Si hay algo que define a Hollywood es la devoción por los grandes regresos. Esos que llegan después de una estrepitosa caída o una prolongada ausencia. O aquellos que suponen una especie de reconciliación entre la estrella rebelde y la industria maternal que la recibe nuevamente en su seno. El Oscar a Elizabeth Taylor por Una Venus en visón (1960), luego de una enfermedad que la tuvo peleando por su vida, fue el perfecto drama para erigirla nuevamente como la niña mimada, arrebatándosela a la muerte por la fuerza de quienes no se resignaban a perderla.
Y unos años antes, el reconocimiento para Ingrid Bergman por Anastasia (1956) había sido la misiva de perdón que la industria le otorgaba a la actriz sueca, al tenerla de regreso entre sus filas luego del periplo neorrealista junto a Roberto Rossellini. Hollywood siempre encuentra la mejor manera de celebrar esos retornos, de teñirlos de ese desgarrador glamour propio del ave fénix.
Trailer Judy
Este año le tocó a Renée Zellweger, apartada por decisión propia de la pantalla y los flashes durante varios años. Esa prolongada ausencia, que comenzó en 2010, signada por el bajo perfil, el regreso a los estudios universitarios y los viajes por el mundo, tuvo dos interrupciones agridulces. La primera fue en 2014, cuando su aparición en un evento público despertó comentarios insidiosos sobre su apariencia (¿se había hecho una cirugía en el rostro?) y culminó con una enojada respuesta de la estrella en The Huffington Post que señalaba el cruel escrutinio al que se veían sometidas las mujeres en el mundo del espectáculo. La segunda fue el fracaso de El bebé de Bridget Jones (2016), tercera película de la saga basada en las novelas de Helen Fielding que la hizo popular y que, como toda promesa de éxito económico, se convirtió en una prisión para su trayectoria. Ambas parecían nuevas desilusiones. Pero fue en ese mismo tiempo en el que se gestó su verdadero resurgimiento, ese que llega con el aura de los melodramáticos retornos que solo las leyendas de antaño parecían merecer con Judy, que el jueves llega a las salas locales propulsada por la nominación al Oscar a la mejor actriz de Zellweger.
De entre las cenizas
Desde septiembre último, con el estreno de Judy en el festival de Toronto, es un hecho consumado que Renée Zellweger ha vuelto a las luces del espectáculo. Todas las entrevistas con los grandes medios de los Estados Unidos desde entonces señalan ese extraño espejo que encuentran aquellos años finales de la carrera de Judy Garland en Londres con este resurgimiento que tiene a la propia Zellweger como protagonista. La elección de ella para el papel también fue toda una sorpresa. Leyó el guion en 2017, viajó a los estudios Abbey Road para una serie de pruebas musicales y sorprendió al director británico Rupert Goold con esa mezcla de entrega y fragilidad con la que vestía el escenario e interpretaba las canciones. Basada en la obra de teatro «Al final del arco iris», de Peter Quilter, Judy recrea los últimos conciertos de la estrella en 1968 -antes de su muerte, a los 47 años, el 22 de junio de 1969-, en el célebre club nocturno londinense Talk of the Town. Como su título lo anticipa, la obra encadena el inicio y el final de la carrera de Garland, desde la mítica ciudad de Oz gobernada por la tiranía de Louis B. Mayer, dueño de los estudios MGM, hasta las canciones del final, marcadas por las turbulencias de toda una vida, los últimos estertores de una leyenda. El principio y el final, y lo que esos dos tiempos tuvieron en común.
Si bien dar vida a esa desgarradora historia era todo un desafío para Zellweger, la prueba de fuego era poder dar su voz a las canciones. Entrenada en el musical desde los tiempos de Chicago, la intérprete, ahora tenía que encontrar una forma original de interpretar «The Trolley Song» o «Come Rain or Come Shine» sin convertirlas en un ejercicio de pura imitación. Con una voz de grave registro y fraseo inimitable, el despliegue de Garland en los conciertos de sus últimos años fue tanto una ardiente despedida como una marca indeleble para la historia de la canción americana. Recrear aquello podía resultar un sacrilegio si solo estaba impulsado por el mero intento de la repetición. Pero luego de extenuantes entrenamientos vocales, de conseguir aquella apariencia de showoman que le daban los trajes coloridos y el pelo corto, Zellweger logró dotar a su interpretación de una entereza que anhela sobreponerse a su propia fragilidad, al miedo de sentirse observada que recuerda a la Judy adolescente, y a la entrega absoluta que todo público exige para guardarla en su memoria.
Judy escapa a la idea de película biográfica. Comienza con los sueños construidos sobre el camino amarillo de El mago de Oz, con aquella distinción prometida por la voz del director de la Metro que la consagraba por encima de los mortales y al mismo tiempo la confinaba a la disciplina de la fama, y se eleva hasta el invierno boreal de 1968, en una Londres lluviosa que la espera para aplaudirla y para absorber los últimos haces de luz que quedan de su estrella. En ese viaje entre pasado y presente, el retrato que Zellweger ofrece de Garland está plagado de contraluces, del dolor por la separación de sus hijos, por sus matrimonios frustrados, por el insomnio y las adicciones. Pero también en ese tiempo asoma el descubrimiento de amistadas inesperadas, del cariño conmovedor de los fans que no la olvidan y la fuerza sobre el escenario que nace de aquellas cenizas todavía incandescentes. Ese pulso contradictorio de la fama, que Garland padeció como una condena desde que era la tímida Frances Gumm de Minnesota, para luego convertirse en la mina de oro para la MGM, es el mismo que asoma en la mirada de Zellweger sobre ese escenario fantasmal, el que encubre en ese desgarro ajeno los indicios del propio.
Sigue el camino amarillo
El elemento común en la mayoría de las entrevistas que Zellweger ha dado desde el comienzo de la carrera por el Oscar es el testimonio de la lenta adaptación al trato con la prensa que ha tenido que afrontar luego de años de ausencia. En la entrevista publicada en The New York Times en septiembre pasado, el cronista conjuga la sorpresa por la aparición de la actriz en el lobby del Hotel Beverly Wilshire de jogging y camiseta, con el pelo recogido bajo una gorra deportiva, con la certeza de que una demora de más de dos horas solo se le tolera a una verdadera estrella. Y su temprana afirmación de que esa texana menuda y de voz apenas audible será probablemente la próxima ganadora del Oscar -ya ha ganado el Globo de Oro, el SAG y el Critic’s Choice- no hace más que confirmar la verdadera dimensión de esa reaparición. Enlazar de manera tan definitiva esa historia contada en la pantalla con la de quien la interpreta es algo que ya estaba inscripto en la propia figura de Garland, cuyos personajes se han nutrido desde siempre del ideal que ella misma proyectaba, de las angustias de sus días más oscuros, del vigor de todos sus renacimientos. Sin embargo, hay una película que se destaca entre todas, el sendero evidente seguido por Quilter en la construcción de su retrato de aquel invierno de despedidas, el mismo que retoman Goold y Zellweger en Judy.
La película es Amarga es la gloria (1963), dirigida por Ronald Neame, aquel inglés de los estudios Ealing que encabezó sátiras como Whisky y Gloria (1960) con Alec Guinness, y que inesperadamente fue quien despidió a Judy Garland del cine. Como reza su título original, I Could Go On Singing -«Podría seguir cantando», disponible en YouTube-, Garland interpreta allí a una famosa cantante que inicia una gira por Inglaterra e intenta seguir con sus esperados conciertos pese a los fantasmas de su pasado. En el centro de esa pena que la asedia está el abandono de su hijo, con quien intenta reencontrarse pese a los rencores que la separan del padre del niño. Ese amante despechado es Dirk Bogarde, un médico estricto que mantiene a su hijo en un internado y vela por la extinción de sus recuerdos. Es más que evidente que no hay película más cercana a la vida de Judy Garland que esta pequeña historia para llorar sin pudores. Ahí está el sufrimiento por la separación de sus hijos, que años después terminaría con la pérdida de la custodia a manos de su ex marido Sid Luft, los conciertos en Londres con canciones autorreferenciales como «By Myself», los matrimonios fallidos, el pánico escénico, la soledad y el extravío en la encrucijada entre la carrera y la vida personal.
Es interesante que Judy haya decidido nutrirse del argumento de esa película como el eco perfecto de la propia vida de Garland. Y lo es porque en ese gesto no solo afirma la tenue distancia que separa a toda ficción de la realidad, sino porque nos recuerda que la vigencia de un mito se debe a que su construcción siempre se realiza ante nuestros ojos, sobre la misma tela de la pantalla. El camino iniciado en los años de El mago de Oz culmina sobre un nuevo sendero de piedras, ahora desgastadas por el tiempo y la consciencia de la despedida, que desembocan nuevamente sobre un colorido escenario. La imagen final de Amarga es la gloria muestra a Judy Garland sonriendo ante su público entre lágrimas, erigida por sobre las sombras de su dolor gracias a la fuerza de su voz y su pasión. Es esa misma imagen la que Renée Zellweger recrea en la verdadera despedida de aquel lluvioso 1968, donde las lágrimas reclaman la persistencia de un recuerdo imborrable, donde la fuerza y la pasión de Judy Garland siguen intactas.
Fuente: Paula Vázquez Prieto, La Nación