Un chico espera el comienzo de un ritual (María Daniel Balcazar)
Vivir en un “kilombo” no es lo que nosotros entendemos en Buenos Aires. Nuestra cultura orillera asimiló el término a los prostíbulos de principios del siglo XX y en la actualidad significa también “lío”, “desorden”. En Brasil, “quilombo” quiere decir “comunidad” en lengua bantú, y tradicionalmente fueron pequeñas poblaciones autónomas que los esclavos negros que venían de África formaban en las zonas rurales o directamente en la selva, para huir de la civilización blanca que los utilizaba como mano de obra a destajo, sin paga y descartable.
Entre mediados del siglo XVI y mitad del siglo XIX casi cinco millones de africanos y africanas fueron forzados a dejar sus lugares de origen y atravesar el Atlántico (muchos morían durante la travesía) para trabajar en la caña de azúcar y en explotaciones mineras principalmente. “No fueron migraciones forzadas, fueron secuestros masivos”, reflexiona María Daniel Balcazar, fotógrafa nacida en Nueva York, de padres bolivianos, educada en Bolivia, en Suecia y en Estados Unidos. Balcazar es brasileña por adopción sentimental (su padre, diplomático, vivió 35 años en Brasil y 10 años en África) y a las culturas afroamericanas de ese país dedica todos sus esfuerzos como documentalista.
Durante más de tres años investigó y fotografió los “kilombos” que aún hoy existen en Brasil. Este trabajo, que en principio era en color y luego terminó siendo en blanco y negro, fue apadrinado por su mentor y editor, el afamado fotógrafo de la agencia Magnum de Nueva York David Allan Harvey. Fue él quien la convenció de que el blanco y negro resultaba más poético y sensible para la belleza que Balcazar buscaba resaltar en estas comunidades que sobreviven en medio de privaciones que, por momentos, podrían recordarnos aquellas sufridas por sus antepasados. “Pasé mucho tiempo en las favelas, que es hacia donde los kilombos migran en la ciudad. Todos sabemos que son lugares de violencia. Pero más que captar la miseria y la marginación quise rescatar la resiliencia de esta gente. No muestro tiroteos ni marginación, aunque también los fotografié. Siempre recuerdo una foto que tomé de unos niños que después de un enfrentamiento armado estaban ansiosos para volver a jugar en la calle. Quise reflejar esa capacidad de resistencia ante adversidades tan tremendas”.
Balcazar explora el sincretismo de estas culturas milenarias en mezcolanza con la influencia de la Iglesia Católica que por siglos participó del sometimiento de estos pueblos y atravesó su cultura y sus creencias religiosas.
La muestra “Kilombo, el legado africano en Brasil” se verá a partir del jueves 3 en la sala 21 del Centro Cultural Borges, justo al lado de la sala 22, donde el mismo día también se inaugura una monumental exposición: “Weegee. La cámara del crimen”. Weegee fue uno de los pioneros de la fotografía documental norteamericana. Nacido en Austria, pero migrado a Nueva York en 1910, autodidacta, de padres húngaros de condición muy humilde, Arthur Felling (el verdadero nombre de Weegee) se hizo famoso en su tiempo por su trabajo free lance para medios de prensa. Su especialidad: el crimen. Patrullaba por las noches en su automóvil con un escáner conectado a la frecuencia de la policía de la ciudad y en muchas ocasiones llegaba a la escena del delito, al accidente de autos o al incendio antes que la misma policía. revelaba e imprimía las fotos de inmediato, escribía sus propios epígrafes y al amanecer entregaba su material en los escritorios de los editores de los principales diarios sensacionalistas de la época, que publicaban la noticia en la primera edición de la tarde.
En tiempos tan lejanos, Weegee llegaba con su cámara en el momento justo en el lugar justo. Hacía lo que todo el mundo puede hacer ahora gracias a las cámaras incorporadas a los teléfonos celulares en una ciudad plagada de dispositivos de vigilancia visual. En los años 30 y 40, en Nueva York, era impensable lograr tal simultaneidad con los hechos noticiosos. Solo Weegee, “the best”, como le gustaba llamarse a sí mismo, lo conseguía. Su técnica estaba ligada a la Speed Graphic, una cámara de placas portátil y con el agregado de un flash de lámparas desechables, muy potente, que marcó una época en la fotografía de prensa estadounidense y mundial. A cada disparo había que cargar una placa y reemplazar la lámpara. Los bolsillos laterales del gastado saco de Weegee siempre iban abultados, cargados con esas lámparas de repuesto.
La mayoría del centenar de fotos de la muestra fueron tomadas con luz de flash, bordes fuertemente recortados, expresiones congeladas por el destello, brillo enceguecedor en los charcos de sangre sobre el pavimento. Así era la estética de Weegee. Las obras son propiedad de la galería Bilderwelt de Berlín, y las copias digitales fueron realizadas directamente de las placas originales y supervisadas por el coleccionista Reinhard Schultz.
La ciudad desnuda en Nueva York hace más de sesenta años y las comunidades afrodescendientes en Brasil en la actualidad componen, sin proponérselo, dos visiones opuestas, pero concurrentes en la vocación documental de estos artistas. Balcazar encuentra la belleza en culturas que se sobreponen al horror ancestral que les dio origen en el país más grande y desarrollado de América del Sur. En tanto, Weegee retrató la dura vida de los migrantes pobres, las prostitutas, los policías, criminales y vagabundos que poblaron los márgenes de la sociedad norteamericana previa a la gran guerra que lo convirtió en el país más poderoso del mundo entero.
El Centro Cultural Borges, sin proponérselo, invita a una reflexión sobre los diferentes usos de la fotografía documental en dos lugares y momentos históricos opuestos. El espectador podría pensar que la investigación de Balcazar es reflexiva, ensayística en su planificado desarrollo, mientras que Weegee es pura reacción a lo que acontece. Tal vez llegaremos a la conclusión de que ambos trabajos se construyen sobre apariencias que sirven, más allá de lo que describen, para modelar un retrato, bastante preciso, de los propios artistas, y sus ideas.
Fuente: La Nación