En 1847, dos años antes de su penosa muerte tirado en una calle de Baltimore, Edgar Allan Poe (1809-1849), publicó uno de sus treinta cuentos de terror: el resto eran analíticos, metafísicos y sobrenaturales, pero el terror cautivaba al público hasta agotar la edición en pocas horas.
Entre ellos, La Máscara de la Muerte Roja.
Cierto príncipe de una comarca no mencionada, lo mismo que el año de los sucesos, vio caer en corto tiempo, muertos entre horribles dolores, a más de la mitad de sus pobladores, con sus caras teñidas de sangre: el signo de la incontenible peste.
Pero poco o nada le importó. Próspero –tal su nombre–, dueño de una fortuna sin par, reunió a mil almas, entre nobles, caballeros de alcurnia y damas despreocupadas, y decidió vencer a la Muerte Roja.
Ocupó una antigua abadía amurallada, la reformó con siete salones en línea y cada uno de un color, acopió toneladas de manjares y hectolitros de los mejores vinos, e hizo soldar todos los cerrojos de las infinitas puertas: una fortaleza inexpugnable contra la peste.
Al quinto o sexto mes, convencido de su victoria contra el Mal, decidió celebrar la hazaña con un baile de disfraces como jamás antes se había visto en la comarca, y acaso en el entero mundo.
Él mismo diseñó los disfraces, que iban desde la más exquisita elegancia hasta el grotesco más infamante, y se armó con un puñal cuya sola punta estremecía.
Durante días y días y noches y noches no hubo más que banquetes, música, baile, desenfreno, y la certeza de que Próspero había derrotado al flagelo.
Pero en la última noche de jolgorio y en la última galería, la más triste, sin vitraux que a la luz de las velas irradiaran extraños colores, sonó con una campanada aterradora el antiguo carillón, y recién entonces las damas y los caballeros advirtieron la presencia de un nuevo comensal. Una figura alta, flaca, envuelta en un sudario, y cubierta su cara con una máscara cadavérica.
Próspero aprestó su puñal y enfrentó al intruso. Pero no tuvo tiempo: el desconocido se quitó la máscara y mostró su cara real cubierta de sangre.
Ante gritos de horror e inútiles intentos de fuga, poco después aquellos que se creyeron invulnerables murieron del mismo modo que los pobres de la comarca: con sus caras empapadas en sangre.
Próspero, mientras caía, trató de clavar su puñal en el cuerpo de la espantosa aparición, pero fue inútil: era intangible.
Había entrado a la abadía de modo sobrenatural…, o tal vez ya estaba en ella antes de todos los preparativos y precauciones.
Este cuento de ese gigante que fue Poe no es, hoy, gratuito. La peste –todas las pestes– estuvo desde el Principio, dejará su reguero de muertes (su tragedia apocalíptica) acaso hasta el fin de los tiempos, y habrá que enfrentarla, como hoy al coronavirus, muy lejos de la soberbia del príncipe Próspero,
Con sensatez, con la ciencia trabajando a full, con medidas severas pero sin la tentación del poder único, ¡sin contradicciones!, con castigos severos que realmente se cumplan contra los transgresores que desdeñan el lavado de manos y el barbijo y siguen viviendo (y manejando) como si el recuento de muertos, infectados, recuperados, fuera la tabla de posiciones del fútbol. Gente visible, encogiéndose de hombros ante una criminal criatura invisible (o casi): sólo se ve en el microscopio a través de unos 100 nanonómetros (un nanómetro es la billonésima parte de un metro).
El virus no piensa ni tiene enemigos. Anida donde puede cumpliendo su destino de virus, y muere si los hombres hacen honor al milagroso privilegio de pensar. A su cerebro…, y sin errores que rocen el infantilismo.
Fuente: Infobae