Soñaba con el Cinema Paradiso propio, según confesó más de una vez. Sin embargo, el destino le jugó una mala pasada y aquel viejo sueño lo llevó a la quiebra. El descalabro financiero fue la primera gran piedra en el zapato de Sergio Denis que falleció a los 71 años. De ahí en más, jamás volvió a tener la estelaridad lograda ni su voz fue la misma. Es que la debacle financiera lo sumió en una profunda depresión que, además, diezmó su garganta, esa con la que le cantaba al amor y enamoraba a jóvenes y señoras maduras. El sueño de Héctor Omar Hoffmann Fenzel, tal su nombre real, terminó con la voz de Sergio Denis. Y con su fortuna.
En 1992, junto con Carlos, su hermano, se embarcaron en la titánica tarea de arrendar teatros en Lomas de Zamora, Caseros y Quilmes. El cantante nacido en Coronel Suárez padecía el cierre de salas o la reconversión de esos espacios en shoppings, templos, supermercados o estacionamientos. Así fue como decidió embarcarse en una aventura con la finalidad de darle un lugar a los músicos que, como él, encontraban en el Gran Buenos Aires la posibilidad de brindar sus conciertos a las barriadas populares, a esos fanáticos que no siempre podían acceder a los shows en el centro porteño.
La travesía naufragó rápido. La administración de las salas de Caseros y Quilmes caducó velozmente. Con el Coliseo de Lomas de Zamora, la aventura duró un poco más. Acaso el tiempo suficiente para sumir a los hermanos Hoffmann en la bancarrota. Si bien, Sergio Denis llevaba una carrera de dos décadas marcadas por el éxito, la creación de hits que se coreaban en el mundo, y estadios repletos de mujeres, la ganancia amasada se esfumó rápidamente. El escenario era su lugar. Trocar camarines por oficinas administrativas fue la peor decisión de su vida.
Para cumplir con el noble sueño de recuperar salas derruidas, el cantante se comprometió con créditos bancarios, préstamos e hipotecas. Pero el caos financiero rápidamente lo tapó de deudas impagables. La bola de nieve se convirtió en una trampa de consecuencias colosales. Las deudas se multiplicaban y la situación se hacía insostenible. La estrella de la canción romántica, de eterno semblante juvenil, debió vender todos y cada uno de sus bienes. Él, que había tenido todo el éxito posible, se desprendió hasta de su automóvil. «Viajar en tren me permite conectarme con la gente, con la realidad», confesó alguna vez. Los pasajeros se sorprendían al verlo. Allí estaba él, como uno más, en esos viajes entre su casa en el Conurbano y el centro de la ciudad.
Se quedó mudo
Perder el teatro fue solo una de las consecuencias, acaso la menor. Si con la pérdida económica no fuese suficiente, el destino le jugó feo. Se ensañó con su tesoro más preciado. Una noche, de madrugada, se despertó mudo. Paradoja horrenda. Ya ni siquiera podría ganarse la vida haciendo lo que sabía hacer, cantar. Lo que lo llenaba de felicidad y se convertía en un remanso en medio del espanto. «El dolor no lo podía canalizar en ningún lado, mucho menos hacer mi catarsis en terapia porque no tenía ni para pagarle al psicólogo», dijo.
Lo ayudaron los colegas. Se dice que hasta un viejo amor le tendió la mano: Susana Giménez . Las familias de sus primeras mujeres también hicieron lo suyo. El tipo bonachón, y algo picaflor, había sembrado su bondad. Era hora de recibir. Como buen artista, no se resignó a no subirse más a un escenario. Lo hizo sin voz y aterrado. El cuerpo rígido distaba mucho de aquel ídolo que pegaba saltos y recorría la escena. La gente seguía ahí. Las señoras maduras lo ovacionaban, se entusiasmaban con sus canciones y con el porte de galán que jamás perdió. A lo Dorian Gray, Sergio siempre aparentó menos edad y lució vestimentas de cuidadosa elección. Todo al servicio de esas fanáticas que se derretían con él. Ese era su rol y el escenario su lugar. «Recurrí a profesionales de la salud para reeducar mi voz», reconoció. Lo logró. En un recital en Claromecó sintió que, como una epifanía, volvía a ser el que era. Y no paró más. Hasta que, en marzo de 2019, un escenario, otra paradoja del destino, le volvió a jugar una trampa. Esta vez mortal.
Fuente: Pablo Mascareño, La Nación