Enamorados, se casaron en marzo en Córdoba, inmediatamente después se irían a vivir al extranjero. Él le dijo que se quedara dos semanas más disfrutando con su familia, que él viajaba solo a su nuevo hogar en Europa para comenzar a trabajar. En el medio, se cerraron las fronteras por el Covid-19. Estaban recién casados, pero a miles de kilómetros.
Una acuarela real de un tiempo gris preñado de rarezas. La cuarentena, esa hija única de la pandemia, hizo que muchas parejas estuvieran distanciadas y con una pregunta milenaria en sus bocas: ¿se puede sostener un amor a la distancia? Muchos creen que los kilómetros son un impedimento para el amor, que implica de suyo una presencia (y nos mantiene presentes). Todos los amores están atravesados por la materialidad, pero, quizás, el amor de pareja sea aquel en el que la corporalidad se torna más crucial.La cuarentena, esa hija única de la pandemia, hizo que muchas parejas estuvieran distanciadas y con una pregunta milenaria en sus bocas: ¿se puede sostener un amor a la distancia?
Los olores, las manos acariciando el cabello, el roce de los pies en la cama, el brillo en la mirada, los dedos entrelazados, la textura de los labios al encontrarse. Son infinitos los matices de contacto que intervienen en el amor. Todos los sentidos son llamados a participar.
La seducción detesta los límites externos, los horarios y las restricciones. Por eso, cuando comienza un enamoramiento suele desordenarse un poco la vida: se llega tarde al trabajo, se descuidan las obligaciones, se pone en el centro solo a ese ser centrípeto al que tienden todas las excusas de espacio y tiempo. Todo el resto de las cosas se alejan, centrífugas.
Cuando dos cuerpos gravitan entre sí existe una revolución interna irrefrenable. Como se da entre las partículas de mercurio, la atracción produce en los cuerpos una fuerza cohesiva inmediata e indisimulada. En efecto, el mercurio, como la pasión, es uno de los líquidos más densos que se pueden encontrar en la Tierra: un yunque de hierro de 50 kilos flota al intentar sumergirlo en mercurio líquido. También es cierto que el mercurio es tóxico, como muchos amores.
Siguiendo con la ciencia, el deseo es un combustible que al ser quemado puede generar niveles internos de calor y luz infinitos. Es extraño que esa atracción regida por la química y por la física más perfectas nunca haya conseguido ser enseñada junto con la tabla periódica de los elementos. Injusticias del canon escolar, que suele despreciar algunos de los tópicos más esenciales para la vida.
Pero continuemos con las ciencias duras, la termodinámica, esa parte de la física que estudia la interacción entre el calor y otras manifestaciones de energía, no ha podido dar hasta hoy con la composición del combustible excelso que arde en aquel que de madrugada se dirige a encontrarse con los brazos ignífugos que lo restituirán a su paraíso. Ese sentimiento interno que todos hemos sentido alguna vez, llamado amor, parece precisar de la corporalidad para crear una tercera cosa: una especie de alteridad que no es ninguno de los dos amantes.
La pasión es creadora, la comunión intensa produce una novedad que precisa ser alimentada por el encuentro y la cercanía, pero no siempre ocurre. El intervalo cruel entre el cuerpo del amado y su amante se transforma en infinidad de ocasiones en un impedimento definitivo.
Malévola, la distancia es ese milímetro multiplicado por millones que se transforma en un verdugo para muchas relaciones. Ella, con sus kilómetros a cuestas, ha perforado una infinidad de amores que se juraban eternos.
Muchos la relativizan al comienzo, pero como una araña paciente, va dando vueltas alrededor de sus presas, esas mariposas que antes habitaban en la panza. Las ahoga haciendo imposible el contacto, enfriando los calores, derritiendo los soles, llevando a las acequias del desamor lo que parecía una nevada maravillosa.
Con el espacio de su lado, se toma también su tiempo. Diplomáticamente, desgarra miocardios. No obstante, hay quienes consiguen sobrellevar semejante tempestad. El amor se dice de múltiples maneras y busca encauzarse aun ante las dificultades espaciales. Como en las leyes del mercado, son los amantes más creativos los que tienen mayores chances de sobrevivir.
Quienes se deciden a aceptar la distancia e intentan impedirle sus fechorías, se lanzan osados a la inventiva en sus múltiples formas: llamadas con video, cartas de puño y letra, regalos y comidas enviadas a domicilio. Se trata de acercar el contacto, de hacer llegar la caricia por delivery, rozar el alma con algún gesto.
Hay instantes sutiles, pequeñitos como habas, en que pareciera que la virtualidad compensa la distancia, aquieta y calma. Otros, en los que la necesidad de la presencia física se vuelve irreparable, aturdidora, irresoluble. Ahí se acaban un poco los argumentos, se miran fotos en el celular, se escribe: «te extraño», se suspira a quemarropa. Algunos, dejando el teléfono en comunicación, se duermen juntos en camas separadas por millas. El primero que despierta, sin siquiera llamar, puede susurrarle al oído al otro que todavía duerme. Trampas amorosas para intentar astillar a esos centímetros infinitos de cristal que los separan, contraseñas íntimas para jaquear a la lejanía.
Sucede, sin embargo, algo maravilloso que la ciencia aún no ha revelado. Cuando a pesar de su extrema tenacidad, la distancia no logra su propósito, ese amor se transfigura. El fuego de la lejanía que ha intentado carbonizarlo solo consigue perfeccionarlo. Ahora, es un refulgente metal precioso. Esos amores valen oro. Los orfebres experimentados lo saben.
Fuente: Nicolás José Isola, La Nación