Dejó señales estimulantes como para animarse a la aventura contrafáctica de imaginar su participación en diversas causas de la actualidad. Distopía de un feminista que levantaría en alzas a Greta Thunberg.
Dentro de la vasta, ecléctica, inabarcable bibliografía que gravita alrededor del planeta Beatles -a esta altura, una galaxia literaria propia-, hay un libro que se destaca por sobre el resto. En The Complete Fab Trilogy What If John Lennon Had Lived? («La Fabulosa Trilogía completa, ¿Qué pasaría si John Lennon estuviese vivo?»), Mark Gillespie imagina tres escenarios ficcionales: en uno, Lennon se convierte en un político conservador que llega, incluso, a ocupar la Casa Blanca. En el segundo, el músico lleva siete años desaparecido y nadie sabe dónde está. Un agente del FBI se obsesiona con él y lo persigue por Europa. En el tercero, Lennon despierta en el año 2146 en una Nueva York postapocalíptica, pero como es posible viajar en el tiempo -y el Beatle lo ha hecho- un sicario es enviado a 1960 con la misión de asesinarlo en Liverpool, antes de que todo comience.
Lúdico, hipotético, oblicuamente nostálgico, el acto de arrojarse y chapotear en las aguas de la especulación acerca de qué hubiera sido de la vida de Lennon de no haberse cruzado con Mark Chapman en la puerta del Dakota es un ejercicio tan bizantino como irresistible, una práctica que ningún fan de la música o de la banda seguramente se privó de hacer, ya sea por unos instantes o para pergeñar alguna ucronía placentera. Siendo que se trata de un personaje tan inmenso, tan aclamado y tan universal, las fantasías al respecto podrían ser infinitas, acaso tan inabarcables como el cosmos.
Pero si nos alejamos un poco del terreno burdamente adivinatorio, es decir, si nos libramos de los controles inhibitorios de lo real pero conservamos algún tipo de lógica conjetural, es posible montarse sobre las huellas que dejó el Beatle en vida para trazar una posible peripecia posterior, un porvenir que no existió, pero que tampoco resulta descabellado pensar. El incombustible imaginario lennoniano, un tablero de luces brillantes que parpadea desde hace más de medio siglo, dejó señales lo suficientemente estimulantes como para animarse a la aventura contrafáctica.
Siendo que Lennon fue un sujeto político, tal vez el más conspicuo de la cultura-rock que se autopercibió de ese modo, siendo que fue un ardiente militante por la paz, por las libertades individuales y por los derechos de algunas minorías, es lícito pensar que, de haber vivido, hubiera abrazado causas ligadas a, por citar ejemplos al azar, la agenda verde, el cuidado del medio ambiente y el calentamiento global (de hecho ya había dado algunos pasos en esa dirección). También es lícito pensar que, a diferencia de Bono, su carácter mercurial lo habría hecho cansarse de ser señalado como un agitador de esas u otras banderas, lo que le hubiera asegurado un nivel de exposición que siempre le generó contradicciones y, muchas veces, hartazgo.
«John sería fan de Lady Gaga y adoraría internet y Twitter», le dijo Yoko Ono al diario Daily Mail en 2010. En aquel artículo, Ono subrayó la voraz curiosidad intelectual del músico y su inclaudicable pasión por conocer y absorber los nuevos fenómenos culturales. Si, para Ono, Lennon se habría rendido a los pies de Gaga por «su audacia y personalidad para empujar los límites» de la realidad, ¿cómo no suponer que lo mismo le hubiese sucedido con Madonna unos años antes o con Greta Thunberg un tiempo después?
Siguiendo esa línea de razonamiento, ¿habría compartido escenarios con otros artistas, habría paseado su leyenda como invitado-homenajeado de grandes bandas jóvenes? ¿Habría vampirizado talentos nuevos, apadrinando pero a la vez polinizando sonidos emergentes? Sobre la primera pregunta nos permitimos la duda. Es cierto, su última aparición en un estadio fue cuando cantó con Elton John en el Madison Square Garden de Nueva York, en 1974. Interpretaron juntos tres canciones, cerrando con «I Saw Her Standing There», un tema de McCartney que Lennon tocó por primera y única vez. Descollante figura de aquel tiempo, el autor de «Rocketman» había sido compinche de tropelías de Lennon durante el trepidante «fin de semana perdido» del año anterior. Como aquella aparición en el Garden fue producto de una deuda por una apuesta perdida con el mismo Elton, y como además Lennon venía mostrando una persistente fobia al vivo, es difícil predecir cómo hubiese sido el vínculo entre el Beatle y los escenarios. Superada esa aprensión repentina y suponemos momentánea a los estadios, ¿podríamos pensar en un Lennon de más de 50 años que, en los 90, tocase de invitado de Oasis o de Blur o que, incluso, se hubiese interesado en bandas indies de esa década como Yo la tengo o los Pixies? Tan encantador como estéril, el juego nos conduce a la pregunta del millón: ¿se habrían juntado los Beatles, se habría reunido al menos con Paul? Si el fin del siglo XX y la posmodernidad determinaron un cambio de paradigma que se tradujo en cierto relativismo cultural, pasado el tiempo, con el rock de estadios convertido en una fabulosa maquinaria de entretenimiento y con la enorme mayoría de las grandes bandas separadas «sanando» sus heridas y juntándose, ¿no es válido pensar que el sueño podía reanudarse muy de tanto en tanto, a la manera de los Stones o Zeppelin?
Toda esta pirueta imaginaria también nos traslada a otros escenarios, ya no para interrogarnos sobre el modo en que Lennon se hubiese adoptado al mundo contemporáneo, sino para interpelar su lírica, poniéndola en estado de pregunta, trayéndola al hoy y colocándola en perspectiva. ¿Cómo envejeció la obra más política de Lennon? ¿Qué pasó con la el paraíso onírico de Imagine? Cíclicamente revitalizado en todo el planeta, el tema coronó, a la vez, tanto una época específica de Occidente como los sueños treintañeros de su autor. Ese alegato pacifista que anhela un universo sin fronteras ni posesiones, sin religiones ni codicia, esa tierra prometida hecha canción nunca abandonó su condición de himno universal de la utopía, pero, medio siglo después, sus deseos pertenecen, definitivamente, al mundo de las quimeras.
Su último disco, Double Fantasy (1980), también nos da algunas pistas posibles. En primer lugar, fue un trabajo que compuso en partes iguales con Ono: cada uno es autor de siete temas. Criticada en su momento, la grabación incluye algunas gemas lennonianas, como es el caso de «Woman», declaración de principios sobre lo que el Beatle pensaba, a los 40, de las mujeres en general y de Ono en particular. «‘Woman’ surgió porque, una tarde soleada en Bermuda, de repente me di cuenta de lo que las mujeres hacen por nosotros», le dijo el músico a la revista Rolling Stone en uno de los últimos reportajes que dio. «No solo lo que Yoko hace por mí aunque estaba pensando en esos términos personales… Pienso -agregó- que de eso se trata el feminismo. Eso es lo que me enseñó Yoko. No podría haberlo hecho solo. Tenía que ser una mujer la que me enseñara. Así es. Yoko me dice todo el tiempo, ‘está todo bien, está todo bien’. Miro las fotografías de mi vida juvenil y estaba jalonado entre ser Marlon Brando y un poeta sensible, mi parte Oscar Wilde con el terciopelo, mi parte femenina. Siempre estuve tironeado por las dos partes, generalmente eligiendo el lado machista, porque si mostrabas el otro lado, estabas muerto».
Unos años antes, Lennon ya había abordado la cuestión feminista en Some Time in New York City (1972), disco perteneciente a su período políticamente más radical, cuando estrechó vínculos con activistas de izquierda como Abbie Hoffman (el ensortijado personaje del reciente éxito de Netflix El juicio de los Siete de Chicago) o Dick Gregory, comediante negro y líder antibélico. El álbum incluye el tema «Woman is the Nigger of the World», un alegato antimisoginia que, por la aparición del término nigger («negro») en el título, algunas estaciones de radio se abstuvieron de pasar. La letra incluye una cita del revolucionario irlandés James Connolly: «la mujer trabajadora es la esclava del esclavo». En ese entonces Lennon estaba muy interesado en la cuestión norirlandesa, al punto de componer dos canciones sobre esa temática, «The Luck of the Irish» y «Sunday Bloody Sunday», tema que, al igual que el posterior de U2, aborda y denuncia la masacre perpetrada por el ejército británico sobre los manifestantes locales en Derry, Irlanda del Norte, represión dominical que concluyó con 13 civiles muertos.
Si bien con los años el artista atemperó la intensidad de sus «militancias» -como muchas estrellas, Lennon fue y vino de diversos «ismos»-, a la distancia es difícil no pensar en un Lennon actual comprometido con el Me Too o el Black Live Matters. O, de igual modo, un Lennon ilusionado y decepcionado por igual con las experiencias políticas de Tony Blair en Inglaterra a mediados de los 90 y de Barack Obama en Estados Unidos en la década pasada. Es más, es probable que Obama no se hubiera privado de rendirle un homenaje y entregarle la Medalla de la Libertad, como lo hizo con Bruce Springsteen o con Roberto De Niro, pero Lennon tampoco se hubiera privado de criticarlo por la invasión a Libia o por su oscilante política migratoria.
Para el final de este devaneo lúdico, que de tan libre parece irresponsable, nos reservamos una reflexión final sobre su arte. Aquella fría noche de diciembre los disparos de Mark David Chapman no solo terminaron con la vida de un hombre colosal sino que neutralizaron para siempre a un fabricante de enormes catedrales de canciones. Como todo inventor, es decir, como todo artista que es, a la vez, benefactor y esclavo de su genio, es imposible no pensar que la pulsión por crear hubiera llevado a Lennon a seguir componiendo de manera sistemática, incluso torrencial. Tal vez -solo tal vez-, no hubiera alcanzado las cimas musicales a las que ya se había trepado pero, seguramente, solo o con sus hijos, con nuevos socios o con viejos compañeros de ruta, nos hubiera conmovido con un buen puñado de creaciones llenas de futuro y de amor, esas a las que llegaba a través de su wifi celestial, tan mágicas e inolvidables como su vida.
Fuente: Pablo Perantuono, La Nación