Hace ya 77 años, el 6 de abril de 1943, salía a la luz “El Principito”, la obra más famosa de Antoine de Saint-Exupéry, quien murió al año siguiente, sin tiempo para cobrar siquiera un dólar por los derechos de autor. Pionero de la aviación comercial sobre territorios inhóspitos, profundo y exitoso escritor varias veces llevado al cine, auténtico luchador antifascista, inagotable seductor de mujeres exquisitas, Saint-Exupéry murió en su asiento de piloto durante una misión secreta, a fines de la guerra. Apenas tres semanas después, los Aliados liberaban París.
Sobre estos y otros episodios de su azarosa vida trata el film de Marie-Brunet Debaines que Film & Arts presenta a partir de anoche, y continuará durante abril en distintos horarios, “Saint-Exupéry, el último romántico”. Con abundante material de archivo, textos de sus libros, dibujos y fragmentos de películas, el relato destaca un detalle muy particular: días antes de ir a la guerra, el escritor le dejó los manuscritos de “El Principito” a una joven que no era su esposa. ¿Quién era, entonces? Cuatro mujeres lo rodeaban en aquellos días.
Primero, la legal, Consuelo Suncin, a quien Germán Arciniegas describió “como un volcán pequeño de El Salvador que vertió sus llamas en las azoteas de París”.
Saint-Exupéry la conoció en Buenos Aires. El estaba al frente de la Companie Aeropostale, y ella, con solo 25 años, era doblemente viuda. Su primer marido sufrió un accidente de tránsito cuando vivían en California. El segundo, Enrique Gómez Carrillo, escritor, diplomático de peso y millonario, sufrió un derrame cerebral cuando vivían en Francia. Ella vino aquí para ahogar sus penas, y el aviador se la llevó a París. En 1940 la invasión nazi los empujó a EEUU, donde él participó en las emisiones de “La voz de América” junto a otros exiliados franceses, alentando a los norteamericanos a entrar en combate.
Ahí aparecen las otras. Con perfil bajo, Peggy Hitchcock, esposa del editor Curtice Hitchcock. Más atrevida, bonita, con cuello de cisne, Elizabeth Young, que en los ’30 fue actriz en Hollywood y esposa del productor y guionista Joseph Mankiewicz, quien luego también sería director, y ganador de cuatro Oscars. Liz tuvo un hijo con Mankiewicz, casi enseguida se divorció, se casó con el editor Eugene Reynal, que le dio su apellido al niño, y pasó a ser asesora de la empresa Reynal & Hitchcock de Nueva York. Liz y Peggy para niños. En verdad, no lo hicieron por ternura, sino para competir con otra empresa que había contratado a Pamela Travers, la autora de “Mary Poppins”.
Los devotos del escritor todavía peregrinan por los lugares que el matrimonio habitó de 1940 a 1943: dos áticos en Central Park South, una casa en el East Side de Manhattan, y una vieja casona de 22 habitaciones en Asharoken, Long Island, que hoy figura en el National Register of Historic Places. Ahí es donde Saint-Exupéry fue escribiendo su libro. Pero unos cuantos dibujos los hizo en otro lado: el nidito de Sylvia Hamilton, joven y adinerada periodista neoyorkina. Ella le regaló la frase del zorro, “solo puedes ver bien con tu corazón”. Y, como resumió un amigo de la pareja, “ils nouent une amitié amoureuse breve et intense, labile et reconfortante”. Lo que se dice, el reposo del guerrero.
Saint-Exupéry terminó su libro en octubre de 1942. En abril de 1943 “El Principito” ya estaba en librerías, y él en viaje al norte africano, donde se reuniría con sus compañeros de armas de las Fuerzas Francesas Libres. Al despedirse, le regaló a Sylvia su cámara fotográfica y el manuscrito del libro. El resto ya se sabe.
¿Pero qué fue de esas mujeres? Por encima de cualquier mezquindad, Pamela Travers publicó el 11 de abril en “The New York Herald” un artículo notablemente elogioso de “El Principito”. Peggy Hitchcock, la esposa discreta, siguió con su marido. Elizabeth se divorció de Reynal más o menos cuando la empresa fue absorbida por otra. Consuelo Suscin se consoló con otro escritor, el suizo Denis de Rougemont, cinco años más joven. El la ayudó a escribir sus “Memorias de la rosa”, que es el personaje que el aviador le había asignado. De Rougemont se destacó después como propulsor de la Unión Europea (y antes, en 1941, como conferencista invitado por Victoria Ocampo). Y Sylvia Hamilton, dulce y zorruna, se casó con Gottfried Reinhardt, un hombre de cine que supo ser libretista, productor y director de reconocidas figuras, desde Greta Garbo hasta un jovencito Robert Redford, pasando por el Kirk Douglas de “Pueblo de malditos”. Reinhardt fue el reposo de la guerrera, que pasó el resto de su vida entre Hollywood y los Alpes austríacos, leyendo y pintando. Los manuscritos se los vendió a la Morgan Library de Nueva York.
¿Y en qué niño se habrá inspirado el aviador para su personaje inolvidable? De las familias frecuentadas por el escritor, pudo ser Land Morrow Lindbergh, el tercer hijo del famoso recordman. O Thomas De Koninck, hijo mayor del filósofo católico del Quebec. Ambos niños hacían preguntas inteligentes, tenían enorme sensibilidad, y el cabello rubio lleno de rulos. También pudo ser Eric Reynal, no se sabe. Los tres eran principitos. Después crecieron. Land hizo vida de buen burgués, Thomas fue profesor universitario y Eric desarrolló una exitosa carrera en la banca internacional.
“El Principito” llegó a vender cerca de 140 millones de ejemplares en todo el mundo, traducido a más de 250 lenguas. El primero en llevarla al castellano, en 1951, fue el doctor Bonifacio del Carril, que también tradujo “El extranjero”, de Albert Camus, entre otras obras. No parece la misma persona, pero del Carril fue además miembro de la Academia Nacional de la Historia y de la Academia Nacional de Bellas Artes, que presidió en tres ocasiones, subsecretario del Interior del gobierno del general Pedro Ramírez, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de José M. Guido, y embajador extraordinario del gobierno de Arturo Illia ante la ONU, donde, junto a García del Solar, logró imponer la Resolución 2065 que obligaba al Reino Unido a conversar con Argentina sobre el futuro de las Malvinas. Pero esto ya es otra historia.
Fuente: Ámbito