Si Netflix decide hacer una biopic sobre Pepe Cibrián, la secuencia uno, el flechazo para punzar a los televidentes, podría ser la imagen de él a punto de estrenar, entre arrepentido y agobiado, reprochándose «¿Por qué no habré puesto una rotisería?». Dice que ama ver cómo se corta en fetas el jamón, el acto de tajar, separar, seguir. Su vida, sin embargo, estuvo lejos de los actos mecánicos, de producir obras en serie como quien fabrica embutidos. Pepito pasó medio siglo obsesionado con el detalle.
Está atravesando «la era del desprendimiento». Las manos de Cibrián mostraban hasta hace meses pedazos de Grecia, Egipto, Alemania, Turquía. Cada dedo adornado por anillos de ágata, topacio, amatistas, piedras de la luna. Ahora lo está vendiendo todo: sus anillos importados, pero también relojes, cuadros, casa. Una vuelta a los días livianos, anteriores a Drácula, en que manejaba un viejo Torino y tenía hipotecado su departamento.
«Tuve una época de compra compulsiva de anillos y ya llevo vendidos 120 por Instagram. Tuve necesidad de alivianar el equipaje», dice dentro de un círculo demarcado por sus cuatro perros. Se siente seguro entre ladridos, pero más se sentirá cuando le llegue el turno de la Sputnik V. Está esperando la vacuna rusa y formará parte de «una campaña de concientización sobre la importancia de inmunizarnos».
La intensidad de Pepe Cibrián no cambia con los años.
«Me sobran los metros», deduce el cubano más argentino. «Esta casa es una jungla, una selva, una reserva natural enorme, necesito menos». Él, que siempre pareció necesitar más, vivir una vida barroca de proyectos e ideas desmesuradas, está achicándose, «volviendo al centro».
Aislado, preproduce Infierno blanco, musical para el que tomó pruebas vía Zoom. Con esa pieza llegará a las casi 60 creaciones como dramaturgo. Sueña con un estreno para julio o agosto, pero aprendió a aceptar que un virus puede poner en jaque al teatro y al planeta. «Los que estrenan en pandemia son héroes».
No fueron fáciles los últimos años de Pepe. Hace cuatro atravesó un cáncer de próstata y luego sufrió una caída que le fracturó parte de la cara -y por la que recibió 40 puntos de sutura-. «Tuve suerte, ninguna de las 10 uñas que tengo se quebró», se dio el lujo de la broma.
Pepe Cibrián y su madre Ana María Campoy (Instagram)
El 13 de mayo cumplirá 70. Siete décadas con varias vidas dentro. Un bebé que nace en La Habana, en gira teatral, que pisa escenarios apenas aprende a mantenerse en pie, que da sus primeros pasos en el teatro Colón de Bogotá. Después, un niño que cursa la primaria en el Belgrano Day School, que se cría entre mucamas, que extraña a esos padres artistas que trabajan sin respiro en teatro, radio, cine…
Recuerda el primer impulso artístico, a los 18, cuando le ofrecieron el sótano de un edificio en construcción en Mar del Plata para cristalizar Mundo pobre querido, la obra que montó entre «humedad, seis luces y una tabla»: no pensaba en resultados, pensaba en procesos. «No fue nadie a ese café concert, pero lo disfruté muchísimo. Después yo decía ‘¡estoy harto de fracasar!’, pero alguien me aclaró: ‘Para fracasar, primero hay que haber tenido un éxito’.
Su madre, Ana María Campoy, nació en Bogotá durante una gira teatral de su mamá, Ana Tormo. Años después, en La Habana, el padre de Pepe (el prestigioso José Cibrián Campoy) vio en la tapa de una revista a la bellísima Campoy, quedó pasmado, y le pidió a Cantinflas que hiciera de Celestino en México. Al mes, Anita y José vivían juntos. Estaban de gira por Cuba, ella quedó embarazada y comenzó a trabajar «con faja» hasta que el enorme vientre la hizo detenerse.
Pepe Cibrián junto a su madre Ana María Campoy y a Pepe, su padre.
«Papá siguió la gira, ella entró en trabajo de parto y se fue a la mejor clínica de La Habana», evoca Cibrián. «Al otro día, cuando el director del sanatorio pasó a verla, ella le dijo: ‘Le voy a pagar, pero no ahora. Si quiere, mándeme a la cárcel’. Una atrevida que quería lo mejor para mí. Así, mamá le mandó una carta a papá contándole que yo había nacido. Él se subió a una guagua (colectivo) y vino a conocerme».
«Hablo de noche con ellos, me comunico», cuenta Pepe, que despidió a su padre en 2002 y a Ana María en 2006, pero que no pudo separarse de las cenizas de ambos hasta hace un par de años. «El psiquiatra me dijo que los suelte, ¿pero dónde? No quería en el río, mirá lo que pensaba yo, que se los iban a comer los peces y que hacía demasiado frío, así que le pedí a Santiago, ex pareja, que sin que yo me diera cuenta agarrara la urnita y arrojara las cenizas. Y lo hizo como un acto de amor. Mamá hoy me comunica desde el humor, era tan alegre pese a esa vida tan difícil que había tenido. Siento su falta en momentos en que hubiera necesitado su conducción».
Pepe Cibrián en su casa de Pilar, la que está en venta (Instagram).
Pepe no sabe si la postpandemia permitirá pomposidades teatrales a las que nos acostumbró toda la vida, pero eso no le preocupa en tiempos «de achicamiento, de desprendimientos». Se sostiene recordando las 100 obras que dirigió y el precedente que marcó. «Tal vez el momento más feliz de todos haya sido el estreno de Calígula, en dictadura. Porque fue una crítica a la dictadura, pero los militares ni se enteraron. Al ser un musical, ni se dieron cuenta».
Fuente: Clarín