Algunas personas han considerado la última parte de mi respuesta como insultante, o como prueba de mi odio hacia Marvel. Si alguien está decidido en interpretar mis palabras de esa manera, no hay nada que pueda hacer al respecto.
En muchas de las películas de franquicias trabajan personas con talento y maestría considerable. Se ve en la pantalla. El hecho de que los filmes como tal no me interesen es un asunto de gusto y carácter personal. Sé que, si fuese más joven, podría haber estado emocionado por estas producciones cinematográficas y quizás hasta hubiera querido hacer una. Pero crecí en el momento que lo hice y desarrollé un sentido de las películas —de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser— que está tan lejos del universo Marvel como la tierra lo está de Alfa Centauri.
Para mí, para los cineastas que llegué a amar y respetar, y para los amigos que empezaron a rodar películas al mismo tiempo que yo, el cine consistía en una revelación. Una revelación estética, emocional y espiritual. Giraba en torno a los personajes: la complejidad de las personas y sus naturalezas contradictorias y a veces paradójicas, su capacidad para herirse y amarse unos a otros y, súbitamente, enfrentarse a ellos mismos.
Consistía en confrontar lo inesperado en la pantalla y en la vida que dramatizaba e interpretaba, y expandir la sensación de lo que era posible en esa forma artística.
Esa era la clave para nosotros: era una forma artística. En aquel momento había cierto debate al respecto, por lo que defendimos al cine como un arte equivalente a la literatura, la música o el baile. Llegamos a entender que el arte podría encontrarse en distintos lugares y de muchas maneras: en “The Steel Helmet” de Sam Fuller y “Persona” de Ingmar Bergman, en “It’s Always Fair Weather” de Stanley Donen y Gene Kelly y en “Scorpio Rising” de Kenneth Anger, en “Vivre Sa Vie” de Jean-Luc Godard y en “The Killers” de Don Siegel.
También en las películas de Alfred Hitchcock. Supongo que podría decirse que Hitchcock era su propia franquicia. O nuestra franquicia. Cada estreno de una de sus producciones era todo un suceso. Estar en una sala llena de aquellos viejos teatros viendo “Rear Window” era una experiencia extraordinaria, un acontecimiento electrizante creado por la química entre los espectadores y la película en sí misma.
En cierto modo, algunos filmes de Hitchcock eran también como parques de atracciones. Pienso en “Strangers on a Train”, cuyo clímax sucede en un carrusel —en un parque de atracciones real— y en “Psycho”, la cual vi el día de su estreno en función de medianoche, y fue una experiencia que nunca olvidaré. El público quería ser sorprendido y emocionado, y no salieron decepcionados.
Sesenta o setenta años más tarde, seguimos viendo esas películas y maravillándonos con ellas. Pero ¿son las sorpresas y las emociones las que nos hacen regresar a ellas? No lo creo. Los escenarios de “North by Northwest” son impresionantes, pero no serían más que una sucesión de composiciones y cortes elegantes y dinámicos sin las emociones desgarradoras en el centro de la historia o el desconcierto absoluto del personaje de Cary Grant.
El clímax de “Strangers on a Train” es una proeza, pero es la interacción entre los dos personajes principales y la interpretación profundamente inquietante de Robert Walker lo que resuena en la actualidad.
Algunos dicen que las películas de Hitchcock tenían cierta similitud entre ellas, y quizás sea cierto: el mismo Hitchcock se hizo esa pregunta. Pero la similitud de las películas de franquicia de hoy es otro asunto. Muchos de los elementos que definen el cine como lo conozco se consiguen en las películas de Marvel. Lo que no hay es revelación, misterio o genuino peligro emocional. Nada está en riesgo. Las películas están diseñadas para satisfacer un conjunto específico de demandas y para ser variaciones de un número finito de temas.
Se hacen llamar secuelas, pero en realidad tienen espíritu de remakes y todo en ellas pasa por decisiones oficiales, porque no puede ser de otra manera. Esa es la naturaleza de las franquicias cinematográficas modernas: tienen mercados estudiados, están probadas con audiencias y son analizadas, modificadas, vueltas a analizar y vueltas a modificar hasta que están listas para el consumo.
En otras palabras, son todo lo que las películas de Paul Thomas Anderson, Claire Denis, Spike Lee, Ari Aster, Kathryn Bigelow o Wes Anderson no son. Cuando veo una película de cualquiera de estos cineastas, sé que voy a ver algo absolutamente nuevo y que seré transportado a experiencias inesperadas y a veces hasta innombrables. Ampliarán mi sensación de lo que es posible lograr al contar historias con imágenes en movimiento y sonidos.
Te preguntarás entonces, ¿cuál es mi problema? ¿Por qué no dejar a las películas de superhéroes y otras franquicias en paz? La razón es sencilla. Actualmente, en muchos lugares de este país y del mundo, las películas de franquicias son tu primera opción si quieres ver algo en el cine. Es un momento precario en cuanto a la exhibición, y hay menos teatros independientes que nunca. La ecuación se ha volteado y la emisión en continuo se ha convertido en el sistema principal de exhibición. Sin embargo, aún no conozco a ningún cineasta que no quiera hacer películas para que sean proyectadas en la pantalla grande, frente a una audiencia.
Eso me incluye, y eso que acabo de terminar una película para Netflix. Solo esa compañía nos permitió rodar “The Irishman” de la manera que queríamos, y siempre estaré agradecido por eso. Tenemos un tiempo de exhibición en salas, lo cual es genial. ¿Me hubiera gustado que la película estuviera en más salas de cine por más tiempo? Por supuesto que sí. Pero sin importar con quien termines haciendo tu película, la realidad es que las pantallas de la mayoría de los multicines están repletas de franquicias cinematográficas.
Si me dices que eso sucede por un mero asunto de oferta y demanda y por darle a la gente lo que quiere, estoy en desacuerdo. Es como la pregunta del huevo y la gallina. Si al espectador solo se le vende una cosa eternamente, por supuesto que solo va a querer más de lo mismo.
Podrías decir entonces, ¿no pueden simplemente irse a casa y ver cualquier otra cosa que quieran en Netflix, iTunes o Hulu? Claro que pueden. Pueden ir a cualquier otro sitio que no sea una sala de cine, el lugar donde los cineastas querían que sus películas fueran vistas.
Como todos sabemos, en los últimos 20 años la industria del cine ha cambiado en todos sus frentes. Sin embargo, el cambio más siniestro ha sucedido de manera sigilosa y en la oscuridad de la noche: la eliminación gradual pero constante del riesgo. Muchas películas actuales son productos perfectos fabricados para el consumo inmediato. Muchas de ellas están realizadas por equipos de personas talentosas. Aun así, les falta algo esencial: la visión unificadora de un artista individual. Por supuesto, un artista individual es el factor más riesgoso de todos.
No estoy insinuando que las películas deban ser o hayan sido alguna vez una forma artística subsidiada. Cuando el sistema de estudio de Hollywood estaba vivo y en buena forma, la tensión entre los artistas y los ejecutivos era constante e intensa, pero era una tensión productiva que nos dio algunas de las mejores películas de la historia. En palabras de Bob Dylan, las mejores películas de esa era fueron “heroicas y visionarias”.
Hoy, esa tensión se ha esfumado, y existen personas en la industria con una absoluta indiferencia sobre el aspecto artístico y una actitud displicente y posesiva —una combinación letal— sobre la historia del cine. Lamentablemente, la situación es que tenemos dos campos separados: el entretenimiento audiovisual mundial, y el cine. De vez en cuando se solapan, pero eso sucede cada vez menos. Y me temo que el dominio económico de uno está siendo utilizado para marginar e incluso menospreciar la existencia del otro.
Para cualquiera que sueñe con crear películas o que esté empezando a hacerlo, la situación actual es brutal y hostil con el arte. Y el simple acto de escribir estas palabras me llena de una tristeza absoluta.
Fuente: The New York Times