Existen en el periodismo diversos tipos de primicias. Están aquellas que anticipan la noticia urgente; las que ventilan a la luz, gracias al virtuoso oficio del investigador, asuntos relevantes que se mantenían ocultos al ojo público, y las que revelan por vez primera una expresión cultural que desde el instante mismo de su publicación se incorporará al acervo intangible de una sociedad.
A las primeras, además de la pericia periodística, suele acompañarlas una dosis no desdeñable de azar. Para que las últimas sean posible, en cambio, debe intervenir un elemento diferente, aquel que un medio adquiere con el tiempo y la consistencia de sus virtudes editoriales: el prestigio. Solo él lleva a un intelectual o a un artista a hacer de un medio el digno depositario de su obra y sus ideas.
«Silvano Acosta», el texto inédito de Borges
«SILVANO ACOSTA»
Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública. Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte.
Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.
Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común. Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado -peón de albañil o cuarteador- pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros. Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros. Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.Ads by
Yo nací treinta años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985.
Por: Jorge Luis Borges
Fuente: La Nación.