Sí, era 1967 apenas, y el canadiense -que Woody Allen puso a actuar de sí mismo en una escena de Annie Hall- creía que la era de la galaxia Gutenberg había tocado fin. Decía que la imprenta y su mejor criatura, el libro, habían creado la idea de «público», sujetos capaces de aislarse y tener una experiencia artística en soledad, crítica. La idea mcluhaniana de «aldea global» volvía el calendario a un tiempo tribal, pero en plena expansión tecnológica de la modernidad tardía. Y en ese nuevo ecosistema de medios ya no había público sino una masa interconectada.
¿Qué es el público hoy? El espectáculo global más esperado del año es la serie final de la Champions League, el fútbol de elite convertido en vehículo de todas las ansiedades contemporáneas. Llegó para cuando el virus más o menos lo permitió en la castigada Europa del invierno boreal, pero no lo suficiente como para que las tribunas de los estadios lisboetas se poblaran de espectadores. El Barcelona cae por dos goles frente al Bayern Munich y a las imágenes vacías de las gradas se corresponde un sonido ambiente de estadio lleno, de fervor sino mundialista al menos internacional. No sabemos si el «disco grabado» de despareja entonación y gritos pertenece a los simpatizantes de uno u otro: da igual, podrían tener grabada a la hinchada de Banfield o el Mälmo de Suecia. El efecto es rarísimo, de pronto el fútbol jugado por atletas se parece a la PlayStation tanto como el sofisticado videogame llegó a ser capaz de emular sonidos, tácticas y hasta gestos de la realidad. En Lisboa no hay público pero hay ruido de público: parece más el efecto de una obra de arte conceptual que una voluntad melancólica de la UEFA por mantener «humano» el show.
En la vieja televisión, la de los años de Mc Luhan, esta práctica se llamaba playback. La música en vivo era casi imposible en los estudios de tevé y entonces se apelaba a que los músicos hicieran como si tocaran: hacían mímica, se decía, actuaban sus roles. Era un código aceptado que se ha vuelto muy pertinente para describir esta coyuntura de manifestaciones artísticas remotas, donde los músicos y actores se filman para una platea vacía que se completa en soledad a través del streaming, en la pantalla de una laptop, una tablet o smartphone.
La pandemia ha extremado el uso de las herramientas digitales que interceden ante la imposibilidad de que el escenario y la platea convivan en un mismo espacio. Y el mundo hace como hacía aquella TV valvular: hasta que pase el temblor todo parece indicar que viviremos en un estado de cultura playback. La forma que manda en este eclipse de lo presencial. «Las predicciones fatalistas siguen aferradas a lo que dijo Benjamin hace 80 años sobre el aura de la obra de arte. Desde entonces a nadie se le ocurrió algo nuevo. Yo prefiero entusiasmarme con estas nuevas posibilidades», dice Jorge Telerman. Le ha tocado tener que bajar entera la programación del Teatro San Martín de 2020 y, como otras instituciones, atravesar la peste con archivo vía streaming.
Sin embargo, Telerman cree que la pandemia solo aceleró un proceso que la revolución digital ya había puesto en marcha antes y que no hay tal apocalipsis del espectáculo en vivo. «Hubo arte en vivo hasta en los campos de concentración y esto lo sé por la propia historia de mi familia. La cuarentena no inventó el teletrabajo ni puso en evidencia la desaparición del vivo, sino que mostró la existencia de otra cosa que debemos incluir de manera irreversible en esta transformación avasallante de la ciencia que tarde o temprano iba a alterar las prácticas artísticas», dice. El exintendente de Buenos Aires ya se subió al tren. Para 2021 reservó una partida del presupuesto a la producción de contenidos dramáticos para plataformas virtuales. Reunió a diez dramaturgos para que piensen y experimenten de la misma manera en que se hace habitualmente para el Teatro Sarmiento, el espacio que Telerman reserva a las experiencias más inauditas. Como ejemplo cita una obra chilena hecha especialmente para ver en Zoom llamada Un kilo de ceniza. «Me invitaron a verla y me di cuenta de que hay posibilidades. Quizás al principio veamos cosas un poco rústicas pero no tengo dudas de que hay un lenguaje nuevo para explorar allí».
En ese sentido, el experimento teatral del año fue la reedición pandémica de Sex, el éxito de José María Muscari que se reconvirtió accediendo a los espectadores-usuarios a través de sus cuentas de Instagram, mail y hasta WhatsApp, e invirtiendo el lugar de la intimidad erótica, que era el atractivo de los que agotaban las funciones en una sala de la calle Gorriti. Los actores, en imágenes, se metieron en la intimidad de los usuarios desviando el uso de las herramientas de las redes o dándole carácter de obra a prácticas extendidas de la sociabilidad digital como el sexting (chat erótico) o las nude(el envío de fotos por mensaje privado). Sin embargo, no hay nada en el «sex» virtual (recomendado desde el Estado) que reemplace al encuentro de los cuerpos. Al menos por ahora. Y, por eso, la reversión remota de una obra que hacía del acercamiento extremo entre audiencia y elenco su proyectil de morbo puede verse como un hito de la cultura playback.
El sociólogo Pablo Alabarces (UBA-Conicet), que se especializa en el estudio de las culturas populares, cita un ejemplo paradigmático de este síntoma. Se remonta al Mundial de Fútbol de 2014 en Brasil, cuando los hinchas argentinos estrenaron el remix de «Bad Moon Rising» (Creedence Clearwater Revival, 1970) en el provocativo himno de tribuna «Brasil decime que se siente». Recuerda las imágenes que vio por televisión de ese «banderazo» en Copacabana y apunta que, al mismo tiempo que se registraba la experiencia del cuerpo en el «agite» y el «aguante», la mayoría registraba el hecho con los celulares, listos para subirlo a las redes después. «Un elemento se agregaba a otro, sin desplazarlo», observa. Es ese el síntoma que se veía venir: la cultura playback permite estar y no estar al mismo tiempo. Producir el hecho, registrarlo y luego ser espectador de uno mismo.
Otra idea del «vivo»
¿Se puede seguir hablando de público entonces? En su última visita a Buenos Aires, la islandesa Björk interrumpió tres veces su show multimedia en el teatro Gran Rex para pedir que apagaran los celulares que la filmaban. Hasta que amenazó: «O están acá conmigo o con sus aparatos». Su indignación era justificada pero justo ella, en la frontera de la tecnología y el arte desde fines de los años 90, no terminaba de entender que su público estaba formado por espectadores-usuarios tan multimedia como ella. Que, sí, estaban con la pequeña cantante pero a través de una pantalla porque les esperaba luego un trabajo (ad honorem) de home-cinema en YouTube.
¿La idea del «vivo» es distinta entonces para los nativos digitales? «Ante una pregunta visceral y sin concesiones, nada más que opción sin retorno como ¿la pantalla o el arte en vivo?, creo que el futuro ya llegó hace rato y el que lo niegue, mal que nos pese, podrá ser tildado de fundamentalista. Lo cual, pensándolo mejor, no estaría mal», reflexiona el ensayista y curador Rafael Cippolini.
Tres años atrás, el barítono y director de escena Marcelo Lombardero le decía al portal Infobae: «El espectáculo en vivo está en crisis porque la gente tiene todo en una pantalla». Parecía profetizar estos días donde la oferta de espectáculos líricos vía streaming se volvió abundante a niveles casi de asfixia. Lombardero, que dirigió el Colón entre 2005 y diciembre de 2007, tuvo que posponer el estreno de una ópera de Shostakóvich en el Palacio de las Bellas Artes de México y todos su compromisos internacionales se pasaron para el segundo semestre de 2021 y principios de 2022.
Para él, nada de lo que se hace en su órbita puede reemplazarse en una función vía streaming. «Primero, porque el hecho social del teatro que es la expectación en comunidad no se realiza. Y en términos artísticos, todo lo que puedas hacer por streaming tiene una limitación, porque está rota la proximidad con el intérprete. Filmar una obra de teatro ya se hizo y se llama telenovela. Mientras que asistir a una ópera en una pantalla es poco interesante en términos artísticos y sociales. El receptor la escucha en un celular y se perdió absolutamente el ambiente. Por eso es importante que en el Colón haya ópera, música sinfónica y ballet y no otra cosa«.
Como Telerman, Lombardero cree que la pandemia vino a poner luz sobre cosas preexistentes. Pero no habla de tecnologías rupturistas sino de la destrucción de la cultura como puente. «La crisis de los espectáculos de representación, ni hablar en el campo de la música clásica, no es por el virus, sino porque hay pendiente un diálogo con el público. Abundan ideas de producción caducas donde lo importante es tapado por lo superficial».
Lombardero, que también tuvo a cargo la dirección artística del Teatro Argentino de La Plata, dice que en su brújula siempre estuvo presente la renovación del público. «En La Plata apuntamos a conquistar al público universitario con descuentos en las entradas de hasta un 90% y lo mismo en el Colón, con entradas al 50% para jóvenes, y funcionó». Para él la oferta de las instituciones durante la pandemia ha sido bastante pobre y antes que pensar en soluciones virtuales cree que el teatro debe procurarse formas de llegar a la gente con los protocolos que fueran necesarios. «El teatro está en nuestro ADN. Los inmigrantes que llegaron a Buenos Aires abrían un club social y lo primero que fundaban era la sala de teatro. En ese sentido, adhiero siempre a un concepto de [el régisseur belga] Gerard Mortier, que decía que en términos de seguridad era mucho más barato fundar teatros que abrir cárceles». Alabarces está cerca de ese pensamiento cuando señala que su mayor preocupación es cómo se incorporan a la oferta cultural, presencial o remota, los sectores empobrecidos.
Nuevos editores
Lombardero es crítico con la idea de considerar a la ópera y el teatro como «industrias culturales». Dice que ese concepto esta teñido por el clima de época neoliberal.«Las reglas de la cultura son muy distintas de las de la industria que se rige por el mercado. Y eso ya lo estábamos viviendo antes: no hay legislación sobre la contratación oficial de artistas y hay un retiro paulatino en los espacios de decisión. Esto se agudizó en la pandemia, donde vemos como los artistas regalan su trabajo en la Web. Y es muy peligroso y dañino que se entreguen a empresas. Porque YouTube es eso: una empresa«.
En este contexto, el escritor español Jorge Carrión, un observador agudo de las plataformas, cree que YouTube, Instagram, Spotify o Twitter son algo más que eso: «Los editores de nuestra realidad». Y que aquellos que aportan contenidos deberían cobrar su regalías como en la antigua relación entre un escritor y la editorial o un músico y su discográfica. Carrión se tomó la cuarentena para escribir Lo viral, un libro con formato de diario íntimo donde historiza el concepto de «viralidad» que manejamos fuera de la infectología. «El contagio es una idea del marketing de los años 90. Que la gente sea portadora de las ideas del producto y se convierta en un agente de contagio o de supercontagio», le decía esta semana a la radio española. 2020 es entonces el año en que lo viral biológico hizo explotar la viralización de la experiencia digital. En su columna de The New York Times, Carrión señalaba semanas atrás que el parate de la cultura no era tal sino que más bien había que redefinir lo que entendíamos por «cultura» en esta hipermodernidad. Para él, este eclipse de lo presencial no se verifica en la enorme producción de contenidos en historias de Instagram, memes, hilos de Twitter, juegos en red y otras formas que hacen fila para ser decodificadas y analizadas como parte del arte y la cultura. Para el español se trata de una cuestión de jerarquías en un mundo que todavía está pensando qué hacer con ese vendaval de imágenes y textos que escapan de las categorías conocidas.
Y es que desde mediados de los 90, mucha de la producción tecnológica ha ocupado, con persistencia, posiciones de la cultura volviendo a las plataformas más revolucionarias que sus contenidos o promoviendo formas de expresión propias (por eso hablamos de youtubers o instagrammers) que deberían ser exploradas con mayor detenimiento.
Durante la pandemia, solo por pensar en el caso argentino, los museos y galerías de arte se largaron a una sobreoferta de cursos y charlas online cuando quizás lo que esté haciendo falta es aplicar criterios de curaduría en esas zonas de producción visual que son, todavía, una suerte de Far West visual. La experiencia de recorrer una sala de un museo en soledad, con otros, puede ser irreemplazable, pero la captación de nuevo público acaso este menos en salir a mostrar el patrimonio en recorridas virtuales que en capturar y clasificar la nueva producción. La vieja Pinacoteca de los Genios(aquellos fascículos que llevaron el arte clásico occidental a la clase media) es hoy reemplazada por una Pinacoteca Millennial en la que la iconografía renacentista y barroca está a disposición de diseñadores que la intervienen y reinterpretan en escenografías contemporáneas o memes virales. El eclipse de lo presencial pospandemia no solo está en la falta de público en los museos (ni hablar de las galerías de arte, casi fantasmas) sino en cómo el sujeto de la cultura playback se relaciona con la obra de arte.
El yo, espectáculo viral
Un caso emblemático es el del turista austríaco que el 4 de agosto rompió una escultura neoclásica de Antonio Canova (siglo XVIII) para sacarse una selfieposando junto a la representación de la Paolina Borghese que se exhibe en el Museo Possagno del Véneto. ¿Cuál es la vigencia de lo aurático entonces? En su lucha a brazo torcido por mantener las salas llenas, las instituciones hoy no buscan tanto que una obra tenga «calidad museo» sino que sea «instagrameable», calidad IG, se diría. Que tenga algo que al espectador-usuario le sirva para su catálogo de escenas del presente absoluto registradas entre miles de millones de imágenes circulando en ese carrusel vertiginoso y fugaz. Ya no es la reproductibilidad técnica lo que extirpa el aura del arte; en la cultura playback, hay un paso más y es que la contemplación cede al autorretrato ofrecido como espectáculo viral, más o menos masivo según la cantidad de seguidores que se cuenten. Así, lo del turista austríaco revela casi un exceso de presencia. Nadie o muy pocos hacían horas de cola en el Malba para sacarle una foto a «la pileta» de Leandro Erlich, sino para verse a sí mismos dentro de la obra y viralizar su propia postal.
Por eso, el aliento del público fake de la Champions League resulta toda una expresión de la crisis de lo presencial antes y durante la pandemia. Ahora, más que nunca, vade retro aquello de Fiebre en las gradas (la traducción española del libro Fever Pitch de Nick Hornby). Por miedo al contagio, mejor hagamos playback.
Fuente: Fernando García, La Nación