En ese proyecto se embarcó, hacia 1930, Buenos Aires, que arrasó con todo lo que fue necesario arrasar -la iglesia de San Nicolás de Bari, la jabonería de Vieytes, el palacio de los Anchorena- para construir la avenida «más ancha del mundo», símbolo indiscutible de la capital argentina.
Hacia 1930 se construyó la Avenida 9 de Julio, símbolo indiscutible de Buenos Aires. Debajo del asfalto «más ancho del mundo» hay una ciudad paralela que muy pocos conocen.
Fuente: Brando – Crédito: Ilustración de RNDR
Por su historia, uno creería que debajo hay toneladas de restos arqueológicos. Fragmentos de cacharros, huesos y monedas: objetos cotidianos capaces de narrar la vida anterior a las topadoras y el asfalto. Pero no. Debajo hay talleres, oficinas, usinas eléctricas, comercios: lugares que funcionan discretamente bajo el suelo mientras por arriba pasan 10.000 autos por hora. Recorrer esos lugares es, si tal cosa fuera posible, hacer una arqueología del presente. Levantar las tablas y mirar la ciudad que late del otro lado del cemento como un corazón delator.
Puesto Central de Operaciones del subte
-Vení, Julio.
En la oscuridad del salón, apenas iluminado por el reflejo de las pantallas que cubren toda una pared y los monitores de los escritorios, Julio se acerca a la voz masculina que lo acaba de llamar. Se para detrás de su silla y escruta la computadora como tratando de resolver algún misterio.
-Sacá ese y metelo ahí, en el fondo.
Le dice, uniendo puntos en el monitor.
-El coche «a» en la cochera 1, posición 2. El «s» en la 4, posición 3.
El resto de los hombres -todos hombres-, distribuidos en dos semicírculos de cara a la pared luminosa, guardan silencio y atienden a sus propias pantallas. De vez en cuando, algún teléfono suena y rompe el silencio de esa miniatura de la NASA escondida bajo la avenida.
Julio Urtasún es el jefe del Puesto Central de Operaciones (PCO) de Metrovías, el lugar desde donde se monitorea permanentemente el movimiento de cuatro de las seis líneas del subterráneo de Buenos Aires. En este sitio, que tiene su ingreso por una plazoleta de la 9 de Julio (la empresa prefiere no dar su numeración exacta), 28 supervisores repartidos en cuatro turnos de seis horas miran constantemente el diagrama de las vías, donde se ven, en tiempo real, los trenes moviéndose como en un videojuego. Procuran que haya una distancia segura entre las unidades y, al mismo tiempo, que estén lo mejor distribuidas posible a lo largo de todo el recorrido: «Arman la calesita». De noche el trabajo sigue, controlando las tareas de limpieza y mantenimiento en cocheras y talleres, preparando el servicio de la mañana.
Detrás de la sala oscura hay un pasillo y, al fondo, una usina eléctrica que alimenta un tramo de la línea C. Una puerta cerrada con llave da acceso a un túnel cilíndrico, del marrón oxidado de la tierra y la profundidad, por donde salen los cables que desembocan en las vías.
De pie en medio del túnel, apenas iluminado por un reflector que parece convertir su rostro anguloso en una pintura de Rembrandt, Julio Urtasún percibe un ruido que, como el de esos silbatos ultrasónicos, escucha solo él. «Ahí viene el minotauro», dice.
Recién entonces se hace perceptible un susurro metálico y, en menos de un minuto, los vagones que pasan obturan el fondo del túnel, lo barren a toda velocidad.
-Dicen que encontraron, cuando se hizo el túnel, un minotauro. Es un bicho mitológico, una historia. Hay un montón de historias. Por ejemplo, en la línea A tenés a la novia…
Julio hace una pausa que parece ensayada para generar suspenso, pero dice: «Ahí viene el otro», y una barra de luz vuelve a arrasar el espacio negro, ahora en el sentido inverso.
-Es una mujer que se tiró a las vías con el vestido blanco y se te aparece de noche.
Veinte escalones arriba, a la luz de un mediodía brillante en la superficie de la ciudad, estos relatos se disuelven, y hasta suenan ingenuos. Acá abajo, en el silencio de los túneles como cavernas embrujadas, hay mucho más espacio para la duda.
Subestación eléctrica Carlos Pellegrini
Somos incapaces de oler la electricidad, o de verla. Y los que desconocemos los detalles íntimos de su funcionamiento aprendemos a asimilarla como algo que existe sin mayores sofisticaciones: es eso que alimenta nuestros enchufes, que expulsa luz desde nuestros interruptores. Pero acá, sepultados varios metros bajo la Avenida 9 de Julio, la electricidad existe con todos sus tecnicismos. Acá viene acompañada de conductores y aislantes y bobinas, y vuelve a ser lo que es: un flujo de energía que necesita procesos y conversiones para llegar a los hogares transformada en un insumo doméstico, manipulable.
-Acá empieza todo.
Dice, en el cuarto subsuelo, con su casco blanco y sus zapatos de goma aislante, Alejandro Cassinotti. Es ingeniero en electricidad y supervisor técnico de las subestaciones de Edesur, empresa que se encarga de la distribución de energía eléctrica en la zona sur de la ciudad y el conurbano bonaerense.
Hace algunos minutos, y en la mañana de un viernes tumultuoso en el centro porteño, hemos abierto una puerta mínima ubicada en la plazoleta Provincia de Neuquén y -al estilo del ropero de Narnia- desaparecido en las entrañas de la avenida, engullidos por una pequeña protuberancia pintada de un verde militar y camuflada entre canteros con agapantos.
Aunque podríamos haberlo hecho en un ascensor gigante, bajamos cuatro niveles por escalera para llegar al más subsuelo de los subsuelos: un pabellón de cemento ocupado por una madeja de cables que son el comienzo y el final de todo el proceso que ocurre acá, en la subestación eléctrica Carlos Pellegrini. Los cables gruesos y rojos traen la energía que se genera en lugares como la central térmica Costanera o la represa hidroeléctrica El Chocón en alta tensión: 132.000 voltios. Los cables blancos, que son más finos y mucho más numerosos, recorren el camino contrario: sacan para su distribución en hogares y oficinas la energía ya transformada en media tensión: 13,2 voltios.
No es habitual que las subestaciones eléctricas estén bajo tierra, pero cuando esta se construyó ya existía el centro de Buenos Aires y no había cómo alimentarlo ni dónde construirla.
Las paredes del lugar son de hormigón armado y su color deslucido delata los muchos años que pasaron desde que la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad (CIAE) las levantó, en la década de 1970. No es habitual que las subestaciones eléctricas estén bajo tierra, pero esta sí, porque entonces, cuando se construyó, el centro de Buenos Aires ya era el centro de Buenos Aires y no había dónde poner la mole eléctrica, ni cómo alimentarlo sin una.
Las torres de alta tensión se encuentran en el tercer subsuelo y los transformadores -que son tres y la pieza central del proceso-, un nivel más arriba, en el segundo subsuelo. Cada transformador tiene una potencia de 40 MVA (120 MVA entre los tres), lo que para la mayoría de los mortales no significa nada, pero a los fines prácticos resulta suficiente para procesar la energía que alimenta a casi 25.000 clientes del barrio de San Nicolás, entre los que se cuentan oficinas de gobierno, teatros, bancos, el Colegio de la Magistratura.
En el primer subsuelo, hay una oficina, un baño y su mingitorio, un pequeño vestuario. Cosas que eran más útiles antes que ahora, que ya no hay un guardia de manera permanente y, a menos que algo falle, todo se maneja en forma remota. Hay que imaginarse cómo transcurren las horas en este sitio: cientos de yuntas y engranajes zumbando día y noche en el subsuelo vacío, deshabitado, a oscuras, mientras por arriba la gente entra y sale de la ciudad, camina chocándose entre ella.
Línea C
Si usted alguna vez estuvo en la estación de subte Independencia, de la línea C, es probable que no haya notado que subió y bajó escaleras que lo recubrieron con la leyenda: «Solo Dios es vencedor», el lema del extinto reino nazarí de Granada. Para notarlo, tendría que saber árabe o, al menos, conocer el origen de esos cerámicos tornasolados que visten las paredes de la estación.
La línea C, que va de Constitución a Retiro, es la única que sigue el curso por debajo de la Avenida 9 de Julio, aunque otras cuatro la cruzan en alguno de sus puntos. Fue construida en 1933 por la Chadopyf: la Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas, con sede central en Madrid. El conde de Guadalhorce, un noble español que presidía la firma, decidió entonces decorar las estaciones de la línea con paisajes de ciudades españolas y motivos mudéjares, herencia de los tiempos en que los árabes dominaron parte de la península ibérica.
«Esas mayólicas son de 1934 y fueron hechas por las mismas casas de artesanos que hicieron las de la Plaza de España, en Sevilla», dice el historiador Eduardo Lazzari, especialista en la ciudad y presidente de la Junta de Estudios Históricos del Buen Ayre (Jehba), desde su despacho en la torre del palacio Barolo. » Es uno de los patrimonios subterráneos más importantes que tiene América del Sur y nosotros no le damos ninguna bolilla».
1.650 vehículos
Es la capacidad total de los tres estacionamientos que hay debajo de la avenida. Uno, ubicado entre Perón y Sarmiento, alberga actualmente una playa para vehículos retenidos por infracciones y una terminal de combis por donde circulan 65.000 personas por día.
Galerías
1 – Sueños de escritor
«Haremos una alegre calle subterránea de este pasaje», me dije. «Es una cloaca, fracasarás», me respondieron. «Haremos la galería más hermosa y concurrida de la ciudad», escribió el polémico escritor y político radical Raúl Barón Biza en 1960. Después de su paso por Harvard y por París, había ganado la concesión de los dos pasajes que cruzan por debajo de la Avenida 9 de Julio, a ambos lados del Obelisco, construidos en 1949 para facilitar el cruce de la avenida cuando todavía no había semáforos. Eran por entonces apenas unos pasillos vacíos y Barón Biza soñaba con explotarlos comercialmente y convertir un «refugio de pordioseros y malandras» en una galería subterránea al tono de las Galerías Lafayette. Lo logró, pero el éxito de la empresa no lo salvó de la muerte. En 1964, después de arrojarle ácido en la cara a su segunda mujer, Clotilde Sabattini, se suicidó.
Muchos años después, las galerías estaban muy lejos del sueño de Barón Biza. En 2014, el Gobierno de la Ciudad las restauró con criterio aséptico: esos pasillos donde siempre era de noche se volvieron blancos, lustrosos, como iluminados por una luz de heladera.
2 – Actores y espías
En estos pasillos fue capturado por la policía Tanguito en la película Tango feroz, uno de los chantas de Nueve reinas le dio una clase de moral al otro y fue cerrado el acuerdo entre Mario Santos y el hombre que, en el capítulo 5 de Los simuladores, estaba dispuesto a pagar para que su hijo aprobara todas las materias. En rigor, ese acuerdo se cerró mientras le lustraban los zapatos en Salón Norte, donde hoy los asientos están vacíos porque el hombre que lustra está enfermo y no vino.
Pero sí están Raúl Canzani -78 años, peluquero y uno de los dueños- y su recepcionista, que dice:
-Sí, los actores se sentaron acá.
-¿Viene gente realmente a hacer ese tipo de reuniones, a cerrar tratos?
-Más de lo que vos te pensás. Esto es peor que la SIDE.
3 – Cambalache
Debe haber algún criterio, pero es difícil saber cuál. Frente a un local donde cortan pelos y barbas y lustran zapatos, hay un «outlet de panificados» y, después, un anticuario que exhibe cubiertos para pescado. Hay un local de Cáritas cerrado y uno de compostura de calzado, de cerrajería, de fundas para celular y de artículos de tecnología. Locales de comida al paso que sirven lasaña con un sifón de soda y panchos por $35. Y, al lado de uno que vende cosas que podrían pensarse como souvenires porteños, otro que se llama Lakshmi, pero es respetuoso de los cultos más diversos: hay gatos de la suerte chinos, vírgenes cristianas de yeso, palo santo y velas de los colores apropiados para hacer gualichos. Hay kioscos y un local que promete «todo para natación». Navajas, destapadores de cerveza, ropa militar, sellos de goma. Debe de haber algún criterio. Es difícil saber cuál.Hay un resto arqueológico muy sorprendente, que poca gente conoce, debajo del Obelisco.Eduardo Lazzari
4 – Usos y costumbres
Mientras los ejecutivos todavía necesitan que les corten el pelo y les lustren los zapatos, parecen necesitar cada vez menos una placa de bronce en la puerta de sus oficinas, mucho menos visible que un cargo propiamente apuntado en Linkedin. «Antes se hacían mucho las placas profesionales, las placas recordatorias. Las fiscalías continuamente cambiaban el secretario y me encargaban una. Ahora no», asegura Beatriz Cascarano, de 74 años, que continúa al frente del local que abrió su marido en 1980 y dice que la gente pasa y pasa, pero que nadie entra. «Se me hacen eternas las horas. Además, te trabaja la cabeza: hay que pagar, hay que pagar, hay que pagar».
5 – Telones y pantallas
-¿No lo conocés al señor?
Pregunta el recepcionista de Salón Norte, cabeceando hacia el hombre cubierto por una bata al que Raúl le está secando el pelo.
-Mmm, ¿debería?
«El señor», sentado en el sillón de peluquería, se gira y sonríe con la práctica de un viejo bacán, como si ese gesto lo hiciera más reconocible.
-Titanes en el ring.
-…
-¡El maestro de ceremonia, Jorge Bocacci!
-Aparte, tengo mi programa de radio ahora -interviene-. «Bocacci a tango limpio», se llama. Y ahí hay una foto mía, mirá. Estoy con un amigo que se nos fue.
Bajo el vidrio de la mesa repleta de productos capilares, Sandro sonríe en su camisa rojo sangre y abraza a un Bocacci más joven, pero con el mismo peinado lacio y copioso que le cae hacia el costado.
-¿Y por qué hay una foto suya acá?
-Y, porque yo hace muchos años que vengo, nena. Yo vivo acá arriba, y Coco y Raúl fueron mis peluqueros de toda la vida. Vengo una vez por mes.
Raúl sonríe, tímido, los ojos clavados en la melena caoba que no deja de sopletear.
-Hay que mantener siempre la misma imagen.
6 – Estación fantasma
Dice Lazzari, en su oficina del Palacio Barolo: «Hay un resto arqueológico muy sorprendente, que poca gente conoce, debajo del Obelisco. En la década de 1930, la línea B de subterráneos era la continuación del servicio del viejo tranvía rural, del Ferrocarril Central Buenos Aires -actual Urquiza-. Por ahí entraban los trenes de carga que iban hasta el Abasto con mercadería. La idea de los hermanos Julio y Federico Lacroze era instalar la estación terminal de pasajeros de los trenes que venían de Zárate, Rojas, Posadas, Corrientes, Concepción del Uruguay y Paraná. Esos trenes iban a terminar en una gigantesca estación subterránea bajo el Obelisco, para lo cual se hicieron algunos de los túneles, que nunca se habilitaron y que están allí. Forman parte de la estación fantasma de un proyecto que, casi 90 años después, se ha reflotado con la idea de hacer la Red de Expresos Metropolitanos».
Talleres del Teatro Colón
Entre las calles Viamonte y Tucumán hay una plazoleta copada por unas ventilaciones muy fáciles de ignorar. Pero si, como dice la frase, «quien no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra», quien busca locaciones subterráneas entiende que eso es un indicio. Esas ventilaciones son el patio interno que da luz a los talleres subterráneos del Teatro Colón: tres subsuelos que se extienden debajo de dos carriles de la avenida, en un laberinto circular de mesas de trabajo y depósitos donde se construye y almacena todo lo que sube a escena: desde los bocaditos de telgopor que simulan un banquete hasta los zapatos de los artistas. El Teatro Colón es uno de los pocos del mundo que realiza íntegramente su producción y el cuerpo escenotécnico que lo hace posible está conformado por 400 personas, repartidas en 18 disciplinas que incluyen desde herrería teatral hasta escultura y peluquería.
Los talleres no fueron parte del proyecto original del teatro, se construyeron mayormente a fines de los 60; por eso, tienen una estética moderna: paredes de venecitas blancas y piso de cerámicos rojos donde puertas metálicas dan acceso a los distintos sectores. Un cartel gris dice «Peluquería y caracterización» y, adentro, sentados en mesas rectangulares, hombres y mujeres peinan pelucas con la concentración de quien escruta en el microscopio una probeta. «Se cose pelo por pelo en un tul de implante, con pelo natural. También se usa mucho el pelo de yak, un búfalo de Asia, que importamos y es carísimo, pero es material bueno», explica María Cremonte, directora del cuerpo escenotécnico del Teatro Colón, mientras acaricia la barba gris de una cabeza de telgopor. Sobre la mesa, otra cabeza exhibe una barba candado que lucirá el príncipe de Persia de la siguiente ópera que se estrenará: Turandot.
Dentro de los talleres rige un orden marcial. Cada disciplina se organiza en torno a siete categorías: jefe, segundo jefe, supervisor, oficial de primera, oficial de segunda, oficial de tercera y auxiliar. La gran mayoría de quienes trabajan en el Colón entraron como auxiliares y se especializaron dentro del teatro, aprendieron de sus maestros, o incluso de sus padres: hay familias enteras de artesanos. Solo cuando un cupo no se logra cubrir con un concurso interno, la convocatoria sale a la superficie. Una de esas excepciones trajo a Federico Zaffaroni, que ingresó directamente como segundo oficial de zapatería luego de haber aprendido el oficio con un artesano italiano en La Plata. «Ahora estamos renovando, para Turandot, todo el coro en zapatos del medioevo para varones. Son unos 50 pares hechos desde cero: se arranca con el rollo de tela, se corta, se cose», dice. Zaffaroni no puede precisar cuánto tiempo tardan en preparar un título porque nunca trabajan en una sola cosa. Además de Turandot, ahora están preparando Noche clásica y contemporánea y Ariadna en Naxos, y esta noche les toca atender el ensayo general de El corsario, que está por estrenar.
«Sin orden y disciplina no hay Teatro Colón, porque el Teatro Colón es de excelencia. Esto es: no hay que faltar, hay que llegar a horario. La función empieza a las ocho, y empieza a las ocho», dice Cremonte, que es directora hace 10 años y jura que toda su energía vital está puesta en el teatro. No tiene «pareja, ni hijos, ni nada», llega todos los días cerca del mediodía y se va todos los días cerca de la medianoche. «Yo nunca estoy conforme con el trabajo, porque este es el Teatro Colón, ¿viste? Tenemos que estar entre los mejores técnicos del mundo», insiste la mujer que dirige a los 400 empleados que, a costa de horas de trabajo duro, hacen tangible el sueño etéreo de los artistas.
Este lugar es, además del reverso de la superficie, el reverso del espectáculo. El lugar donde las esculturas que parecen de bronce se revelan de cartapesta y las escenografías son paneles apilados en un galpón frío, chispas que emana una soldadora, olor a pegamento. Porque para que se levante el telón y toda esa magia ocurra sobre el escenario -para que los trajes brillen y los bailarines floten como seres ajenos al tiempo-, alguien tiene que ensuciarse antes las manos.
Fuente: Delfina Torres Cabreros, La Nación