Amaneceres.
“La luz a puñetazos abre un boquete en los cristales”. Así son los amaneceres de Jorge Luis Borges. Violentos, despóticos. La luz ofende la ternura de la penumbra, torna real – ergo tedioso – todo cuanto toca. Y, para Borges, la realidad no es más que un laberinto de espejos. De modo que lo verdaderamente real está en el sueño, en la noche. En la oscuridad tibia e inexorable del ocaso. Y eso es así tanto concreta como simbólicamente, ya que también refiere al ocaso de la vida – ergo la muerte – con la misma visión tranquilizadora.
El amanecer lastima, enfada la paz taciturna. “Ronda igual que una mentira los arrabales desmantelados del mundo”. El alba es una amenaza a la descansada tiniebla. Una horrible afrenta contra la honda noche universal. Una herida en pleno centro de la pasividad. Para Borges – y para Schopenhauer y para Berkeley – “el mundo es una actividad de la mente, un sueño de las almas, sin base ni propósito ni volumen”. (Julio Cortázar diría que “encendemos la máquina diurna con sus bielas bien lubricadas”). Y sí, el día – y todo lo que montamos sobre él – es una especie de invento que nos protege de lo incierto, es una forma más de explicarnos la vida. Pero, para Borges, la vida solo se explica como huída de nuestro destino último e inevitable. Del mismo modo, el día es un intento de escapatoria, una falsa enredadera que devora las paredes de las sombras.
El alba hace peligrar las almas, las pone en jaque. Estas se conjuran para crear el sueño del día, pero, en el instante estremecido del alba, palpita la hora en que “le sería fácil a Dios matar del todo su obra”.
El día triunfa en su lacerante epopeya, la luz invade nuevamente la penumbrosa mansedumbre nocturna. Una vez más “la noche abolida se ha quedado en los ojos de los ciegos”.
Atardeceres
“Con la tarde se cansaron los dos o tres colores del patio…” Los atardeceres de Jorge Luis Borges tienen ese no sé qué… cargados de nostalgia y barrio y arrabal. En ellos abrevan las más variadas antinomias: el color y la ceguera; el amor y la muerte; la luz y las sombras. Nada más poético que el cielo derramándose por el declive del patio. Nada más nuestro, íntimo y porteño; nada más borgeano – en suma – como imaginarse a los colores palideciendo, fatigados por un ocaso incipiente.
“Los colores temblando se acurrucan en las entrañas de las cosas”. Entonces, uno reconoce allí ese atisbo de sombra, tenue y liviano, que envuelve finamente el corazón de las siete, a veces las seis de la tarde. Esa pátina gris que enrarece todos los colores del día, los vuelve tardíos, los torna difusos y, tal vez, les regala un halo de misterio.
La vida pierde color; con la tarde llega la ceguera vaticinando una noche que se abre “como la muerte, como el sueño”. Al anochecer, cuando “confiesan su abatimiento los campos”, todo es sereno y austero. La pampa entonces se convierte en “el único lugar sobre la Tierra donde Dios puede caminar a sus anchas”.
“La dulce calle de arrabal enternecida de árboles y ocaso… donde austeras casitas apenas se aventuran” cede su lucidez impertinente a esa hora de fina luz arenosa en que se advierte la venida de la noche. Atardeceres cansinos, “Penumbra de la paloma”, bienhechores y sutiles como una lámpara, “brillo desesperado y final cuya herrumbre avejenta la llanura”.
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