Literatura e historia. Cómo contar la vida de personajes infames

En la última década, diversas novelas tomaron como protagonistas a figuras concretas del nazismo, entre ellas a Heydrich o Mengele; hoy El desafortunado, de Ariel Magnus, se ocupa de Eichmann en la Argentina

¿Cómo contar la infamia que encarnan personajes tan históricamente verídicos como repudiados? El nazismo es un caso límite de ese dilema. En la segunda mitad del siglo XX, una manera de adentrarse en esa «representación prohibida» (el término es de Jean-Luc Nancy) fue el atajo tomado por El padre del asesino. Alfred Andersch (1914-1980), el autor de esa formidable nouvelle, había estudiado durante su infancia en el colegio dirigido por un tal Joseph Himmler, padre del futuro arquitecto de la infame Endlösung, «la solución final». A Andersch solo le bastó aludir de costado a Heinrich Himmler (el «asesino» del título) para proyectar una fuente de la monstruosidad: en la óptica de Kien, el chico protagonista, el director de la escuela era un conservador católico y autoritario; sin embargo, he ahí lo inesperado, «ni siquiera es antisemita».

Fuera de los libros y las biografías históricas, la aparición de personajes tan abrasivos como los criminales de guerra nazis con nombre y apellido (Reinhard Heydrich, Josef Mengele, Adolf Eichmann) solían quedar restringida a la segunda línea de los best sellers industriales, ese subgénero donde la chatura era condición sine qua non para que sus delitos fueran tomados como efectos de simples genios del mal. Nada tan cómodo como explicar a Hitler y similares como demonios, y no algo más complejo.

En los últimos años, la abyección de aquella época parece poder abordarse con nuevos enfoques. No faltan las crónicas donde se pone en perspectiva la mirada de los descendientes de los Mitläufer, la masa cómplice que seguía la corriente nazi con supuesta indiferencia. Un ejemplo reciente es Los amnésicos. Historia de una familia europea, en que la francoalemana Géraldine Schwarz (1974) disecciona la vida cotidiana en tiempos de la Segunda Guerra Mundial para descubrir cómo su abuelo, valiéndose de las leyes nazis, compró por nada una empresa a una familia judía que terminaría asesinada en Auschwitz. El libro, extenso y ramificado, parte de ese dato fáctico para indagar en la culpa colectiva y extender sus tentáculos a la Europa actual. La distancia en el tiempo, la desaparición de los implicados así como la de los últimos supervivientes, permite a las nuevas generaciones una vergüenza escrita que hasta hace poco resultaba difícil de objetivar.

La novela depende, sin embargo, de otros presupuestos. ¿Para qué leer en clave de ficción lo que, de manera documental, figura con mayor precisión en estudios más académicos? En HHhH, hace una década Laurent Binet (1972) se centró en Heydrich, el jefe de la Gestapo, «el carnicero de Praga», una de las figuras más emblemáticas del nazismo. Muy francesa en su reconstrucción -el autor intercala comentarios sobre su investigación-, la obra tiene una ventaja psicológica para el lector, conozca o no de antemano la resolución: Heydrich fue asesinado en 1942 por la resistencia checoslovaca en un atentado de ejecución perfecta. Su brutalidad fue vengada en la realidad antes que en el libro.

En 2017, en La desaparición de Josef Mengele, el también francés Olivier Guez (1974) se ocupó del médico que utilizó a prisioneros como cobayas humanas. Su novela, minuciosamente documentada, resuelve con pulso firme una ecuación difícil. Mengele se sale con la suya y nunca es atrapado, aunque entre la Argentina, Paraguay y su muerte en una playa brasileña cumple un ciclo de perfecta degradación novelesca.

El ejemplo más reciente de esta clase de abordajes se debe a un argentino. El asunto de El desafortunado, de Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975), es doblemente álgido: Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables del Holocausto, refugiado desde 1950 de manera secreta (o no tanto) en la Argentina.

Magnus también se documentó de manera masiva, sobre todo apelando a la exhaustiva e ineludible biografía que Bettina Stangneth le dedicó al criminal nazi. La ventana temporal de El desafortunado, sin embargo, es estrecha. Queda deliberadamente acotada, más allá de los reenvíos al pasado, a la década que Eichmann pasó en este país. El efecto es progresivamente claustrofóbico. Ricardo Klement -la novela solo utiliza el nombre falso que adoptó- es un hombre que vive para escamotearse sabiendo cómo más pronto o más tarde va a terminar la historia. No escapa de sus recuerdos, sino del presente, y la novela sigue de cerca su punto de vista. El comienzo de la historia coincide con el velorio de Evita, cuando Klement baja de Tucumán, donde está trabajando, para buscar a su mujer e hijos a los que no ve desde hace siete años. Y finaliza con la captura de la Operación Garibaldi, en San Fernando, y los prolegómenos para trasladarlo en secreto a Israel.

El ascetismo documental -que incluye encuentros con el doctor Gregor (Mengele) y el periodista Willem Sassen, que lo incitará a grabar sus memorias- parece replicar la frialdad de Eichmann y tiene fuertes contrapuntos en el clima político de los años cincuenta. Frente a la sonrisa de Perón, Klement reflexiona que «si había mantenido una amistosa neutralidad durante la guerra había sido solo porque guardaba esperanzas de que un triunfo del eje a la cabeza del continente americano [?]. Para él, todo era coyuntura, máximo poder actual».

La novela, rigurosa en su método, tiene un apéndice que aporta una nota personal fuera de programa. El propio autor visita algunos de los lugares de zona norte por los que pasó Eichmann y termina recalando en la casa donde vivió Sassen. La supuesta conversación con la actual dueña del lugar le permite reflexiones fundamentales sobre el arte de narrar. Los libros de los captores de Eichmann -la propietaria leyó «como una novela» uno de esos testimonios- resultan, según se desprende de algunos ejemplos, tan o menos confiables que una narración literaria como El desafortunado. Más allá del razonable desprecio del padre del escritor, que le dijo que «esa lacra humana no merecía que nadie se ocupara de ella, mucho menos el nieto de una sobreviviente de sus crímenes», la pregunta surge sola en el libro: ¿quién o qué fue Eichmann? ¿Era un simple burócrata o el mal personificado? Magnus le confiesa a su interlocutora su sentimiento de culpa por no haberlo descrito «como el monstruo que pintó el fiscal durante el juicio, ni tampoco como el imbécil que popularizó Hannah Arendt» con su famoso concepto de la banalidad del mal. Encuentra sin embargo una serie de definiciones tentativas. Eichmann habría sido, entre otras cosas, «un mediocre que llegó lejos»; «un acomplejado con sed de venganza»; «un antisemita de manual, sin instrucciones»; «un fanático vencido por el egoísmo», «un valiente de la cobardía», «un pobre tipo rico en malevolencia». El desafortunado, como prueba esa enumeración, descarta la variante unidimensional, entiende que la vileza tiene muchas y diversas capas, incluso el misterio de la incomprensión. Es solo una de sus agudezas.

LOS AMNÉSICOS

Géraldine Schwarz

Tusquets

Trad.: N. V. Barri

396 páginas

$ 1030

EL DESAFORTUNADO

Ariel Magnus

Seix Barral

268 páginas$ 990

Fuente: Pedro B. Rey, La Nación