El éxito de MasterChef Celebrity fue la única buena noticia que recibió la televisión abierta a lo largo del sufrido 2020, un año marcado a fuego por los límites fijados desde la pandemia para el funcionamiento del medio en condiciones más o menos normales. Y si las perspectivas para 2021 mantienen las preocupantes características, insinuadas desde el mismo comienzo del año, todo apunta a que el mismo escenario vuelva a plantearse.
Frente a esta realidad, Telefe se curó en salud. En estas últimas dos semanas fortaleció la natural expectativa a partir de las instancias decisivas del primer MasterChef local protagonizado por famosos con una frenética búsqueda de los participantes del segundo, que comenzará en marzo, tras una breve pausa que apenas se notará.
Lo primero que quiere asegurarse el canal es darle la mejor continuidad posible a un fenómeno tan provechoso, que a la vez asoma como el mejor resultado de una tendencia más englobadora: los programas de cocina en la TV abierta encuentran hoy un respaldo del público que no aparece en otras propuestas o géneros. Y si el show culinario funciona con el envoltorio de una competencia, mucho mejor. El gran premio de la cocina, emitido por eltrece, va a poner en marcha en 2021 la temporada número 11 de un ciclo que comenzó en 2018. Todo un récord que incluyó entre otras cosas tres temporadas completas en menos de un año.
El certamen culinario de los hermanos Petersen, Carina Zampini y un puñado de entusiastas competidores amateurs tiene su público y una sostenida atención desde las redes sociales, convenientemente alimentada por la estrategia de los artífices del programa. Otro punto destacado de esta nueva lógica, que por cierto no se agota para nada en su expresión original, la que vemos desde la pantalla. El círculo se completa con la buena performance, dentro de su escala, de Cocineros argentinos, el único programa de la grilla de la TV Pública que consigue mediciones de audiencia diarias superiores a un punto.
¿Cuál es la explicación de este interés que sobresale frente al resto? Podemos rastrearla en principio a partir de dos factores. El primero viene consolidándose desde hace mucho tiempo: el modelo de programa de TV instalado en la cocina funciona cada vez más (y mejor) como un género en sí mismo. El lugar donde se prepara la comida es un lugar con incuestionables visos de realidad en el que pueden ponerse en juego emociones y sentimientos que también identifican a las historias de ficción, potenciadas en los últimos tiempos por el espíritu competitivo. En la cocina hay drama, hay comedia, hay suspenso, hay aventura, hay riesgo, hay testimonio, hay entretenimiento y hay aprendizaje. Es posible descubrir algo nuevo o ratificar lo ya conocido. Y hasta puede dar como resultado expresiones de la mejor televisión posible o imaginable, como lo comprobamos en el caso del malogrado Anthony Bourdain.
El otro factor es mucho más inmediato. La cocina aparece como un lugar absolutamente compatible con la situación de encierro hogareño forzado por la pandemia. Con más tiempo en casa hay más tiempo también para practicar las recetas propuestas y seguir las peripecias de quienes se animan a manipular ollas, cacerolas y hornallas. Con el tiempo es muy probable que el capítulo televisivo de la pandemia se escriba en los libros como aquél en el que se cocinó más que nunca.
Hay un tercer factor que aparece en su máxima expresión en el MasterChef de famosos. Este reality, un éxito globalizado, se reproduce en la Argentina «llave en mano». Esto quiere decir que el formato del programa está aplicado casi al pie de la letra en materia de infraestructura, recursos, escenografía y despliegue de producción. El «modelo MasterChef» es por supuesto previo a la pandemia. Lo sabemos también aquí porque su primera temporada con competidores anónimos (ganada por Elba Rodríguez en 2014) tenía las mismas herramientas y el mismo concepto visual que luce hoy la tan comentada temporada con figuras populares.
De hecho, detrás de la idea de los creadores de este formato aparece como escenario ideal una presencia en pantalla alternada y en continuidad perfecta de las distintas versiones de MasterChef: la tradicional (con aspirantes a cocineros entre personas comunes y corrientes), la «junior» (con chicos y preadolescentes) y la de famosos.
La pandemia seguramente impide este plan ideal. Pero no impide dejar en el espectador una sensación muy precisa: el único registro cabal que se tiene hoy en la TV abierta de los tiempos previos a la pandemia aparece en MasterChef Celebrity. Ya hemos dicho en estas páginas que alcanza con el simple ejercicio de compararlo con el resto de la programación para marcar diferencias contundentes. El de Telefe es un programa que no sintió frente a la mirada del público las estrecheces y los ajustes sufridos por los canales en la emergencia sanitaria. Su puesta es impecable, casi lujosa para este tiempo y la producción se vio obligada para evitar comentarios incómodos a aclarar con una leyenda constante al pie de la pantalla que todos los alimentos no utilizados en el programa se destinan a entidades dedicadas a atender las necesidades alimentarias de personas con dificultades económicas y sociales.
Esta situación dejó a la vista el contraste rotundo con la peor temporada de los reality shows de Marcelo Tinelli. El «Cantando 2020» fue una solución de emergencia que quedaba a la vista todos los días en la competencia directa con el certamen culinario de Telefé. La ventaja que éste sacó en las planillas de rating se hizo cada vez más abismal, ni siquiera compensada con las ya clásicas discusiones en vivo de la «pista» de El Trece entre participantes y jurados.
Telefé concentró todos sus esfuerzos en alimentar a su jugador más fuerte. Trabajó muchísimo desde el vamos en los dos elementos esenciales para que un programa de este tipo pueda funcionar: el casting y la edición. En el primer caso le dio vuelo a los perfiles bien diferenciados de cada participante, azuzó esos matices en la puesta en marcha de la competencia misma y le dio también una identidad a cada uno de los jurados, personajes con características propias más allá de su función.
En este sentido, Germán Martitegui, Damián Betular y Donato de Santis funcionaron también como ejes del ciclo. No fueron un tándem, como ocurre en otros exitosos ejemplos internacionales del show (España es el más evidente) sino que integraron sus individualidades a las necesidades de cada momento. La presencia, primero planteada por una necesidad (la pausa para la recuperación de Martitegui, contagiado de Covid-19) y al final deliberada, de Dolli Irigoyen plantea claramente una pregunta hacia adelante: ¿por qué este programa no tiene una mujer como integrante permanente del jurado? Inexplicable.
No fue el aparente «villano» del trío de jurados el único directamente afectado por la pandemia. Hubo algunos participantes contagiados que forzaron la llegada de reemplazos momentáneos, más rendidores por cierto de los que tuvo el «Cantando» en circunstancias parecidas. Pero más allá de esta necesidad, el hecho mostró otra faceta del programa: la flexibilidad de las reglas.
El nuestro debe ser el MasterChef más laxo en materia de normas. El repechaje, por ejemplo, aparece mucho más generoso en comparación con otras experiencias del programa en el mundo. Y nunca faltaron las suspicacias (jamás probadas, hay que decirlo) sobre presuntas «ayudas» para algunos competidores. El apetito inagotable de las redes sociales hacia esos detalles también alentó la aparición constante de «fake news» en este terreno.
El otro condicionante es la llegada permanente de personas ajenas a la cocina. Aquí entra a jugar la siempre cuestionable lógica con la que se maneja la televisión argentina cuando un programa de este tipo funciona. Tiene que estar presente en todo momento y ocupar la mayor cantidad posible de minutos de aire en vez de organizarse a partir de pautas más razonables.
En España, por ejemplo, hay una sola y extensa emisión semanal de cada MasterChef. Aquí el programa funcionó con salidas diarias, agrandadas a la fuerza y sin necesidad por esos comentarios editados que cada participante hace a partir de lo que va ocurriendo, y también por visitas que sólo se justifican por una cuestión de estrategia promocional dispuesta por el canal. ¿Qué aportaron las presencias de Florencia Peña o Andy Kusnetzoff más allá de tratarse de figuras de Telefé? ¿Qué utilidad tuvo para la evolución de la competencia el simpático paso de Silvio Soldán y Natalia Oreiro? Algo apenas anecdótico.
Una emisión semanal, más compacta y sustanciosa, siempre resulta mucho más útil y eficaz para los efectos de la competencia que la emisión diaria. Pero las necesidades del momento se imponen y a Telefé le conviene mucho más en términos de números y estrategias apuntalar la totalidad de su programación con el impacto diario del programa, complementado con las «galas dominicales».
La definición tendrá mañana como protagonistas a la muy desenvuelta Analía Franchin y a la siempre bien ubicada Claudia Villafañe, a quien le tocó por esas cosas del destino sostener su participación en el programa en medio del duelo por la muerte de Diego Armando Maradona. El desenlace promete, para satisfacción de Telefe, números de audiencia inimaginables para este momento, que llegaron a superar hasta los 20 puntos.
Son cifras extraordinarias que están muy por encima de las que conformaban a Tinelli en los tiempos previos al Covid-19 cuando su competencia bailable trataba de sostenerse frente a la competencia. Ahora que las cartas están echadas y Telefe elabora su plan para 2021 con perspectivas muy parecidas a las actuales y un segundo MasterChef Celebrity a la vuelta de la esquina, no le queda a Tinelli y a El Trece por ahora más que acomodarse a circunstancias que por un buen tiempo se muestran ajenas a la normalidad. Tal como están las cosas, las tendencias de programación y el gusto del público, no les quede otra cosa que empezar a pensar en alguna variante de «Cocinando por un sueño».
Fuente: Marcelo Stiletano, La Nación