Mario Puzo tenía 46 años, cinco hijos, un trabajo mal pago y deudas por miles de dólares. Había publicado dos novelas que habían sido bien recibidas por la crítica e ignoradas por el público. Se ganaba la vida escribiendo relatos de aventuras en revistas para hombres, muchos de los cuales firmaba -por pudor- con seudónimo. Le gustaba apostar y como todo jugador solía perder; los prestamistas lo perseguían.
Luego de publicar su segunda novela, reseñada elogiosamente en The New York Times, le presentó con entusiasmo a su editor el proyecto de su siguiente novela. El editor le denegó un posible adelanto. Había perdido las esperanzas de que su autor pudiera vender los ejemplares suficientes para al menos salvar los gastos. Pero ese editor le dio a Mario Puzo un consejo que iba a cambiar su vida para siempre. Le dijo que en su siguiente libro continuara contando el mundo de los ítaloamericanos de las décadas del cuarenta y del cincuenta pero que les agregara historias de mafiosos. Eso, remarcó, era lo que el público quería.
Puzo salió de la oficina llevando las hojas mecanografiadas de los primeros capítulos de su nueva novela e insultando al editor. Probó con varias editoriales más pero en todas lo rechazaron. Por las mañanas escribía para revistas, por las tardes se dedicaba a sus hijos y a diferentes tareas hogareñas y por la noche apostaba. La combinación entre intentar vivir de la literatura y la ludopatía sólo puede conducir al desastre, a la bancarrota. Hasta que un día agobiado por las deudas de juego, puso en marcha su novela de mafiosos.
El libro originalmente iba a llamarse “La Mafia”
Se terminó de convencer cuando recordó un diálogo que había tenido unos años atrás con Lenny Bruce. El mítico cómico de stand up le había dicho: «Basta de pavadas. Es hora de madurar y de agotar ediciones». Con 150 páginas escritas salió otra vez a recorrer editoriales. Luego de varios rechazos consiguió que Putnam le ofreciera 5.000 dólares de anticipo, una cifra exigua, pero su necesidad hizo que la aceptara sin siquiera negociar.
Cobró un tercio de ese dinero pero no se puso a escribir. No deseaba escribir ese libro, ni siquiera pensaba en él. Con esfuerzo logró un avance y mostró unas pocas decenas de páginas más y volvió a recibir un cheque con el importe por el segundo tercio. Sólo la necesidad de cobrar el resto hizo que finalizara su libro que hasta entonces se llamaba La Mafia. Lo dejó en las oficinas de la casa editora, cobró el cheque y se fue con su familia a Europa. Antes hizo un pedido: que no le mostraran el libro a nadie, porque si bien argumentalmente estaba terminado, todavía quería corregirlo más, había muchas partes que no lo convencían.
En Europa los Puzo gastaron todos sus ahorros y varios anticipos que consiguieron extraer de American Express. En el Casino de Montecarlo mostraron la unión familiar. Todos los miembros mayores de edad de la familia perdieron cada ficha que llevaban. El mismo día que arribó a Estados Unidos fue a la editorial a intentar sonsacarles unos dólares más. Algo había cambiado. En vez de esperar un largo tiempo en los sillones de la recepción mientras hojeaba revistas con dos o tres semanas de antigüedad, la secretaria lo recibió con una generosa sonrisa, le preguntó qué deseaba tomar y lo hizo pasar enseguida. El editor lo abrazó afectuosamente, como si lo hubiera extrañado en esas tres semanas de ausencia. La explicación llegó de inmediato. No habían seguido su indicación y el manuscrito había circulado. Y acababan de recibir una oferta de 375 mil dólares para la edición en paperback.
Inmutable, el editor le dijo que había rechazado la oferta. Brindó sus argumentos: el récord en ese entonces para ediciones en rústica estaba en 400 mil dólares, por lo que él había exigido 410 mil dólares. Puzo asintió con la cabeza y salió de la oficina sin decir nada. Caminó por horas por la ciudad y recaló como hacía siempre en su bar favorito. A las 10 de la noche de ese día, el bartender le pasó el teléfono. Había una llamada para él. Le informaron que el contrato estaba cerrado. Habían subido la oferta a 410 mil dólares, la cifra más alta pagado para una edición de bolsillo.
Marlo Brando y Francis Ford Coppola, durante la filmación
Lo primero que hizo fue dirigirse a la casa de uno de sus hermanos mayores, el que lo había financiado todos esos años; el que le prestaba dinero sin preguntar para qué, el que compraba las cosas que los hijos de Mario necesitaban. Unos meses antes, Mario le dijo a este hermano que le cedía el 10 % del libro en el que estaba trabajando. El hermano aceptó de inmediato aunque lo hizo sólo para que no se volviera a hablar del asunto, no como negocio: el anterior libro sólo había obtenido 3 mil dólares de derechos de autor.
Luego, Puzo llamó a su madre. Le tuvo que repetir tres veces la cifra porque la madre se obstinaba en entender que se trataba de 40 mil dólares. A la tercera vez, cuando por fin escuchó correctamente, la voz de la madre se puso seria y lacónicamente le dijo: “No le cuentes a nadie”. A la mañana siguiente una de sus hermanas llamó a Puzo para felicitarlo. “Me dijo mamá que vendiste el libro por 40 mil dólares. Te felicito”. El escritor después de aclararle el malentendido (tuvo que volver a repetir la cifra tres veces), llamó a su madre para reprocharle el equívoco. La madre le dijo que ella había entendido perfectamente de qué cantidad se trataba pero que era peligrosísimo andar divulgándolo por ahí. “Mejor mentir” respondió.
Mario Puzo (AP)
La madre de Puzo (y de otros once hijos) es importante en esta historia y no sólo por esta anécdota. Don Corleone le debe su fisonomía e historia a dos conocidos mafiosos de esos años, Frank Costello y Vito Genovese. Pero su voz, cada palabra que dice, el apego por lo familiar, la necesidad de que la familia permanezca unida, la rigidez, el juicio moral permanente y la indulgencia hacia los hijos, todas esas características de Vito Corleone, Puzo las tomó de su madre. “Cada vez que escribía un diálogo de Vito Corleone, tenía la voz de mi madre en mi oído”.
Con Vito Corleone (y con sus tres hijos), Puzo forjó personajes tridimensionales con contradicciones, capaces de las mayores crueldades y de gestos tiernos. Esquivó los estereotipos y les brindó características humanas a sus criaturas. Don Corleone era amado, admirado y temido. Puzo lo cinceló con cuidado y consiguió un personaje universal. Escapando de los estereotipos, produjo un fenómeno singular, los que lo siguieron copiaron a este modelo. Y personajes y un mundo singulares a fuerza de repetición se convirtieron en la norma y en el paradigma. Así la novela (y sus películas) fueron utilizadas de modelo, copiadas y hasta satirizadas con los años.
El escritor se crió en el Hell’s Kitchen, una zona brava de Nueva York. El mundo de lo ítaloamericano era su mundo. Pero no el de la mafia, no tenía contacto con nadie del hampa. Su conocimiento de lo ilegal estaba dado por su cercanía con el juego. Garitos, croupiers, prestamistas, jugadores compulsivos y usureros era la fauna que frecuentaba. El libro se fue armando con una combinación de recuerdos de infancia (ese era el material de sus textos anteriores), investigación de archivo sobre los clanes mafiosos y algo de imaginación. Puzo, al principio, se avergonzaba de que su investigación hubiera sido de escritorio. No conocía a ningún mafioso, no se había acercado a ninguna organización criminal.El léxico mafioso se nutrió de El Padrino. La realidad imitando a la ficción.
Dos años después de la publicación de su novela, Gay Talese, maestro del Nuevo Periodismo, publicó Unto the sons, traducido como Los hijos, una monumental investigación periodístca sobre una familia del crimen organizado. Sin embargo, la paradoja es que el crimen organizado terminó copiando a El Padrino. Algunas costumbres que ya habían quedado en el olvido, que eran ritos olvidados en las prácticas cotidianas, fueron retomadas por los jóvenes gángsters. El doble beso, los rituales exagerados y otros gestos. Muchas de las frases pronunciadas por los protagonistas (deben ser los filmes que más one liners y sentencias dejaron grabadas en la cultura popular de fines del siglo XX) se convirtieron en modismos habituales en el habla de los mafiosos. El léxico mafioso se nutrió de El Padrino. La realidad imitando a la ficción.
Una digresión para continuar con las frases: tal vez la sentencia más repetida de la película, y proveniente de la novela, sea la de «Le haré una oferta imposible de rechazar». Esa frase no provino de la imaginación de Mario Puzo sin de sus lecturas. Es una adaptación bastante fiel de algo que escribió Balzac. Del mismo autor, surge el epígrafe que Puzo eligió para abrir su novela: «Detrás de cada gran fortuna, hay un crimen».
Marlon Brando y Al Pacino
Cuando apareció en abril de 1969, ya con su título definitivo, El Padrino fue un suceso fulminante. Pasó un año y medio en la cima de las listas de los más vendidos. Antes del estreno de la película, ya había vendido más de ocho millones de ejemplares. Puzo arribando al medio siglo de vida, contra todo pronóstico, había conseguido fama y fortuna. Era un bestseller, lo buscaban todas las editoriales y recibió el llamado de Hollywood.
Los derechos cinematográficos de El Padrino los había comprometido hacía tiempo, antes de terminar la novela, en su busca desesperada y constante por conseguir dinero para tapar deudas y satisfacer a sus acreedores. Peter Biskind en su clásico libro sobre el cine norteamericano de los setenta, contó cómo el estudió se hizo con los derechos. «En marzo de 1968 Paramount tuvo la oportunidad de convertirse en propietaria de la opción por un manuscrito de 150 páginas firmado por Mario Puzo titulado La Mafia. Puzo esperó nervioso en la antesala del despacho del jefe de producción del estudio, Robert Evans». Puzo era un gordo apasionado por los cigarros y el juego. Les dijo: «Debo once mil dólares. Si no los consigo me van a partir un brazo. Evans recuerda que «ni siquiera leí el libro, no me interesaba. Le dije: tomá 12 mil dólares y escribí ese libro de una buena vez». El escritor niega esta versión pero lo cierto es que Paramount se quedó con los derechos por un valor nimio para las posibilidades comerciales del libro.
Puzo se mudó a Hollywood para trabajar en el guión. Rápidamente hizo una gran dupla con Francis Ford Coppola, quien al principio se negó a dirigir la película para no quedar asociado a un bestseller; creía que la obra no tenía la calidad que él merecía. Como contrapartida a los ejecutivos del estudio y a Puzo, este novel director no los convencía porque sus primeros películas habían resultado un fiasco.
Al Pacino y John Cazale
Luego, lo que todos sabemos. La saga más famosa y prestigiosa del cine moderno. El escritor cosechó dos Oscars al mejor guión por El Padrino y el Padrino II, muchos otros galardones y negocios millonarios. De ahí en adelante, Puzo nunca más firmó un contrato por un monto que no incluyera siete cifras.
Las películas de El Padrino no fueron su único trabajo en Hollywood. Escribió entre otras las dos primeras Superman, The Cotton Club y Terremoto. También publicó otras novelas en las que el tema de la mafia estaba muy presente. Sin embargo nunca pudo replicar el éxito de El Padrino. La novela y el libro se convirtieron en fenómenos irrepetibles.
«El Padrinono es en absoluto mi novela favorita, pero me disgusta que sea objeto de crítica por el solo hecho de haber sido un bestseller. Es el producto de un escritor que ha estado trabajando en su oficio durante casi treinta años, y que, al final, ha logrado dominarlo. El libro obtuvo críticas mucho mejores de lo que yo esperaba. Me arrepentí de no haberlo escrito mejor. El libro me gusta. Tiene gancho, y su personaje central fue aceptado por todo el mundo como un ser mitológico. Pero no puse en él todo mi esfuerzo», escribió Mario Puzo al momento de estrenarse la primera de las películas cuando todos los focos estaban sobre él.
Al Pacino, como Michael Corleone
Un éxito descomunal, un clásico que revitalizó un género como el de gángsters e inspiración para una serie de grandes películas. Todo tuvo origen en las deudas de juego, la búsqueda desesperada del éxito y, naturalmente, en su oficio adquirido en décadas de escritura. El Padrino fue la obra que hizo que todos supiéramos quién fue Mario Puzo, un libro escrito sin premeditación, casi por necesidad, pero que mostró un mundo fascinante habitado por personajes difíciles de olvidar; eligió hacerlo sin pontificar, sin emitir juicios, siguiendo la máxima que siguen, como a un credo impostergable, los grandes narradores: «Mostrar y no contar (Show, not tell)». Los Corleone recrean las fantasías, temores, intrigas y ambiciones de mucha gente. Eso fue lo que entendió y pudo plasmar Puzo en su improbable búsqueda de la fortuna.
Fuente: Infobae