Sigmund Freud en su estudio, 1937. Fotografía tomada por la Princesa Marie Bonaparte (Everett/Shutterstock)
«Mi viejo y querido cáncer», escribe Sigmund Freud con una ironía que descolocaría a cualquiera. El problema que lo ha aquejado durante los últimos años está de regreso: un carcinoma en el paladar, en la boca, que afecta el habla. Justo a él, el hombre que construyó toda su teoría en base al don de la conversación, el canal por el cual se narran los acontecimientos más dolorosos.
Freud lo escribe como si el humor fuera un par de anteojos oscuros que evita el golpe del sol. Es el Padre del Psicoanálisis —así, con ambas palabras con mayúscula— quien mira de frente su propio problema y no desespera. La carta está fechada el 5 de marzo en 1939. Es el último año de su vida, en seis meses todo terminará. Aún falta, aún queda tiempo, pero empieza a vislumbrar en el horizonte ese final.
El párrafo completo de ese mensaje epistolar, una carta dirigida al escritor Arnold Zweig, es el siguiente: «Ya no hay duda de que se trata de un nuevo ataque de mi viejo y querido cáncer, con el que comparto existencia desde hace ya dieciséis años. En ese entonces nadie podía prever que él iba a ser más fuerte que yo». Ironía, sí, pero también realismo.
Mientras tanto, como escribió en 1915 en De guerra y muerte, «si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte». Eso hacía, se preparaba para lo ajeno y lo desconocido, lo subjetivamente inédito, eso que no existe en el inconsciente: morir. Por eso el humor, para que la desesperación no le gane a la lucidez.
La historia comienza, como dice el mismo Freud, dieciséis años atrás, en 1923. Hay una carta a Ernest Jones, el psicoanalista que se convertirá en su gran biógrafo, donde le confiesa que «hace dos meses me detecté un tumor en la mandíbula y el lado derecho del paladar». A partir de ese momento llegan las intervenciones quirúrgicas —se contabilizaron un total de 33—, la sordera del oído derecho y el uso de una prótesis.
Pese a estas complicaciones gravísimas, nunca dejó los puros, la «sustancia de trabajo». Comenzó a fumar cigarrillos a los 24 y rápidamente pasó a esos gruesos cilindros de hojas de tabaco, a los cuales le debía su «capacidad de trabajo y un mejor dominio de mí mismo». Tampoco dejó de trabajar y de escribir. Esos años lo necesitaban así, lúcido y activo, porque de a poco se irán ennegreciendo.
Para 1926, esa prótesis, un maxilar mecánico, es pura incomodidad. «Lo detesto, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener ningún maxilar», le dice al periodista George Sylvester Viereck, en una entrevista en su casa, frente a los Alpes. Su humor negro característico. Tiene 70 y mantiene —en palabras del periodista— su espíritu firme y su cortesía impecable.
Decir que Freud inventó el psicoanálisis es decir poco. Sus escritos son golpes al pensamiento mágico que propone la religión como modo de explicar el mundo, pero también a la racionalidad extrema de la Ilustración, el movimiento que le precedió. El psicoanálisis es una una práctica terapéutica pero también una técnica de investigación. Freud no buscaba verdades; al contrario, pretendía desarmarlas.
Un gran escéptico, incluso dentro de su propio escepticismo. Su ateísmo, por ejemplo, hizo una curva el día de su casamiento. En 1886, cuando contrajo matrimonio con Martha Bernays, aceptó la ceremonia religiosa. Su amor duró toda la vida, tuvieron seis hijos y ocho nietos. Hay muchas fotos, además de entrevistas, donde se ve lo familiero que era. Pero el ciclo de la vida es extraño y en 1920 muere su hija Sophie. Infección pulmonar. Tenía 26 años. Quedó devastado.
«Me preparé durante años para la pérdida de mis hijos varones, y ahora la que está muerta es mi hija», le escribe a Sándor Ferenczi en una dolorosa carta. Es a partir de entonces que empieza a desarrollar el término pulsión de muerte, una de las claves de su pensamiento. Y si bien este acontecimiento está relacionado directamente, también lo está el contexto, un período de entreguerra para nada pacífico.
Según Freud, el ser humano contiene un dualismo: pulsiones de vida y de muerte. La primera categoría está relacionada mitológicamente con Eros (pulsiones sexuales y de autoconservación) y la segunda con Thánatos (pulsiones agresivas y destructivas). Esa pulsión de muerte, dirá después, no sólo tiene que ver con la autodestrucción, sino que también se dirige al exterior. En las cartas con Albert Einstein, publicadas bajo el título ¿Por qué la guerra?, asegura que «la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional».
Son los tiempos donde la civilización, aquel sueño de la Ilustración, empieza a morderse la cola. En el exquisito prólogo que Alain Rauzy hace a una edición de De guerra y muerte, escribe: «El duelo traumático causado por la guerra es el de los valores humanistas de los que la llamada sociedad civilizada se creía portadora». Freud observa ésto como pocos y pone en jaque a una cultura entera. Es por eso que Paul Ricoeur lo define, junto a Karl Marx y Friedrich Nietzsche, como uno de los «tres maestros de la sospecha».
Para Freud, la civilización está llena de fantasmas reprimidos que, cuando salen, hacen estallar por los aires las verdades, las normas. Entonces la civilización, mediante la razón, castiga esos desvíos sin comprender que forman parte de ella. Ahí es donde el psicoanálisis juega un rol clave: le otorga subjetividad a los pacientes o, como dice Alexandra Kohan, «suelta los cuerpos que estaban amarrados a la univocidad del saber médico y los hace hablar».
¿Una ciudad freudiana? Viena. Pero no cualquier Viena, sino Viena la roja. Así la llamaban debido a los triunfos electorales del Partido Obrero Socialdemócrata entre 1918 y 1934. Pero como todo tiene su final, ese año, en 1934, tras la guerra civil austríaca y la victoria del Frente Patriótico, se instaló la dictadura que cuatro años después daría paso a la invasión nazi y posterior anexión a Alemania.
Es la ciudad de Freud. No nació allí, pero llegó a los tres años y nunca se mudó. Sólo al final y como última opción posible. El antisemitismo crecía en la región, pero él aseguraba —quizás obnubilado por el amor a su ciudad— que aún el nazismo no era una amenaza para la capital austríaca. Finalmente ocurrió: el 12 de marzo de 1938 comenzó a darse el proceso que se lo conoce como Anschluss, la anexión de Austria como provincia del III Reich. Dos días después, Adolf Hitler hacía su entrada triunfal en Viena.
Convencido, entonces, por la princesa Marie Bonaparte y el diplomático William Bullitt, Freud se exilia en Londres, su nuevo y último destino. A partir de aquel mes, junio, su ciudad se convierte en la gran hoguera de sus libros: los nazis quemaron todo lo que pudieron para enterrar el psicoanálisis. Además, la Gestapo detuvo a sus hijos Martin y Anna. Fueron liberados, no así cuatro de sus hermanas, que en 1942, después de la muerte de Freud, fueron deportadas a diferentes campos de concentración donde finalmente murieron.
Esa misma Gestapo es la que le pide que firme una declaración que atestigüe que había sido bien tratado en su país. Lo hizo, no había otro remedio, pero añadió, según lo cuenta Mark Edmundson en su libro La muerte de Sigmund Freud, unas palabras: «Encomiendo encarecidamente la Gestapo a cualquiera». Y partió a Londres, su destino definitivo.
Mientras tanto, el mundo arde en llamas. La Segunda Guerra Mundial acaba de desatarse. Con la invasión de Alemania a Polonia el primero de septiembre, todo se acelera. Reino Unido y Francia le dan dos días a Hitler para que retire sus tropas, pero éste no lo hace. Entonces, el 3 de septiembre, ambos países junto a Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y Canadá le declaran la guerra al nazismo. Europa es el campo de batalla.
La Gran Alemania, ese sueño nazi y totalitario, estaba haciendo estragos en sus viejas y nuevas tierras. La política exterior del nazismo era la expansión; y la interior, el exterminio. Pero todo eso Freud no lo vería. El primer gueto fue el de Phetrków Trybunalski, en Polonia, desde el 8 de octubre de 1939; y el Holocausto, el genocidio étnico, político y religioso, a mediados de 1942.
Un año y tres meses dura la estadía de Freud en Londres. Para agosto de 1939 su estado de salud es muy delicado. «El tumor ha crecido hasta salir a la superficie», escribió Jones en Vida y obra de Sigmund Freud, su biografía cumbre. El dolor se había vuelto insoportable y Max Schur, su médico, le había hecho una promesa: cuando Freud lo dispusiese, le aplicaría sedantes hasta morir. Y las promesas se cumplen.
Los días finales son de lectura. El último libro es La piel de zapa de Honoré de Balzac, «precisamente el libro que me hacía falta», le confiesa a Schur. Son las palabras de un hombre satisfecho con su labor en este mundo. Ni bien asoma el prefacio de la agonía, Freud le pide a su médico que cumpla. Tres inyecciones de morfina y sus párpados caen en un lento fundido a negro final.
Fuente: Infobae