El artista plástico y diseñador Sergio De Loof, figura de la escena nocturna porteña durante los ’90, murió anteayer. Desde principio de mes esaba internado en una clínica de Berezatagui por un shock séptico, una afección mortal ocasionada por una infección grave localizada.
El año pasado, el artista tuvo su momento de reconocimiento cuando el Museo de Arte Moderno realizó la exposición ¿Sentiste hablar de mí?, en la que se realizó un recorrido por su legado y que se puede visitar hasta el 20 de abril de 2020.
Polémico, extravagante, trash. Si bien el nombre De Loof comenzó a sonar en los ‘80, en los que tenía amistad con otros personajes de la contracultura de entonces como Omar Chabán y Batato Barea e, incluso, circula la leyenda que convivió con Luca Prodan en San Telmo, lo cierto es que su fama llegó durante los ‘90, época del 1 a 1 y la pizza con champagne.
De Loof estudió en el Bellas Artes y comenzó a ser conocido en el microcosmos del arte a partir de la Bienal de Arte Joven de 1989, año en el que además comenzó a ser un partenaire de la noche porteña a partir de la apertura de diferentes bares como Bolivia (1989), El Dorado (1991), El Morocco (1993) y Ave Porco (1994).
Como reacción al vino en cartón de la disco Cemento, espacio destacado del rock nacional, tanto en Bolivia como en los otros reductos, De Loof acompañó los cambios sociales del menemato, como el ascenso de la cumbia como producto cultural -que fascinaba como rareza cool a los asistentes-, y también abrió las puertas a la diversidad, a la disidencia: estilo, looks, cross dressing de las primeras drags céntricas.
De Loof se convirtió entonces en un artista de su tiempo, pero con un sentido barroco de la estética, una mezcla confusa -y provocadora- que desafiaba la mirada. Ese estilo kitsch, en el que se mezclaban corrientes a las que por convención se las consideraba contrapuesta le otorgó características que hicieron que en el mundo de la moda su creaciones sean reconocibles, inconfundibles. De Loof alcanzó un sello, lo que no es nada desdeñable.
“La resignificación de lo sucio, la valoración del impacto, la multiplicidad de formas, la amalgama de épocas, el reciclaje de la basura y lo usado, la irrupción de la realidad de la calle, el collage y el patchwork, la fragmentación polimorfa, el revival estetizante, la comunidad en torno a la obra, el gesto minúsculo de lo descocido o deshilachado, las atmósferas intensas, la desjerarquización de la cultura son procedimientos propios de los desfiles de De Loof”, explicó la socióloga Daniela Lucena, investigadora de los vínculos entre arte, cultura y política, y autora de Modo mata moda (arte, cuerpo y micropolítica en los 80).
Para el creador no había terreno prohibido, no había juego que no se pudiera llevar adelante. Así, mixturaba en su diseños telas con papeles de revista Vogue, desperdicios con figuras de plástico, y en sus escenografías podía aparecer un chandelier adquirido en la casa de antigüedades más paqueta de San Telmo con muebles a bajo costo recuperados de los depósitos del Ejército de Salvación.
Como artista plástico, De Loof continuó con la tradición Duchampiana del ready made; o sea, el uso de una obra de arte existente reinterpretada a partir de una intervención. Algunas de las más conocidas son su versión de La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix, ploteada a tamaño real y firmada por él, que fue vendida en varios miles de dólares o un billete de Matisse con el característico SDL.
Fuente: Infobae