Solo con la intro y los coros de «My Sweet Lord» («Aleluya», «Hare Rama») George Harrison consiguió plasmar el encuentro de dos procesos culturales en apariencia disímiles: la creencia en la divinidad expresada de distintas maneras durante miles de años y la eclosión de la cultura pop, el fenómeno social más relevante de la posguerra del siglo XX.
En noviembre de 1970, con los Beatles apenas disueltos, la salida de «My Sweet Lord» como sencillo del triple álbum All Thing Must Pass marcó para siempre la huella de un estilo que bien merece llamarse harrisoniano, al mismo tiempo que había dejado grabada una oración pop en la forma de un góspel sincrético donde se mezclan alabanzas que remiten al judaísmo, el catolicismo y las creencias ancestrales de la India.
En su revelador análisis de la obra de Andy Warhol, el crítico Arthur Danto estudia el giro final hacia la religiosidad que tuvo el artista que marcó un antes y un después en la historia del arte moderno y lo ilustra con una foto de cómo había quedado el estudio de Warhol al momento de su muerte, en 1987. Se ven allí dos imágenes del Jesús de la Última Cena (obra clásica sobre la que el neoyorquino practicaba un continuo remix) junto a una de sus legendarios prints con la lata de sopa Campbell. Harrison, con el mayor hit de su discografía, parece haber llegado a plasmar esa misma imagen por vía del sonido casi dos décadas antes.
Hoy, 2019, casi cincuenta años después, en tiempos de desmaterialización, «My Sweet Lord» sigue siendo la canción más escuchada de George Harrison. Spotify registra 181.456.209 reproducciones y la que le sigue, el ochentoso hit «Got my Mind Set on You», corre detrás por lejos, con 56 millones.
El Harrisonismo sigue siendo una opción alternativa dentro del universo beatle que confirma sus preferencias ahora en el consumo vía streaming. Paul es el más escuchado (10.270.125 oyentes mensuales), seguido de John (7.058.228), George (5.3189.484) y, lejos, Ringo (720.806). No deja de ser un reflejo de lo que pasaba mientras el grupo más influyente de la música popular se mantenía activo editando discos que aceleraban la transformación del rock de música de baile en banda de sonido de la contracultura.
Del aire de western introspectivo de «Don’t Bother Me» (1963) (que Spinetta cantó emocionado como tributo a George tras su muerte) al vals «I me Mine» (1969), al final, en Let it be (imposible borrar de la mente la imagen de John y Yoko bailándola abrazados en la película), Harrison siempre tuvo que hacerse lugar entre la línea fordista de canciones firmadas por Lennon & McCartney. Sin embargo, cada cameo suyo era un ejercicio de preciosismo: «I Need You» (1965), «If I Needed Someone» (1965), «Taxman» (1966), «Within You Without You» (1967), «While my Guitar Gently Weeps» (1968), «Something» (1969), «Heres Comes the Sun» (1969), entre las 22 que compuso para los Fab Four.
Una vez fuera de la estructura beatle, Harrison se tomó revancha. Se despachó con un álbum triple de 23 canciones que siguen siendo consideradas entre lo mejor que hayan producido los Beatles en sus años solistas. Editado con forma de box-set por el sello Apple, All Thing Must Pass es algo así como la Harrisonpedia, un compendio que reúne todas las posibilidades de su estilo, una forma de canción y un sonido (responsabilidad del productor Phil Spector) que trasunta un sentimiento de sobria melancolía, el destello de un sol de otoño que apenas alcanza tibieza. La voz, la guitarra y esa forma de canción pop lánguida le son a Harrison tan características que se reconocerán luego en el grupo de culto Big Star, en Tom Petty, en Electric Ligh Orchestra y, ya en los 90, en el power pop de Teenage Fanclub.
De esa incontinencia creativa, «My Sweet Lord» definió un molde al punto que fue capaz de inspirar una suerte de hit gemelo en la irresistible «Sister Golden Hair» (1975), del dúo yanqui América, un hit folk-pop que los puso en el primer puesto del ranking de Billboard. La apertura de «My Sweet Lord» reverbera en la intro de la canción de América que evoca la línea de guitarra slide tan característica del hit de George. A los 18 segundos, luego de un rasguido de cítara, una especie de sonrisa eléctrica arrebata de una vez y para siempre el corazón del oyente.¿Qué hacían en noviembre de 1970 millones de jóvenes occidentales cantando en sánscrito la tercera estrofa del Guru Stotram, una antigua alabanza a los maestros espiturales hindúes?
«My Sweet Lord» fue ungida rápidamente número uno en los charts de Inglaterra, Estados Unidos, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, España, Francia, Irlanda, Noruega y Holanda. Acá se editó en tiempo y forma, diciembre de 1970, como «Mi dulce señor», con «No es una pena» («Isn’it a Pity») en el lado B, que seguía el corte estadounidense (en Inglaterra salió con «What is Life»). El simple llegó a las disquerías de Buenos Aires con una funda negra en la que solo se leía la palabra «Apple» escrita en amarillo.
La rotunda pregnancia de «My Sweet Lord» también se mide por la diversidad de sus versiones: de los trash metal Megadeth (en un unplugged grabado en Buenos Aires donde cambian el «Aleluya» por «Argentina») a la imperdible de Julio Iglesias, un ejercicio de easy listening que incluyó en su icónico álbum «El Amor». El cantante español la grabó en inglés, respetando los coros devocionales, con una entonación que lo termina (oír para creer) acercando a Brian Ferry. U2 la usó para cerrar su Elevation Tour («Sorry George», se le escucha decir a Bono) y hasta el orquestador Ray Coniff la hizo suya mezclando las alabanzas a Krishna con arreglos de bronces estentóreos. Un ejercicio un tanto bizarro.
«My sweet lord» es también el sonido acabado de la búsqueda espiritual de Harrison ya insinuada con los Beatles a partir de la inclusión del sitar en «Norwegian Wood», del disco Rubber Soul (1965), y consumada en el mítico viaje del grupo a la India para entrevistarse con el gurú Maharishi, en 1968. La influencia poderosa que los Beatles ejercieron en su generación provocó una ola de orientalismo que sintonizaba con la estética hippie y terminó haciendo del culto Hare Krishna una moda esotérica entre fines de los 60 y principios de los 70. El hit de All Thing Must Pass cristaliza, por cierto, ese período en el que la cultura pop, surgida como un desvío de la sociedad de consumo, se nutrió de la espiritualidad de la India para expandir su programa estético. Hoy se hablaría de apropiación cultural, pero quizás haya que pensar en que los Beatles y Harrison repararon los años de dominio colonial británico poniendo a la cultura védica en el centro del universo pop. ¿Qué hacían en noviembre de 1970 millones de jóvenes occidentales cantando en sánscrito la tercera estrofa del Guru Stotram, una antigua alabanza a los maestros espiturales hindúes?
La canción fue compuesta originalmente por George para el tecladista Billy Preston, que alcanzó a editarla dos meses antes de la salida del simple en su álbum Encouraging Words, otro lanzamiento de Apple. De corte soul, con reminiscencias a Stevie Wonder, a la primera versión grabada de «My Sweet Lord» le falta la cadencia inmaculada del hit pero acaso haya alumbrado la posible inspiración de Harrison: «He’s So Fine», una melodía doo wop del grupo de chicas The Chiffons lanzada en un E.P llamado One Fine Day, en 1963.
Ronnie Mack, el autor de «He’s So Fine», demandó a Harrison por plagio en 1976 a través de la compañía Bright Tunes. El ex Beatle, que se defendió alegando que se había inspirado en el góspel anónimo «Oh Happy Day», fue finalmente multado por «plagio inconsciente» provocado por un estado de criptomnesia o recuerdo oculto. No hay dudas de las similitudes cuando se escucha a las Chiffons y es probable también que tanto Ronnie Mack como Harrison hayan echado mano al himno cristiano para reformularlo en clave de canción pop. Por otra parte, los grupos de chicas soul de principios de los 60 habían sido una de las inspiraciones más fuertes para los Beatles tempranos que, por caso, versionaron el «Mr Postman» de The Marvelettes. Claro que hoy nadie recuerda a Las Chiffons mientras «My Sweet Lord» sigue sonando y representa el everest del Harrisonismo junto a «Something» y «While my Guitar Gently Weeps». Como si se hubieran anticipado a esta historia, en ese mismo EP de 1963, las Chiffons grabaron una canción llamada «Mystic Voice» (¿La de George?)
Cincuenta años después, en 2013, tras una investigación que le demandó casi diez años, Katia Chornik, de la Universidad de Manchester, reveló que en los centros de tortura del régimen de Augusto Pinochet, en Chile, se ponía música muy fuerte para disimular los gritos o quebrar a los detenidos. Basada en entrevistas con expresos de nueve centros clandestinos, Chornik encontró que algunas canciones eran mencionadas de forma recurrente en los testimonios. «My Sweet Lord», el mantra pop de George Harrison, era una de ellas. No puede imaginarse peor destino para una canción tan luminosa, pero es cierto que los dictadores latinoamericanos siempre hicieron gala de su profesión de fe.
Fuente: La Nación