y los nutrientes) de Quiroga está conformada por 626 especímenes. De la totalidad, 35 corresponden a helechos y 591, a plantas con flores. “Como con sus herbarios, Quiroga recoge retazos del discurso y de los saberes de la ciencia, y con esos retazos asistemáticos, desasidos de la adecuación a la teoría, concibe muchas de sus narraciones”, dice Quereilhac. En una carta a su “hermano menor” y amigo Ezequiel Martínez Estrada, el autor le había confesado: “Me interesan todos los estudios biológicos. Siendo ciencia, cualquier cosa”.
Fuente: Daniel Gigena, La Nación