Por las mañanas, en los pueblos chicos de la pampa el primer olor, el aroma primigenio, es el pan recién horneado. Y las gotas de rocío sobre el pasto mojado. Al final de la tarde, en cambio, asoma la opacidad de las sombras misteriosas de los árboles y el sol que, fugaz, se escabulle entre sus hojas. Las calles se mueren en el campo de maizales, alambrados y soja. Se vuelven tierra y asfalto y se encienden de rojo, rosa y amarillo en el crepúsculo. En sus caminos apenas circulan algún que otro auto, sulky, carretones y motos. Y por las noches, los perros ladran a la luna y a los fantasmas, que como se dice, siempre están.
Como tirados a la buena de Dios en la llanura silenciosa, los llamadospueblos turísticos de la provincia de Buenos Aires son 31 y cuentan con menos de 2000 habitantes. Otros crecieron, pero igual merecen una visita. Elegimos algunos de estos rincones con atractivos únicos ligados a una comida, una bebida artesanal, una bella costanera sobre el río marrón o una historia digna de contarse para una escapada.
En estos pueblos los paisajes nos resultan familiares: en el cotilleo de las vecinas o en sus almacenes de campo, bares de mesas de parroquianos que juegan al truco con ojos chispeantes de alcohol. Los gallos cantan y las gallinas cloquean de madrugada, los caballos flacos relinchan y espantan las moscas con su cola. Y aún resiste la casa abandonada en la que por las tardes, cuando todos duermen las siestas de sol, se puede curiosear. Allí también, el saludo con la cabeza inclinada y al pasar es moneda corriente, unas setenta veces por día, aproximadamente el número de posibilidades que existe de cruzarse con las mismas personas en el mismo puñado de manzanas.
En el otoño ya avanzado las veredas prolijas y no tanto de estos parajes con aroma a leña lucen su tapizado de hojas desgreñadas color marrón, y en la primavera las flores y las santa ritas trepan rejas y murallas de las casas bajas. O las rosas rojas, blancas y amarillas en los jardines frontales.
Pero el tesoro oculto lo guardan sus historias mínimas, esas que unen las vidas de los personajes de los caseríos de Buenos Aires, esos que, podrán visitarse a partir del 1° de diciembre.
Otra vez la posibilidad de tener, al menos por un día, o un fin de semana, esa mínima sensación de sosiego y aventura que implica un viaje, por más breve y cercano que sea. Eso sí, si llueve, imposible deambular displicentemente sin rumbo ni tiempo en busca de ese pastelito, esa torta frita, la cerveza artesanal o ese salame quintero de abuelo inmigrante; todo se convierte en un gran charco de agua y barro.
Una vez, el escritor Ricardo Güiraldes, que se reconocía como «discípulo literario del gaucho», preso de nostalgia luego de una larga permanencia en la capital francesa, escribió: «Ha sido en París donde comprendí una noche en que vi solito mi alma que uno deber ser un árbol de la tierra en que nació: espinillo arisco o tala pobre. (.)Me sentí huérfano, guacho y ajeno a mi voz, a mi sombra y a mi raza. Lié mis petates, y ¡hasta la vuelta!, le dije, che. Cuando me bajé del barco tomé un pingo y le entré, como cuando era cachorro, hasta el corazón de la pampa».
San Antonio de Areco, donde la tradición es ley
En los pagos de San Antonio de Areco, a 110 km de Buenos Aires por la RN 8, la tradición es ley y se percibe en su estilo de vida. Todavía se ven carruajes por las calles adoquinadas, las fachadas de las casonas lucen su estilo colonial, la platería tiene su circuito con orfebres de estirpe y se mantiene indeleble la marca que dejó Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra, que vivió y escribió en la estancia La Porteña, uno de los campos históricos del lugar. No por nada es uno de los pueblos más antiguos de la Argentina, fundado en 1730 y que fue posta en el Camino Real.
Una visita a Areco debe incluir el Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes, 99 hectáreas que comprenden la antigua pulpería La Blanqueada, el Parque Criollo y la casa del museo y que esperan reabrir las puertas ni bien se autorice la circulación de turistas. También el Puente Viejo, la plaza principal, la costa ribereña con sus parrillas al aire libre, la parroquia San Antonio, el Centro Cultural y Museo Usina Vieja, el museo Las Lilas, donde se destacan obras de Florencio Molina Campos y alguno de los talleres de artesanos.
La oferta gastronómica es amplia, incluidas pulperías bellísimas y antiguas, claro, como Balthazar (ex Esquina de Merti), Lo de Có, El Batará, y la Pulpería lo de Tito.
En el llamado Circuito del Empedrado se mezclan bares citadinos con boliches del pueblo: de tiempos remotos subsisten lugares para tomar algo y visitar como el Boliche de Bessonart, con más de 150 años de historia y su famosa picada y empanadas fritas. Para llevarse de regreso, los alfajores de La Olla de Cobre.
Carlos Keen, polo gastronómico
No lo digan con í, porque en Carlos Keen, a 15 km de Luján por el Acceso Oeste, se ofenden: aquí se dice Keen, con e. Un pueblo con la parsimonia de sus 700 habitantes, pero que se transformaba, los fines de semana cuando llegaban cientos de viajeros, que esperan recuperar pronto. Un lugar que permanece detenido en el tiempo, conserva el encanto de antaño, donde se destaca la Iglesia de San Carlos Borromeo, con su fachada de ladrillo a la vista de estilo neorromántico, la vieja estación de tren devenida en centro cultural y casas centenarias de ladrillo y adobe, pero que se convirtió enun boom gastronómico.
Se destacan sus 25 restaurantes entre parrillas donde sirven almuerzo de picada y asado completo y las exquisitas casas de té. Aquí todo es más lento y amable: hay que armarse de paciencia, y sólo con esa espera forzosa la mente cambia el chip y empieza a relajarse.
Uribelarrea, con el recuerdo de Juan Moreira
El pueblo de las diagonales dibujadas por Pedro Benoit (el mismo arquitecto de La Plata), unos pocos kilómetros antes de Cañuelas por la RN 205, es famoso por sus picadas y fiambres con cerveza artesanal, pero también por su inquebrantable tranquilidad y porque allí, entre sus casas centenarias, se filmaron escenas de Juan Moreira (los vecinos de siempre todavía recuerdan el saludo de Bebán) y también de Evita, de Alan Parker. Fue un importante centro lechero, hasta que los tambos cerraron y el pueblo se volcó a la actividad turística.
No habrá que perderse una vuelta por el El Palenque, antigua pulpería que se mantiene desde 1890, el tambo caprino Valle de Goñi con salón de té; una visita a Macedonio, los chacinados del almacén/restorán Pueblo Escondido, los quesos y el dulce de leche de la histórica Escuela Don Bosco, los alfajores de La Pulpería de Uribe o la cerveza y las picadas de La Uribeña.
Tomás Jofré, con sabor a campo
El pueblo de Tomás Jofré (partido de Mercedes, a una hora de Buenos Aires) es reconocido por sus famosos restaurantes y almacenes de campo, que se descubren entre sus construcciones tradicionales que mantienen la arquitectura original. Se ofrecen pastas caseras en fuente de barro ovaladas, gratinadas al horno, asados criollos y tablas de quesos y fiambres como el famoso salame quintero mercedino.
Uno de esos sitios imperdibles es Don Silvano, un salón comedor enorme con mesas cubiertas de manteles de algodón y servilletas de papel, sobre piso de madera, junto a un almacén que Juan Domingo Pedro Silvano, inauguró en 1924. Una placa en la entrada del pueblo lo recuerda. La especialidad son los raviolones de verdura con estofado de pollo, receta original de su esposa Enriqueta quien cocinó de 1931 a 1963. Ellos fueron los responsables del primer comedor del pueblo.
Azcuénaga, donde se lucen casonas centenarias
Antes de la pandemia, todos los fines de semana la parsimonia de un pueblo de tres por seis manzanas con veredas de pasto a casi 100 kilómetros de Buenos Aires por la RN 8, se veía interrumpida por cientos de turistas que llegaban de Buenos Aires y de San Andrés de Giles, entre otros lugares. Asados y pastas eran el almuerzo obligado en La Porteña o El Almacén CT, entre otros lugares.
El poblado, con apenas trescientos habitantes y calles que mueren en el campo, conserva viejas casonas centenarias con los herrajes de antaño donde se filmaron la película El Hijo de Dios y la novela La extraña dama. La pintoresca estación de dos pisos ostenta su abandono luego de que el silbato del último tren de pasajeros pitara por última vez en 1978. A pocos metros se ve un mural de adobe, obra de Carlos Moreyra y Cristina Terzaghi y un molino que parece tomado de El Quijote.
San Pedro: historia y ensaimadas
A 157 km de Buenos Aires por la RN 9, San Pedro conserva el hechizo de los pueblos chicos con las sagradas siestas, su plaza Constitución tapizada de flores amarillas de primavera y las calles adoquinadas. El importante puerto con salida al río Paraná y las barrancas y el paseo de la Costanera ofrecen la vista a las aguas de la laguna de San Pedro y el canal Don Pablo, sólo interrumpidas por sus misteriosas islas.
El casco histórico es ideal para recorrerse a pie saboreando una ensaimada, tradicional factura de origen mallorquí. Los bellos frentes y parte de los interiores de la llamada Casa Más Antigua, el Palacio Municipal, el Castillo Francés, la Sociedad Rural, la Biblioteca Popular Rafael Obligado, la escuela Número 1 y la Iglesia Mayor defienden el esplendor de antaño. A 21 km se puede visitar el Sitio Histórico y Reserva Provincial Vuelta de Obligado.
Villa Ruiz, la tranquilidad del campo
En el partido de San Andrés de Giles, a menos de 100 km al oeste de Buenos Aires por la RN 7, Villa Ruiz tiene mucho para contar, de esas historias antiguas, que se repiten una y otra vez. Viven aproximadamente 800 habitantes distribuidos en pocas manzanas. El tren ya no pasa y la vieja estación se convirtió en museo.
El recorrido por el pueblo puede hacerse antes o después de comer en varios sitios dedicados a la gastronomía campera como la Posta de El Camino Real, El Rincón, El boliche de Gaby, Los Árboles y la panadería La Emilia, de 1914, entre otros. La tranquilidad, el sonido de los pájaros, los asados de tiempos lentos a la sombra de los árboles seguirán atesorándose como valores incalculables de estos parajes olvidados, donde el campo y la vida gauchesca siguen tan presente como siempre.
Tapalqué, el pueblo de las tortitas negras
A a 280 km de Buenos Aires sobre la ruta provincial 51, este pueblo ofrece rincones desconocidos para el viajero ávido de alejarse del turismo masivo.
El poblado cuadriculado de casas bajas, delineado con los trazos verdes de la Costanera, tiene cinco kilómetros de bicisendas arboladas y un Balneario Municipal. Y sus caminos de tierra aledaños conducen a bellos parajes como Crotto o Campodónico, con la pulpería San Gervasio de 1850.
Por todo esto, llegar hasta Tapalqué vale el esfuerzo de manejar, para amanecer con el sonido de los pájaros y el olor de las tortitas negras, especialmente, las de Paulina, que aquí tienen una larga tradición. Se elaboran en tamaño gigante, como una pizza y son la especialidad del pueblo, que hasta le dedican una fiesta.
Navarro, campo y deportes náuticos
Ubicada a 125 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, la historia de la localidad de Navarro, tradicionalmente relacionada con los tambos, se remonta a fines del siglo XVI, con la entrada del conquistador Miguel Navarro, uno de los hombres de confianza de Juan de Garay.
Por los bulevares se llega al fortín, réplica exacta de aquel primitivo puesto defensivo, y también a la estación de tren que aún conserva su pintoresca construcción donde se puede visitar el museo ferroviario. En el museo histórico, frente a la plaza, se exhiben gran variedad de artículos que recuerdan costumbres de épocas pasadas.
La gran laguna es el sitio más visitado, rodeada de una frondosa arboleda, mesas, bancos y fogones, y hasta con la posibilidad de alquilar botes y canoas. Se puede practicar deportes náuticos, pescar y, por supuesto, al calor del sol, vale la pena una zambullida.
Pipinas, escala camino a la costa
Pipinas era un pueblo próspero que vivía del trabajo que brindaba una fábrica cementera, hasta que cerró y obligó a cambiar el rumbo con dirección al turismo. A 160 kilómetros de Buenos Aires, sobre la ruta 36, justo en la punta norte de la Bahía Samborombóm, las calles del pequeño pueblo están inundadas de tranquilidad y paz. Se pueden visitar sus edificios históricos, la vieja estación del ferrocarril, sus almacenes tradicionales y los comercios de artesanos locales.
El viejo hotel cuenta con restaurant de pastas, recetas camperas y pastelitos para la tarde.
A 25 km de Pipinas está la Reserva Parque Costero del Sur, sobre la ruta 11, y a 40 km, la posibilidad de visitar Punta Indio, para hacer caminatas sobre la playa o practicar actividades náuticas como surf, pesca y navegación.
Lobos, una laguna y un pequeño paraje
Sobre la costanera que serpentea la orilla de la laguna de Lobos descansan los biguás, nadan patos y gallaretas, vuelan las tijeretas y crecen los eucaliptos, a 12 km del pueblo homónimo sobre la ruta 205. Allí también, en el pequeño paraje de Villa Loguercio donde viven poco más de 60 personas, se pueden conseguir pastas caseras y minutas y carnada para la pesca. Lobos, a una decena de kilómetros, posee un casco histórico digno de visitar: allí se encuentra la Plaza 1810, la iglesia, el Club Social y la cruz jesuita de la misión que arribó en 1872.
También se pueden rastrear las placas conmemorativas de los sitios de interés tales como la ex pulpería La Estrella, donde trascurrió parte de la vida del gaucho Juan Moreira. Imperdible el antiguo castillo de la estancia La Candelaria, convertido en hotel de campo de lujo, con un parque de 250 especies de árboles diseñado por Carlos Thays.
Vagues cuenta la historia del ferrocarril
A 137 km de Buenos Aires y muy cerca de San Antonio de Areco, este pueblo es elegido por los arequeros para caminatas, bicicleteadas y cabalgatas, por su inquebrantable tranquilidad. En 1730 se afincaron en un paraje cercano a San Antonio de Areco varias familias, entre ellas la de José Bagues, pionero del pueblo.
Uno de los principales atractivos es la antigua estación de Vagues construida en 1894 y reconvertida en un Centro de Interpretación Ferroviaria, que cuenta la historia del ferrocarril en la Argentina desde sus comienzos. Es un pueblo de cuatro cuadras y noventa habitantes donde los ruidos principales son el del canto del gallo, los relinchos de los caballos y la algarabía de los chicos.
El pueblo cuenta con una posta para comer picadas, parrilla y alojarse con todas las comodidades.
Roque Pérez y sus viejas pulperías
En Roque Pérez, (a 135 km de Buenos Aires por la Autopista Ezeiza-Cañuelas y luego la ruta 5), y en sus parajes aledaños, un puñado de pulperías rurales resisten el paso del tiempo y cuentan sus historias.
Los almacenes son un destino en sí mismo y tienen hasta su noche en enero que los revive como antaño, llenos de recovecos de polvo y leyendas. Con un halo de misterio y otro de invento que se intuye en las voces de los pulperos mientras sirven las delicias de los campos de la zona. Habrá que probar salames de cerdo, quesos, pastas caseras y asados de antología.
Además el pueblo cuenta con espacios recuperados como el Cine Club Colón de 1933, el Rancho Casa natal de Juan Domingo Perón, un museo que cuenta sobre la infancia del general y, para conectarse con la naturaleza, el refugio de flora y fauna silvestre Laguna de Ratto.
Fuente: Silvina Beccar Varela, La Nación.