La propuesta era tentadora: un trabajo de seis meses en un crucero por el Caribe como cantante de una banda de ballroom. Vir se había separado y esta era la oportunidad para empezar de nuevo. Y, aunque sabía que iba a ser difícil estar tanto tiempo sin su hijo, entendió que se le abría una chance, no sólo de tener un buen sueldo, sino de encontrar un espacio para ella misma, para repensarse y pensar su futuro.
En noviembre salió de Ezeiza hacia Cartagena, donde la esperaba una mole de casi 300 metros de largo, capaz de alojar a 3500 pasajeros y 1200 tripulantes. Subió al barco casi en el mismo momento en el que del otro lado del mundo aparecía el paciente cero en Wuhan y empezaba a gestarse en silencio lo que se convertiría en la pandemia más grave del siglo XXI.
Voces que se agitan
Vir Marques es una porteña de 38 años. Es música y docente. Esta iba a ser su primera experiencia en un crucero. Al principio fueron días de ansiedad, entusiasmo, descubrimiento. Compartía el camarote con una colega chilena y cada noche subía al escenario, donde acompañada por piano, bajo y batería, hacía standars de jazz y versiones amables de rock y blues. Era la típica imagen del “Crucero del amor”: ella vestida de rojo o negro con el pelo suelto, y los turistas de gala bailando en un salón amplio de pisos de madera y luces tenues.
El viaje en el mar pone en marcha toda una maquinaria de entretenimiento y la música juega un rol importantísimo. Vir cantaba en una de las tres bandas fijas; las otras eran una party band -que hacía música disco y pop- y una orquesta. Pero, además, en diferentes momentos del día, otros entertainers, como un pianista y un guitarrista, acompañaban los almuerzos, las comidas, los bares a la caída del sol.
Los pasajeros subían en una escala, pasaban varios días en el mar azul y volvían a tierra, después de haber vivido unas vacaciones de piscina, música, placer y amor. Pero el virus cortó el movimiento del mundo. Los enfermos empezaron a contarse por millares, las fronteras se cerraron, las empresas navieras suspendieron las operaciones, la cuarentena nos dejó a todos recluidos. El barco se fue vaciando. Se quedó sin turistas y con los pocos tripulantes que no encontraron la llave para volver a casa. Vir, una de ellos.
Hoy los tripulantes que quedan son de países con entrada restringida: Filipinas, Italia, China, Brasil, Serbia, Argentina. Hace días que están rodeando las Bahamas: el paraíso puede ser, también, una forma de encierro.
Hombre al agua
En el barco se hacen controles periódicos y nadie dio síntomas de la enfermedad. El médico, de hecho, les dijo que podían estar tranquilos: como sólo tocan puerto para reabastecerse, y eso se hace en condiciones estrictas de seguridad, parecería que no hay lugar más seguro que el crucero.
Además, desde que bajó el último pasajero, hay internet libre -en tiempos normales se paga un precio altísimo- y Vir puede hablar con Baltazar, su hijo, todos los días. “Me da mucha tranquilidad por cómo está llevando la cuarentena, pero lo extraño. Pasé su cumpleaños lejos de él; el primero en 11 años. Esos días sentí de todo en el cuerpo: culpa, ansiedad, angustia. Pero el papá se ocupó de organizar la fiesta y la comida. Le cantaron el Feliz Cumpleaños en el patio de la casa y yo lo canté con ellos desde una videollamada. Fue algo muy hermoso”.
En el momento en que se le cumplía la mitad del contrato, se empezó a hablar de la pandemia del coronavirus. “Ya en ese entonces tenía muchas ganas de estar en mi tierra”, dice Vir. “Sentir los olores familiares: el olor a rocío, la lluvia en Buenos Aires. Juntarme con amigues, besar los cachetes de mi hijo, abrazarlo. A todos acá nos pasa por lo mismo; cada uno lo lleva como puede y según su cultura. Lo bueno es que estamos en la misma, entonces se forma la familia del barco. Nos acompañamos, nos aconsejamos, nos damos fuerza para no aflojar y para no sentirnos solos”.
Barco a la deriva
¿Cómo es un día en el crucero sin pasajeros? “Tranquilo, pero tratando de estar en actividad”, dice.
Se reasignaron las tareas para que todos cuiden el barco, se pulen las barandas y se mantiene la limpieza general. Hay reuniones por departamento para pensar cómo se van a organizar las actividades cuando todo vuelva a ponerse en marcha. Pero también hay tiempo para usar las piscinas y cada tripulante tiene ahora una habitación individual que antes ocupaban los pasajeros. Los cumpleaños se anuncian por altavoz; los almuerzos tienen opciones para las diferentes culturas: comidas picantes para los indios, mucho arroz para los filipinos, carne -“extraño las empanadas”, dice Vir-, ensaladas, etc.
“Lo bueno es que, al ser un barco gigante, siempre se puede encontrar un lugar de soledad”, dice. “Uno puede perderse un poco si no tiene ganas de pasarse el día rodeado de gente que habla en inglés. El inglés es el idioma común, claro, pero a veces necesito hablar en nuestra propia lengua”.
Junto a ella hay otros cuatro argentinos: tres músicos y una persona que trabaja en la administración. Todos tenían pasaje de regreso para el 25 de abril. Si se levantaran las restricciones de ingreso, podrían volver antes. Aunque no es seguro que puedan regresar ni cuando llegue ese día. “Estoy tranquila”, dice Vir, y sigue hablando de su hijo.
Fuente: Infobae