Hubo un momento en la historia de la cultura –digamos, de 1930 a 1980- en que la crítica literaria cumplió un papel central. Se escribían, se publicaban y, más sorprendentemente, se compraban y se leían cantidades de libros de crítica. Entre ellos, se destacaban los firmados por Walter Benjamin, Maurice Blanchot, Frank Kermode y Susan Sontag, por nombrar a las apuradas y al azar algunos nombres sobresalientes. Alguno podrá pensar que la mayor calidad promedio de la escritura en esos cincuenta años de gracia se correspondió de alguna manera con la exigencia paralela de los críticos, y que la actual decadencia más omenos generalizada se debe a la desaparición casi total de la práctica crítica en todas las artes.
El último de esos mohicanos –junto al también tenaz y nostálgico pero menos entusiasta George Steiner– fue el estadounidense Harold Bloom, a quien lo tentaban esas visiones apocalípticas (era un exaltado lector de la Biblia). Si Bloom fue el penúltimo crítico visible, es porque para serlo debió hacerse un nombre en un contexto –favorable a esa clase de ejercicio– que ya no existe más.
La impronta del autor de La anatomía de la influencia era precisamente la de su voluminoso cuerpo: todo en él está marcado por la voracidad, la insaciabilidad, el exceso reeditado. Un Orson Welles de las letras, era un obseso incorregible, un romántico encaprichado, una voz monologante y machacante como la de adorado Hamlet. Sus clases eran lecciones en el riesgoso arte de la lectura dirigida (murió a los 89 años y estuvo por última vez ante sus alumnos de Yale la semana pasada). Allí siguen, como evidencias ante un juicio, Cómo leer y por qué, La cábala y la crítica, y Shakespeare. La invención de lo humano, entre otro medio centenar. Sus títulos suelen ser imperativos e inhibitorios pero su estilo es ameno, tirando a lo despótico y pendenciero, cierto, pero siempre lucidísimo, siempre atendible.
Sus dos obras fundamentales –La angustia de las influencias y El canon occidental, de 1973 y 1994, respectivamente– fueron dos de las más polémicas y discutidas en la historia de la crítica. La primera estudió con astucia los préstamos y prestaciones, las absorciones y deformaciones entre autores. Y le permitió deducir y concluir, a no pocos de sus lectores, que lo interesante de encontrar similitudes e influencias demasiado visibles entre dos escritores es que fuerzan –así sea de un modo suave– a encontrar puntos originales en otra parte de la obra de un autor.
También El canon occidental –al margen de la demasiado famosa lista que baja el telón del libro con una ristra de “imprescindibles”, en la que, Bloom no lo desconocía, prevalecen las omisiones– alentó, entre otras cosas, a pensar en lo natural que puede resultar comprender a un autor por medio de otro (no un crítico que lo explica, sino otro novelista o poeta o dramaturgo).
La luz de sus ojos y su amor perdido fueron Shakespeare y sus criaturas (también Falstaff, Yago y Macbeth). Había un ansia, una urgencia, un desasosiego en Bloom que sólo Shakespeare parecía serenar. Y acaso por eso ninguna relectura le parecía suficiente (en todo caso, no convenía que fuera suficiente). Un crítico invariablemente insatisfecho hace pensar en el que está siempre de malhumor –Bloom era un célebre cascarrabias, puntuado por arrebatos de una dulzura un tanto pueril, como suele suceder en estos casos– porque todo lo mide contra la eternidad, que en su cabeza equivale a lo canonizado. A esa inmortalidad impresa se enfrentó de otros modos, por la vía de la religión, en sus libros El libro de J, La religión americana, Jesús y Yahvé y Presagios del milenio. Era lógico que el encendido William Blake fuera uno de sus poetas dilectos.
Ante un crítico con el virtuosismo volátil de Bloom se vuelve a saber lo poco que está descubierta una autora –como su apreciada Emily Dickinson– o una novela de Virginia Woolf; lo poco que de ellas se ha develado hasta ese momento (instancia que parece estar, quizá afortunadamente, siempre en el mismo lugar, no importa cuántos lectores hayan pasado por allí). Un crítico como Bloom fue descorriendo, con cada lectura, nuevos modos de encontrar placer y nuevas excusas para enriquecer la conversación, para sí mismo y para los demás.
Ningún crítico puede cubrirse los ojos ante la tradición (que contribuye a prolongar). Harold Bloom los abrió hasta este lunes, lo más grandes que pudo. Su itinerario hace pensar que una noble misión sería la de proponer la de un lector devoto como una vida que vale la pena anhelar. ¿Y si convirtiéramos a la crítica en un proyecto sigilosamente heroico?
Fuente: Clarín