Tocarse la cara. Un placer perdido por el brote del coronavirus en el mundo. Dejar de llevarse los dedos a la boca o los ojos es lo primero que se aconseja después de la recomendación de lavarse correctamente las manos con jabón. ¿Por qué? Porque, sin darnos cuenta, lo hacemos más veces de las que miramos el celular (y esta nota no es sobre la adicción a la pantalla).
Lo hacemos desde que nacemos. Pero de todos los comportamientos que nos diferencian del resto de los animales, este no es uno. Los simios y los roedores hacen lo mismo que nosotros: se tocan la cara.
¿Por qué nos tocamos la cara? ¿Por qué nos resulta imposible no hacerlo? ¿Podemos dejar de hacerlo? Nunca nos hubiésemos preguntado esto antes de la pandemia global que ya marcó 34 casos confirmados en Argentina. La ciencia sí lo hizo y aún no tiene la respuesta definitiva. Eso sí, contra el imaginario colectivo -ese que grita «¡Es imposible no tocarse la cara!»-, está demostrado que se puede.
Tocarse la cara no es un reflejo. Es una conducta cultural y repetitiva a nivel neurológico. Así que a partir de un cambio de hábito –que puede ser especialmente problemático durante el brote de una enfermedad– podemos modificar nuestro cerebro.
Ese órgano que hace que te toques el ojo aunque no tengas una lagaña. Que hace que lleves la base de tu dedo índice a la nariz aunque no te pique. Que hace que (por ahora) sea más probable que estornudes en tus manos antes que en el pliegue del codo, tal como hizo el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, mientras a su lado un experto decía que eso justamente era lo que no había que hacer.
«No tocarse la cara de la manera que lo venimos haciendo ahora requiere de una reorganización cerebral. No está medido, implica años. Pero si de manera racional, a conciencia, hoy dejamos de hacerlo, nuestro cerebro, que aprende constantemente, de manera evolutiva hará que, por ejemplo, para una próxima pandemia no sea necesario explicarle al mundo que no se toque la cara. El mundo ya no se estará tocando la cara», explica a Clarín Maximo Zimerman, director medico de Cites-INECO, Instituto de Neurología Cognitiva.
Es un neurólogo argentino doctorado en Neurociencias y Neuroplasticidad en el Hospital Universitario de Hamburgo, que vivió 15 años en Alemania y, por eso y por sus estudios, sabe que los argentinos no nos tocamos menos la cara que los europeos, que están en el epicentro de la pandemia, como lo declaró días atrás la Organización Mundial de la Salud.
El hábito de estornudar en la mano es cultural. «Ponete la mano para estornudar», escuchamos desde la infancia. Ahora el speech cambió. Se debe estornudar en en un tissue y luego tirarlo en una bolsita cerrada que terminará en el tacho con el resto de la basura debidamente separada. Según Zimerman, tocarse la cara también es cultural. Pero ya es carne en nuestro cerebro.
«Tienen que ver con la cultura, sí, pero a la vez con cierta frecuencia de movimientos, conocidas como conductas repetitivas. Tocarse la cara es lo mismo que mover la cabeza (sí, tampoco no nos damos cuenta de que lo hacemos sin razón), tocarse el pelo o cruzarse de piernas», detalla. Todo eso se acentúa en quienes tienen un trastorno obsesivo compulsivo (TOC). «Pero todos -remarca- lo hacemos».
Mientras que la mayoría de las especies se tocan la cara como un ejercicio de aseo -nuestro gato que parece así «bañarse- o como una forma de ahuyentar a las plagas, en las personas -y los simios- aún no está especificado.
Entonces, ¿por qué lo hacemos? «No tiene un propósito. Una hipótesis es que puede ser un mecanismo en loop (que se repite) para calmarnos la ansiedad, como señala un estudio de la Universidad de California, Berkeley, en Estados Unidos», sentencia.
¿Por qué algo que parece tan simple no se sabe con certeza? Eso quizá representa la misma dificultad para que, mientras lees esta nota, antes y después, tus dedos no estén en tu cara. Tocarnos la cara también es un síntoma de vivir estresados.
«El circuito que engloba esta conducta repetitiva de tocarnos la cara es muy complejo y no está totalmente esclarecido a la fecha. Se sabe que regiones del cerebro como la corteza motora primaria, corteza pre-motora y núcleos subcorticales están implicados comprometiendo neurotransmisores exitatorios e inhibitorios. Este hábito forma parte de conductas repetitivas centradas en el cuerpo y se incrementa ante situaciones de estrés», explica el especialista.
Pasajeros llegan con barbijos al aeropuerto de Ezeiza. (Germán García Adrasti)
¿El cambio de hábito es desde el cerebro hacia afuera o al revés? Ahí sí hay certeza. «Que dejemos de tocarnos la cara puede darse de manera conciente o cuando esta pauta se incorpore desde lo inconsciente o automático. Los humanos tenemos esta conducta repetitiva. Si no ejecutarla no puede racionalizarse y automatizarse por parte del individuo, a pesar de que pasen muchos años, no lo vamos a poder evitar”, insiste.
¿Un ejemplo de un hábito ya perdido? «El más antiguo: cuando los humanos empezamos a caminar. Fue un fenómeno adaptativo». ¿Y un hábito que adquiriremos a futuro y se reflejará en el cerebro? «Por el uso del celular, en 100 años el desarrollo en los miembros superiores va a cambiar. En el cerebro va a haber más circuitos involucrados en la corteza cerebral que van a tener que ver con la movilidad de los dedos», cierra. Dejar de tocarnos la cara hoy puede ser el principio de un nuevo fenómeno adaptativo cerebral de mañana.
¿Cómo empezar a dejar de tocarnos la cara?
El Departamento de Medicina de NYU Langone Health de Estados Unidos publicó recientemente una serie de tips para empezar a cambiar este hábito:
- Tener a mano una caja de pañuelos desechables. «Cuando sentís la necesidad de rascarte por picazón, frotarte la nariz o ajustarte los anteojos, agarrá un pañuelo y usálo en lugar de tus dedos», dice el informe.
- Identificá qué lo detona. En el sentido de razonar en el porqué de llevar los dedos a la cara para encontrarle el «sin sentido».
- Mantener las manos ocupadas. Una lapicera puede ser un gran aliado si las manos están correctamente limpias y no se lleva a la boca.
- Tranquilizate. Como explicó Zimerman, una de las posibles causas de este hábito es «calmar la ansiedad». Sin ansiedad, hay menos dedos en la cara.
Fuente: Clarín