En la vastedad del espacio, Bradbury encontró angustia y soledad, pero también se zambulló en la inmensidad cósmica y en el planeta rojo para elaborar «cuentos con propósitos morales».
Siempre se lo encasilla en la ciencia ficción, pero su universo imaginativo no se ancla en la especulación científica futurista. Desde sus colaboraciones en la revista pulp Planet Stories, descolló sobre todo en la literatura fantástica. Solo concedió que su novela Fahrenheit 451, de 1953, podría ser incluida en un imaginario de science fiction. La fuerza de sus historias, con intenciones moralizantes y mediadas por lo fantástico y poético, ponen en evidencia los peligros del exceso tecnológico, la deshumanización, el belicismo, el hombre amenazado en su libertad, la repetición de una mentalidad regresiva y alienada, el deterioro de la imaginación en la cultura de la mecanización y el racionalismo no autocrítico.
Crónicas marcianas (1950), la primera perla de su estrategia narrativa, rebosa ya escepticismo respecto al camino tecnocientífico que, en su devenir sin límites, socava civilizaciones y personas. Se trata de un libro arquetípico en el que la visión crítica, a horcajadas de la imaginación, embiste contra el racismo y el extermino de ecosistemas y pueblos nativos. Borges tradujo y prologó la primera edición de Minotauro, en la que se pregunta: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?».
Bradbury no conoció la educación formal. Fue un autodidacta. Su escuela fueron las lecturas en una biblioteca pública, mientras vendía diarios en la calle.
En su creación literaria cultivó distintos géneros, además de lo fantástico, desde prosas policiales hasta las de tenor realista y costumbrista. También trabajó como guionista en numerosas películas y series de televisión. Escribió además poemas y ensayos. Y tuvo sus experiencias teatrales en Los Ángeles y Nueva York. Leviathan 99, a pesar de su condición de ópera, fue escrita como obra de teatro. En 1969 presentó en el Royce Hall de la Universidad de California de Los Ángeles su cantata Christus Apollo, con texto leído por Charlton Heston y música de Jerry Goldsmith para orquesta, coro y soprano; y escribió Madrigales para la era espacial(1972) con música del argentino Lalo Schifrin.
En Zen en el arte de escribir, Bradbury observa que escribir es ser libre de las exigencias del mercado o de los «círculos de vanguardia». El escritor debe buscar una «alimentación deliberada» que es la lectura, tanto de la «alta cultura» como de la «cultura de masas» con sus cómics.
La alimentación creativa en Bradbury comienza en 1932, a sus doce años. Entonces lo asombra el mundo futurista y espacial de Buck Rogers, la novelística de Edgar Rice Burroughs, el programa radial nocturno El mago Chandu o el personaje de feria el Señor Eléctrico.
Nacido el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois, Bradbury recordaba sus días infantiles como un «pasado sensorial» en el que todo lo que sentía como niño «de alguna manera era verdad».
Los relatos bradburianos impresionan por su fluida narrativa «cinematográfica». De hecho, se autopercibía como «hijo del cine», y no dudaba en afirmar que sus cuentos eran guiones porque «cada párrafo es una toma». Fue guionista de Moby Dick, la versión fílmica de John Huston de la célebre novela de Herman Melville, en 1956. Y escribió el guión cinematográfico de su novela La feria de las tinieblas (1962).
Además de las mencionadas Crónicas marcianas (que acaban de ser reeditadas en la colección Esenciales del sello Minotauro), entre sus grandes libros de cuentos también están Las doradas manzanas del sol (1953), El país de octubre (1955), Remedio para melancólicos (1955). Y, sobre todo, El hombre ilustrado (1951). Aquí se encuentran algunos de sus relatos modélicos, entramados a través de la historia de un hombre solitario que vaga con el cuerpo cubierto de tatuajes-ventanas que se abren a una red de historias paralelas.
En «La pradera» unos niños juegan en el Cuarto de la Vida Feliz, una habitación que permite el traslado virtual a otros escenarios geográficos o históricos. Los niños se obsesionan con este juego de simulacros. Por eso su padre, George, decide el cierre definitivo del cuarto en la casa máquina, para que sus hijos no enajenen su libertad en dosis excesivas de tecnodependencia. «Nos hemos pasado los días contemplando el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico», dice George. Pero los niños se resisten a perder su mágico juguete. Prefieren recibir golosinas virtuales antes que hacer las cosas por sí mismos. Abrumados, George y su esposa reclaman la ayuda de un psiquiatra, que aconseja el cierre de la sala virtual. Pero antes, en una imaginaria selva africana dentro del Cuarto de la Vida Feliz, los padres serán víctimas de la inesperada venganza de unos hijos desairados.
«La pradera» es un relato de anticipación. Antes de la aparición de Internet y lo virtual, el ese cuarto de juegos sugiere el peligro del reemplazo del mundo real por la simulación del espacio tridimensional.
Falso orgullo
En «Lluvias continuas» unos astronautas quedan atrapados en un planeta Venus sumido en un aguacero continuo. En el simbolismo arcaico el agua es fuente de la vida, pero también es la inundación y lo que disuelve las formas. Este último rasgo prevalece en el relato, de modo que el agua es lo que socava y erosiona al humano, antes orgulloso y seguro de sí. «Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara, ni piernas ni manos», dice el narrador.
«Los desterrados» es emblemático de la literatura de Bradbury como defensa de los poderes de la imaginación. En el relato, una ley prohibió las obras de la imaginación libre hace casi un siglo. Los ejemplares de poderosas obras de ficción, desde Poe y Bierce hasta Stoker, Irvin, Blackwood, Lovecraft o Huxley fueron encerrados en los museos. Esos autores desterrados sobreviven a orillas de un mar seco en Marte. Unos astronautas de la Tierra llegan al Planeta Rojo con la misión de destruirlos. Son la marea invasora de la cultura de la ciencia y el progreso, de aquellos que «no quieren dejar nada sin clasificar»; de los que «carecen de la imaginación», «esos jóvenes del cohete, tan limpios, con sus escobas antisépticas y sus cascos como peceras»; los «sacerdotes de un nuevo culto», que ansían edificar, aun en la solitaria sequedad marciana, otra catedral de religión científica con sus dogmas de verificaciones empíricas, sus ritos matemáticos y sus ceremonias tecnológicas. El líder de la resistencia es Poe, que, a pesar de sus esfuerzos, «parecía el demonio de una oscura causa perdida, un general derrotado en una desastrosa invasión».
La intuición artística, libre del límite lógico, es parte de lo siniestro para la civilización unilateralmente racional. Por eso los invasores queman los ejemplares remanentes de las obras de los desterrados, de aquellos que ven más allá de las atalayas científicas. La libertad de la imaginación, entonces, arde en un fuego destructor. Recurso que Bradbury imaginó también en «Usher II», de Crónicas marcianas, donde la otredad maldita representada por una réplica de la Casa Usher de Poe en Marte es destruida por una gran hoguera. «Nada de libros, nada de casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación», dispone la ley. También en Fahrenheit 451 (su gran novela, junto a El vino del estío, de 1957), la cultura escrita del pasado lleva a los hombres a pensar por sí mismos, y eso amenaza a una sociedad del control total, por lo que los libros son devorados por las llamas de especiales escuadrones de bomberos.
En «La mezcladora de cemento», Ettil Vrye asume que debe ser parte de la invasión del planeta Marte a la Tierra. Sabe que los terrestres han imaginado muchas invasiones marcianas. Todas fracasan. Ettil cree que la literatura prefigura la realidad, por lo que el nuevo intento de conquista debe de estar destinado también al fracaso. Cuando llega a la Tierra no lo esperan cañones, fuegos de metralla o misiles. Porque los terrestres reciben a los invasores con aplausos, hurras y fanfarrias. Ettil comprende: «hemos sido arrojados en esta civilización como un puñado de semillas, en una mezcladora de cemento. Ninguno de nosotros podrá sobrevivir. Nos matarán a todos, pero no con balas, sino con un amable apretón de manos. Nos destruirán a todos, pero no con cohetes, sino con un automóvil…».
Realismo político
Casi una meditación de realismo político: la mejor forma de dominar no es por la amenaza y la muerte, sino por un exceso de aparente cordialidad. La sociología de la manipulación que abriga el relato bradburiano se asemeja al Discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie, un ensayo del pensador francés del siglo XVII que observa que la esclavitud es voluntaria. Nadie es dominado si previamente no lo consiente. Así, Ettil termina por entender que «la guerra es mala, pero la paz puede ser algo horrible».
En «Globos de fuego», también en El hombre ilustrado, Bradbury traslada a un escenario marciano la voluntad evangelizadora para reintroducir, como siempre, su indirecto aguijón crítico por la mediación de lo fantástico. Tal vez los nativos del Planeta Rojo aún viven en el pecado original, ignorantes de Dios. Es preciso entonces ayudarlos a ver la verdad. Para cumplir su misión, unos misioneros construyen una iglesia, con un órgano. El padre Pelgrine toca el instrumento. El ansiado encuentro se produce. Pero no es lo esperado: los marcianos que acuden al llamado de la música aclaran que han encontrado una vía de liberación y flotan como globos luminosos: «Tomamos esta forma de luz y fuego azul y comenzamos a vivir, para siempre en el viento, el cielo y las colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni fríos».
Los viejos marcianos son ahora inmortales, viven libres del pecado, emancipados de las pasiones violentas. Cada uno de ellos «es un templo en sí mismo». El Padre Pelgrine comprende: «No podemos levantar una iglesia para vosotros. ¡Sois la belleza misma!». Los globos de fuego marcianos enseñan una verdad más amplia: el camino a lo divino está en los muchos mundos, en la Tierra, en Marte, en todas partes. Y el cuerpo es también lo que puede ser transformado: de la pesadez orgánica hacia cuerpos-luz, una forma de espiritualización de la materia.
Pero el cuerpo puede ser también el de un androide, que refleja un camino de la inteligencia artificial no solo como red de algoritmos eficaces sino como una maquinaria para emular, e incluso superar, lo mejor del sapiens: la empatía, la comprensión, la sensibilidad. Así es en el «Canto del cuerpo eléctrico», de Fantasmas de lo nuevo (1969), en el que una abuela, en realidad un humanoide eléctrico, actúa como fuente de enseñanzas de la familia; es una colmena de abejas-pensamientos que poetizan el mundo. Una abuela con un cuerpo eléctrico (una expresión que procede de «Yo canto al cuerpo eléctrico» de Walt Whitman), es la máquina espiritualizada que transmite a sus nietos una visión más alta de la existencia.
Los opuestos, conciliados
Y el deseo de superación de los conflictos y de la reintegración flota también como libre modelo utópico en la hermosa narración «La dorada cometa, el plateado viento», de Las doradas manzanas del sol. Dos ciudades se refugian tras murallas. Una ciudad tiene la forma de un cerdo, la otra de una naranja. El mandarín de la ciudad-naranja asegura que el cerdo devorará la naranja. Entonces ordena reconstruir sus murallas con la forma de un garrote para golpear al cerdo. La ciudad-cerdo replica rediseñando sus muros con las llamas de una hoguera para quemar el palo agresor. Pero el conflicto impide el tiempo pleno del amor, de la pesca, la caza, la devoción familiar o la veneración de los antepasados.
Al final, los mandarines de las dos ciudades comprenden. La sabiduría es la unidad; la ignorancia, el enfrentamiento continuo. Así, las murallas de una ciudad adquieren la forma de una cometa dorada; las de la otra, la agilidad del viento. Las ciudades antes empeñadas en destruirse ahora serán La Ciudad del Viento plateado y La Ciudad de la Cometa Dorada. «La cometa quebrará la uniformidad de la existencia del viento y le dará sentido. Uno no es nada sin el otro. Juntos, todo es cooperación y una larga y prolongada vida».
La épica también brilla en la literatura de Bradbury. En «El tambor de Shiloh», de Las maquinarias de la alegría (1964), es inminente una batalla. Pronto, la guerra se encargará de robar miles de vidas. Los cañones vomitarán furia y enojo. Las plantas y los pájaros también serán víctimas de la violencia. Joby, un niño, espera junto a su tambor. Algo podría hacerle intuir que lo mejor sería evitar el riesgo, no participar en la tempestad de balas que se avecinan. Pero el general de su ejército lo visita, le dice que él dará las órdenes pero que Joby y su tambor marcarán el paso, por lo que debe saber que si golpea lentamente su instrumento «el corazón golpearía lentamente en los hombres». Solo el vigor de su tambor podría vestir con «una armadura de acero a todos los hombres».
En el relato «En una estación de buen tiempo», de Remedio para melancólicos, George Smith admira a Picasso. Encuentra al genio español en una playa. Con un humilde palito de helado, el artista dibuja sobre la arena un jeroglífico de imágenes de docenas de sátiros, toros, unicornios, ninfas. El artista se va y Smith recorre, una y otra vez, «el friso de arena», hasta que la marea sube y disuelve los dibujos en la playa, que solo sobrevivirán en su memoria.
Y como Smith, Bradbury hace de su escritura un acto de memoria: del humanismo y la poesía, de la imaginación y las doradas manzanas del sol. Y de la grandeza del espacio. Pero no el espacio como mera escenografía galáctica o marciana, sino como, primero, metaforización del espacio del conflicto en la Tierra, de la amenaza del exceso de técnica y racionalidad, de la alienación y la mutilación. Aquello que impide que la mente se expanda en el otro espacio, más allá de Marte y hacia lo nuevo y distinto, en el que los cohetes de Bradbury viajan dejando detrás su estela de fuego.
Filósofo, escritor y docente; su último libro es La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad (Ediciones Continente).
Fuente: Esteban Ierardo, La Nación