“Percanta que me amuraste / en lo mejor de mi vida / dejándome el alma herida / espina en el corazón…”. La Noche triste de Jorge Luis Borges se desliza, finamente, por entre las páginas de sus cuentos. Se cuela, se entrevera en el arrabal, en la insomne llanura igual que en Barracas o en San Telmo. En las cañas quemadas de los bares malolientes de Constitución, en el animal esquivo y traicionero (como la percanta) que se deja acariciar por Juan Dahlmann desde otra dimensión, en El Sur. Una dimensión en la que los humanos no comulgan: la del presente sempiterno. La de la negación de la abstracción. La de Funes, el memorioso que, entonces, es casi un animal cuyo prodigio le cuesta el pensamiento vedado. O la de Recabarren, el pulpero de El fin, cuyo cuerpo inmóvil lo acostumbró a vivir en el presente para abocarse a la estéril tarea de mirar el cielo y pensar que el cerco rojo de la luna es señal de lluvia.
Aún cuando no la nombre, la mujer – frívola y etérea o sanguínea y visceral – se vislumbra en el espíritu borgeano. Frente a la venganza de Emma ultrajada o al despecho furibundo de Lujanera herida, frente a la maliciosa indiferencia de Beatriz Viterbo o a la humillante belleza de Teodolina Villar, el varón del tango, compadrito y cuchillero, se convierte en presa de sus propios arrebatos de pasión. Aparece allí, entonces, un Francisco Real, el “Corralero de tantas mentas” que “iba a peliar y a matar” pero que, sin embargo, cae ajusticiado, acaso por el amor de esos ojos que, al verlos, “no daba sueño”. O la sutil y premeditada venganza perpetrada por el personaje Borges contra el primo-amante de Beatriz, a quien condena a perder, para siempre, su ponderado Aleph
¡Ay féminas! Niñas y mujeres, castas y promiscuas. Todas ellas son, para nuestro autor, lejanas, inalcanzables. Las unas, por muy etéreas, las otras por muy terrenales. Todas ellas son objeto de veneración por parte del varón nostálgico y sufriente.
Muchas de ellas han muerto al momento del relato. Osan morir para agravar, así, la afrenta y perpetuarse, tal vez, en la memoria memoriosa de Funes; tal vez, en el recuerdo insoportable y alienante de El Zahir o, acaso, atrapadas en ese “lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe”.
“ – Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”.