Quienes soñaban con un regreso al cine el mes próximo mejor harían en renovar el abono a su plataforma favorita. Pese a las múltiples versiones, y de fuentes autorizadas, que indicaban para dentro de diez días la luz verde, el nuevo DNU publicado ayer en el Boletín Oficial estableció la extensión habitual de la restricción. Ese decreto es de forma: es el mismo que se viene reiterando mes tras mes en lo que se refiere, en líneas generales, a las actividades de esparcimiento público, donde se señala que no podrán funcionar “cines, teatros y clubes”. Consultado Carlos Rottemberg sobre el tema, ya que los teatros fueron habilitados a funcionar con los protocolos sanitarios por todos conocidos, señaló a este diario: “No hay nada nuevo. Siempre fue así: prohibido pero permitido por jurisdicciones hasta el 50% del aforo”.
Eso en lo que se refiere al teatro. Porque la diferencia entre cines y teatros no hay que buscarla en las condiciones sanitarias, sino en la voluntad real de volver a ponerse en marcha. La habilitación de los cines no sobrevendrá por arte de magia: los empresarios teatrales siempre quisieron reabrir, pero los cinematográficos (y sobre todo las cadenas estadounidenses) no parecen compartir el mismo entusiasmo. “Si yo fuese cinematografista defendería abrirlos de cara al futuro”, agregó Rottemberg. “Los teatros abiertos son más perdidosos que cerrados. Eso lo dijimos siempre, pero es nuestra manera de mantener activa la rueda, pensando para adelante. Algunas personas, representantes de cines, nos pidieron a los de teatro que mantuviéramos diálogos por separado con el Gobierno y la autoridad sanitaria, porque entendían que se trataba de distintas ecuaciones económicas y estratégicas. Los de teatro entendimos desde siempre, casi como una posición de resistencia cultural, mantener abiertas las fuentes de trabajo para artistas, productores y técnicos”. El empresario teatral recordó que, cuatro años atrás, le escuchó a un importante empresario cinematográfico esta frase, que de inmediato llevó a su Twitter: “Los cines son muy buen negocio. Lástima que haya que pasar películas”.
Para decirlo de manera más clara: hace mucho que el cine, en su aspecto puramente comercial, es complemento del pochoclo, y no viceversa. El cine ha dejado de formar parte de la industria del entretenimiento para convertirse en un apéndice de la industria gastronómica. El negocio del candy bar, que las cadenas de cine incorporaron a sus “combos” de venta presencial o por internet, es la única fuente real de sus ingresos; la única de la que son dueños de manera integral; al cine, en cambio, lo deben compartir con el distribuidor, y es el cine el que soporta la mayor cantidad de gravámenes. En los Estados Unidos, existen empresarios cinematográficos que, como negocio secundario, tienen campos de cultivo de maíz pisingallo, con el que se elabora el pop corn. Al exhibidor, aproximadamente, le queda alrededor del 18% del valor de la entrada, contra el 100% de lo que paga el público por el pop corn, el nacho con cheddar y la gaseosa. Allí no tiene socios. A veces, hasta se retrasa la venta de la entrada en boletería para vender los pochoclos, aunque el espectador termine ingresando a la sala con la película ya empezada si no compró desde su casa el boleto. La venta por internet también viene complementada con el balde de pochoclo y el combo, cuyas variedades están más especificadas que el género de la película y su sinopsis.
Las perspectivas se tornan más oscuras si se le suman los siguientes factores: desde el comienzo de la cuarentena, en marzo de este año, los cines no pagan alquiler a los shopping. Volver a abrir, y pagar nuevamente pero con un aforo de 50%, con suerte, sería empresarialmente ruinoso en un contexto donde faltan películas atractivas, o estas son estrenadas en simultáneo en plataformas. Además, las casas matrices de las principales cadenas exhibidoras con filiales en nuestro país, enfrentan una crisis terminal y no giran dinero. Las sucursales internacionales, aquí y en el resto del mundo, deben arreglarse por sus propios medios. Localmente, se está intentando pedir un ATP en 2021.
En este panorama, cuando los protocolos de seguridad exigen, como en el teatro, que el espectador permanezca la totalidad de la función en su butaca con el barbijo puesto, es decir, sin comer ni beber nada, ¿se sostendrá el negocio del cine? Los autocines empezaron a funcionar (aunque estén lejos de ser exitosos) porque, dentro del auto, se puede comer la comida que allí venden. No es el caso cuando el uso del barbijo es compulsivo. ¿Existirá la posibilidad de un cine sin pochoclo, necesidad impuesta en nuestro país por las cadenas estadounidenses desde que se instalaron hace 30 años, a medida que cerraban los cines tradicionales? Si el espectador de teatro puede ver una obra entera sin llevarse nada a la boca, quizás el de cine también logre hacerlo. Pero la ecuación es inversa: así como Daniel Barenboim se quejaba del público que tosía en un concierto, los dueños de los cines no soportan que el público no coma.
Fuente: Ámbito