¿Quiénes son? De arriba abajo y de izquierda a derecha : Camila Sosa Villada, Quino, Minujín, Vargas Llosa, Feldman.
Antes de pegar el portazo y salir a su nueva vida, antes de escribir el libro que llevaría su historia a todo el mundo, antes de ser «la verdadera protagonista de Poco Ortodoxa«, Deborah Feldman fue una niña rara en una comunidad judía ultraortodoxa de Nueva York. Una niña cuya madre también dejó la comunidad -el peor de los pecados- y encima se fue a estudiar y a vivir con otra mujer. Una niña cuyo padre hacía trabajitos menores, desaparecía, estaba ido: tiempo después ella entendería que tenía un retraso mental.
Niños como el que se llamaba Mario -nadie le decía Vargas Llosa todavía– y crecía en Cochabamba o en Perú, que esperaba la llegada de la revista Billiken -aprendió a leer a los 5- y que se trepaba a los árboles para ver qué hacían los adultos en su habitación (y no entendía).
Niños como Marta, que se sentía opacada por su hermano mayor y después -ya saben de quién hablamos- fue una artista plástica toda luz y color.
Quino. Joaquín Lavado, un niño que el mundo reconocería. / Cortesía Quino
Niños como el que viste de gauchito en la foto, ya se llama Quino aunque en los papeles diga Joaquín Lavado, y vive -como ahora- en Mendoza. El apodo surgió para distinguirlo de un tío dibujante que se llamaba igual. Pero el chico haría de él nombre de artista y de padre: Quino inventó una nena que miraba como nadie el mundo de los adultos. Le guste o no que le digan así, Quino será siempre el padre de Mafalda.
Niños como Camila Sosa Villada que nacieron con otro nombre, de varón. Como contó ella misma: «Mis viejos tuvieron un hijo […] Armaba muñecos, robots, a escondidas me pintaba con los maquillajes de mi vieja». Y: «Fui un niño que conoció muchas tristezas de golpe. No alcancé a aprender a mear de parado y ya me había enemistado para siempre con mi papá». Camila haría obra: con su experiencia trans escribiría una novela, Las malas, que hoy está entre las diez finalistas del premio Medifé-Filba y será llevada a la pantalla.
Los chicos crecieron y se hicieron artistas: escritores, plásticos, plásticos, un historietista que dio la vuelta al mundo y que ahora aporta su foto pero se mantiene en silencio. Aquí, lo que contaron ellos mismos.
Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936)
«La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, que mi memoria preserva como inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo ‑el paraíso de la infancia‑ fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.» (…)
Mario Vargas Llosa. El Nobel peruano junto a su madre, en la niñez.
«Allí vivía mucha gente. El abuelo Pedro y la abuela Carmen, la Mama de mi mamá y yo, el tío Juan y la tía Laura y sus dos hijas, las primas Nancy y Gladys, el tío Lucho y la tía Olga; y en esa casa nació la primera hija de estos últimos, Wanda, en una tarde memorable en que, contagiado por la agitación que caldeaba el ambiente, me trepé a uno de los árboles del primer patio para espiar lo que ocurría. No debí de enterarme de gran cosa pues sólo más tarde, en Piura y en 1946, supe cómo venían al mundo los niños y cómo los fabricaban sus papás». (…)
«Lo más impresionante que nos podía ocurrir era encontrarnos en plena calle con la imponente figura del Obispo, quien, envuelto en sus hábitos morados, su barba blanca y su gran anillo fosforescente nos parecía olímpico, semidivino. Con unción y una pizca de temor nos arrodillábamos a besarle la mano y recibíamos las dos o tres palabras cariñosas que su fuerte acento italiano derramaba sobre nosotros.
«Ese obispo nos dio la primera comunión a mí y buen número de compañeros de clase cuando andábamos en el tercero o cuarto de primaria. Fue aquél un día memorable, precedido por muchas semanas de preparación que nos tuvieron todas las tardes en la capilla del colegio, recibiendo clases extras de religión de boca del Director, el calvo Hermano Agustín de cuadrada mandíbula. Eran unas clases espléndidas, con historias sacadas de los Evangelios y de las vidas de los santos, milagrosas, heroicas, exóticas y sorprendentes, donde la pureza y la fe vencían siempre las más terribles pruebas, con finales felices, en los que los cielos se abrían para recibir con un coro de ángeles a los cristianos mártires, desmenuzados por las fieras en los coliseos paganos o guillotinados por negarse a traicionar al Señor, y de arrepentidos tan desesperados por sus infames pecados que, como el Duque de Normandía, llamado también Roberto el Diablo, no vacilaban en vivir a cuatro patas, imitando a los perros, para redimirse ante la Virgen»
Vargas Llosa, en su madurez. Figura de peso en el ambiente de la cultura / EFE
Extractos de «Semilla de los sueños, una conferencia que Vargas Llosa dictó en 1997 y que está publicada en el libro Sobre la educación, Taurus, 2005. La conferencia completa se puede leer acá.
Marta Minujín (Buenos Aires, 1943)
Mi infancia no fue feliz. Tenía un hermano mucho mayor que yo que era el preferido, yo era una chica muy tímida, muy callada. En mi familia no me tenían en cuenta, yo no existía. Después, pensaban que era loca.Yo no aceptaba la burguesía, la tradición de la familia.
Cuando yo tenía 14 años, murió mi hermano y ellos se fueron a vivir al sur y me dejaron sola. Empecé a vivir sola desde los catorce años, en mi taller. Entonces tomé a toda la casa como obra de arte.
Marta Minujin . Una infancia no tan feliz.
Cuando empecé a ir a Bellas Artes, empecé a vivir el arte. A los 18 años fui a París, estaba becada y allí conocí a Sartre, estaba fascinada con sus libros. En el mundo era el auge del existencialismo. Pensaba que a los 40 me iba a suicidar, después, a los 50, a los 60 pero nunca lo hice.
Cuando vino el arte pop, fui feliz con los colores, antes de eso era todo roto, reventado, negro. Yo me vestía siempre de negro pero me compré una pollera fluorescente y empecé a vivir en colores. Los colores influyen en la vida. Los colores te animan, la naturaleza te anima, la risa tiene un color.
Yo soy mi mejor obra.
Exclusivo para Clarín
Deborah Feldman (Nueva York, 1986)
«Mi padre me da la mano mientras con la otra busca sin mucho tino la llave del almacén. Las calles están extrañamente vacías y silenciosas en esta parte industrial de Wililamsburg. Sobre nosotros, las estrellas emiten un brillo débil en el cielo nocturno; no muy lejos, de vez en cuando se oye el susurro de un coche que pasa por la autopista. Me miro los zapatos de charol. Estoy dando golpecitos impacientes con ellos en la acera y me muerdo el labio para reprimir el impulso. Qué bien haber venido… Tatty no me trae todas las semanas.
Deborah Feldman. Antes de ser «la verdadera protagonista de Poco Ortodoxa»
Uno de los muchos trabajillos de mi padre consiste en encender los hornos de la panadería kosher Beigel’s cuando acaba el shabos. Todos los negocios judíos deben parar durante el shabos y la ley establece que sea un judío quien vuelva a ponerlo todo en marcha. Mi padre está capacitado de sobra para un puesto con unos requisitos tan simples. Los empleados gentiles ya están trabajando al llegar él. Preparan la masa, forman hogazas y panecillos. (…) Me siento importante al saber que él es importante. Los empleados lo saludan con la cabeza cuando pasa, le sonríen aunque haya llegado tarde y a mí me dan palmaditas en la cabeza con sus manos enharinadas y protegidas por guantes.» (…)
«Están las famosas madalenas kosher con virutas de colores por encima; las hogazas dulces de babka, con canela o chocolate; el pastel de siete capas bien cargado de margarina, las minigalletas ‘blanco y negro’ de las que solo me gusta comerme la parte de chocolate. (…) ¿Qué puede compararse con esa clase de riqueza, con esa abundancia de dulces y pasteles expuesta sobre un mantel de damasco como si fueran los artículos de una subasta? Esta noche me quedaré dormida con el sabor de la cobertura todavía entre los dientes y restos de miga deshaciéndose en los carrillos de mi boca».
Deborah Feldman. La serie «Poco ortodoxa» le dio difusión mundial a su historia.
«Mi padre vuelve a dejarme en casa y es posible que ya no vuelva a verlo hasta dentro de un tiempo, tal vez semanas. A menos que me cruce con él por la calle. Pero entonces escondo la cara y finjo que no lo he visto, para que no me presente a quien sea esté hablando con él. no soporto las miradas de curiosidad y compasión de la gente cuando se entera de que soy su hija».
Extractos de Unorthodox. Mi verdadera historia. Lumen, 2020.
Camila Sosa Villada (La Falda, 1982)
Estaba completamente enamorada de un vecinito al que le decían «el Pequeño». Era rubio, tenía un corte de pelo lamentable, lacio como clavo. Y la cara llena de pecas. Vivía del otro lado de la ruta.
Cuando íbamos a nadar al canal, siempre supervisados por algún adulto, podíamos cruzar la ruta por debajo de la tierra y salir del otro lado, donde vivía. Por las siestas nos dábamos besos y nos acariciábamos en jueguitos que imitaban los amores adultos, aunque con la distracción de la que éramos capaces a esa edad. Si hubiéramos tenido hocicos, ya mejor nos mordíamos, hubiéramos jugado a tarascones.
La escritora trans Camila Sosa Villada.
Me robaba los juguetes y mi mamá tenía que ir hasta su casa a reclamárselos a su madre. Una vez mi mamá nos descubrió a los besuqueos en el galpón y se puso muy triste. Me llamó para merendar y mientras comía el pan francés remojado en la leche dulce, lloraba. Yo le decía que estábamos jugando a los robots, que nos activábamos con besos, pero ella no lo creyó.
Después, el Pequeño me ignoró. Yo seguía buscándolo cuando íbamos a la escuela y compartíamos la misma ruta de viaje, pero para él ya no fue lo mismo y para mi mamá tampoco. De grande me contó que había ido a un psicólogo y no había podido hablar porque lloraba mucho. Las mujeres de mi familia no lloran. Se ahogan en llanto. Y el Pequeño apenas me saludaba y ya ni me buscaba ni para robarme los juguetes.
Infancia. «Estaba completamente enamorada de un vecinito al que le decían «el Pequeño», cuenta la autora.
Siempre sospeché que mi mamá había hablado con su mamá y nos habían prohibido al uno y al otro. Nunca lo pregunté, pero algo de los adultos, excedió y envenenó el juego de las caricias, que nunca pudo ser malo porque lo habíamos inventado nosotros.
Fuente: Clarín, Colaboró Adriana Muscillo