Llegó el día que tanto añoraban muchos de los niños que viven en la Ciudad. Hoy, volvieron a girar las calesitas de las plazas. El mundo de fantasía se abrió paso nuevamente para darle lugar a la imaginación y la música. Facundo, que hasta días atrás posaba sus pequeñas manos en las rejas para moverlas, tal vez imaginando que un caballo correría la colorida lona que cubría el carrusel desde hacía más de siete meses, este mediodía se quedó azorado cuando descubrió que, por fin, había regresado el juego. Esa imagen de excitación ante el paso del tiempo se había repetido en cada parque porteño, pero quienes esperaban con más ansias este momento eran los propietarios: «La situación es insostenible», decían, agobiados por las deudas.
«¡Mira, mamá! ¡La calesita anda!», grita Manuela, de tres años, al caer en la cuenta, desde la plaza Armenia, que el carrusel daba vueltas en un extremo del parque ubicado en Palermo. De fondo, ya se oía una canción infantil. «Estábamos corriendo cuando vio que el techo de la calesita giraba. Está enloquecida. Le encanta ir», dice Claudia Lupo, mientras busca en su billetera si tiene dinero para abonar la vuelta.
En la boletería con forma de casa está Lucía Carew, su dueña. Se percibe la alegría en su mirada. Mientras dialoga con LA NACIÓN, interrumpe unos segundos la conversación porque finalizó una vuelta más y debe rociar con alcohol, tal como lo indica el protocolo para la reapertura, cada uno de los personajes y vehículos que giran al compás de la música. «Fueron siete meses muy duros, pero acá estamos finalmente», prosigue, entusiasmada.
Mientras el juego estuvo cerrado por la pandemia, Carew le pedía a su empleado que se acercara hasta la calesita para levantar la lona y prender un rato la luz. «Era desolador el silencio», recuerda la mujer de 70 años. La mujer es jubilada, por lo que entre el sueldo de la mínima más lo que le dejaba la calesita podía subsistir, pero con la actividad restringida Carew debió recurrir a otra alternativa. Aprovechó sus dotes como cocinera y comenzó a preparar escabeches. Las facturas de luz por la calesita seguían llegando y, con escasos ingresos, la mujer no pudo pagarlas más. «Debo $ 17.000», cuenta.
Juana, de cuatro años ya está sentada sobre una de las focas del carrusel. Está preparada para «viajar» algunos minutos. Su mamá, Jazmín Cojone, plasma ese momento en su teléfono celular. «Si bien ya está un poco más grande, la calesita es un juego más de la plaza y le gusta venir», cuenta la mujer y la maquinaria se pone en movimiento.
Urgencias económicas
Desde fines de marzo, cuando se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) y hasta ayer, los dueños de las calesitas tuvieron que transitar por «momentos duros», sobre todo desde lo económico, cuentan. Martín Vignatti solía acercarse a la plaza Sudamérica, en el barrio porteño de Villa Riachuelo, para barrer la basura que se acumulaba alrededor de su calesita, esa que heredó de su padre y en la que colaboraba para ponerla en funcionamiento desde que tenía 12 años. El hombre no hacía más que subir un poco la tela que cubre los personajes para asearlos que ya había uno o varios niños cerca de él que le preguntaban, una y otra vez, «¿va a abrir?».
La última vez que el carrusel giró fue el domingo 15 de marzo. «Estábamos desesperados desde entonces. No recibimos ninguna ayuda en este tiempo», cuenta Vignatti, asediado por las facturas para pagar y las cuentas familiares que no dan. «Cuando se decretó la cuarentena entendimos que había que cerrar, pero hoy, todo lo que está al aire libre, ya volvió a la actividad con protocolos. ¿Por qué nosotros no?», se preguntaba el hombre unos días atrás, cuando no había novedades sobre la reapertura.
Los problemas económicos se volvieron «insostenibles» tras siete meses inactivos, enfatizan los calesiteros. El carrusel no giraba y casi no había luces encendidas, pero eso sí, se exaspera Vignatti, «la factura de la luz se sigue emitiendo y nos cobraron con una lectura estimada del mismo período del año pasado». En abril, el hombre abonó alrededor de $5000, pero desde mayo no lo hizo más. «También dejé de pagar la escuela de mis dos hijos. Es que no tengo ingresos y la que me ayuda es mi madre que cobra la jubilación mínima», explica el padre de familia.
Vignatti dice, como muchos de sus colegas: «No me gustaría tener que cambiar el trabajo. Es muy gratificante». El hombre de 39 años hoy está al frente de la calesita que está en la avenida Fernández De la Cruz al 6500. Fue su padre Miguel quien la instaló allí. en 1992, tras mudarla desde otra plaza en Mataderos, barrio donde su papá sigue con la actividad con el carrusel «Mi sueño». «Es difícil decir de un día para otro me desprendo de esto. Me cuesta horrores pensarlo», agrega.
Carlos Pometti, secretario general de la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines porteños, entidad que agrupa a unas 53 calesitas distribuidas por toda la Ciudad, también reclamaba una respuesta «urgente» para reabrir. Las sensaciones de necesidad económica y de nostalgia se entremezclaban. El hombre cuenta, entre risas, que «prácticamente, nací en una calesita». Mientras su padre trabajaba, él hacía los deberes escolares sobre un elefante que aún conserva en uno de sus carruseles. «Cuando tenía 14 años mi viejo me llevaba con él para que lo ayudara, sobre todo los sábados y domingos», recuerda Pometti. La herencia atraviesa generaciones: su abuelo y sus hijos también forjaron este amor por ese juego que gira mientras la música acompaña el paseo y los seres que habitan en ella cobran vida con cada vuelta.
«Los calesiteros nos encontramos muy complicados», cuenta el hombre, que suele movilizarse entre los barrios de Pompeya y Villa del Parque para trabajar en sus calesitas y encontrarse allí con madres y padres que solían jugar en sus carruseles y actualmente llevan a sus hijos.
Con protocolos, las calesitas vuelven a abrir
Poco más de dos meses atrás, la entidad que agrupa a los calesiteros presentó a las autoridades porteñas un protocolo para volver a abrir: que cada persona que ingresa se limpie las manos con alcohol, que pise una alfombra desinfectante, que entre vuelta y vuelta se desinfecte la superficie de cada juego de la calesita y que se restrinja la cantidad de visitantes. Según relatan, tuvieron contacto con funcionarios de los ministerios de Salud, Espacio Público y de Cultura.
Recién entre el jueves y ayer hubo una resolución final y llegó el alivio final: desde este fin de semana, las calesitas vuelven a reabrir. No puede haber más de 10 personas, entre niños y adultos, en los alrededores de los carruseles; los mayores deben ingresar con tapabocas; y los propietarios deben higienizar los juegos cada vez que la calesita se detiene. «Nos dijeron que a 26 de nosotros nos van a enviar un payaso ‘concientizador’ para que esté afuera de la calesita y le explique a los chicos que deben lavarse las manos y cómo hacerlo», cuenta Vignatti, entusiasmado con las buenas noticias.
Lucas, de dos años, hace un esfuerzo denodado por pasar por entremedio de las rejas que rodean la calesita de la plaza Armenia. «Quiero entrar», le dice a su papá, mientras logra que una única pierna obtenga el cometido de inmiscuirse entre dos barrotes. En el rostro del niño hay muestras claras que está ansioso y feliz, como todos los presentes.
Fuente: Valeria Musse, La Nación