Uno de los matrimonios patrios más recordados de la historia nacional fue el que encarnaron José de San Martín y Remedios de Escalada. Según las crónicas de la época, Remeditos, como la llamaba el General, poseyó una naturaleza frágil. No se sabe el momento exacto en que conoció al Libertador. Algunos historiadores, entre ellos Florencia Grosso, hablan de un flechazo instantáneo que unió al llamado Padre de la Patria con su amada.
Aparentemente, luego del primer encuentro con Remedios el General le confesó al militar Mariano Necochea: «Usted sabe que mi temperamento es mal avenido a cualquier sensiblería. [Sin embargo] no acierto, amigo, a expresar los encantos de esa niña Remedios, cuya existencia encuentro semejante a la de nuestra naciente patria, que para subsistir, necesita de todos nuestros desvelos, cariño, y más que todo, protección«.
El romance corrió peligro desde un principio. La familia de la joven se opuso de inmediato y le hizo al novio los mayores desprecios. No confiaban en un recién llegado sin fortuna ni abolengo. Antonio José de Escalada, padre de Remedios, era uno de los hombres más ricos de Buenos Aires. Sin duda para el futuro prócer fue un enlace conveniente, pero ¿hasta qué punto lo era con toda una familia en contra? No es absurdo creer que hubo amor auténtico.
Poco después de casarse, en 1814, San Martín se trasladó a Mendoza. Comenzó a preparar allí el Cruce de los Andes. Remedios llegó algunos meses más tarde y se adaptó sin problemas a su nueva vida, lejos de los lujos. Colaboró con la empresa patria. En El Santo de la Espada Ricardo Rojas la describió actuando.
«Dio convites y bailes en que se concertaron algunos matrimonios de oficiales del ejército con niñas de la ciudad; se interesó por los pobres; atrajo la simpatía de todos. Ella y sus amigas bordaron la Bandera de los Andes, que fue triunfante hasta Lima (…). San Martín y su joven esposa llegaban juntos, al caer la tarde, a un merendero de la Alameda, para tomar café (…). Frecuentaban los dos, familiarmente, el trato de todos los vecinos, aún de los huasos y de los esclavos», describió el escritor.
Mientras tanto, San Martín llevaba a cabo tareas administrativas como gobernador de Cuyo y preparaba a sus hombres para el combate. En agosto de 1816 tuvieron a su única hija, Mercedes.
Ya para 1818, una vez vencidos los españoles en Chile, la relación entre ambos se deterioró. El General decidió separarse y envió a Remedios a Buenos Aires, junto a Merceditas. Aunque el matrimonio había comenzado bien, ella terminó muy desdichada.
Al momento de partir, en tanto, Escalada mostraba un cuadro de tuberculosis muy avanzado. Tan crítica era su situación que su marido la hizo acompañar por un ataúd, en caso de que falleciera en el camino. Debido a la peligrosidad del trayecto, Remedios solicitó auxilio a Manuel Belgrano. El general envió a Gregorio Aráoz de La Madrid y a José María Paz para custodiarla.
«Mucho dio que pensar el viaje repentino de esta señora en circunstancias tan críticas –escribió Paz- y por un camino erizado de peligros: al considerar la confianza con que el general San Martín la exponía a caer en manos de las feroces montoneras, llegaron algunos a sospechar que estuviese secretamente de acuerdo con los jefes disidentes, y que hubiese obtenido seguridades correspondientes (…) estoy persuadido de que nada de eso hubo, y que el viaje de su esposa nada tuvo en común con la política«.
Sobre los motivos que movieron al prócer no hay respuestas certeras. Ante esta situación, Remedios fue difamada: llegaron, incluso, a adjudicarle infidelidades. De regreso en Buenos Aires se fundió en los brazos de sus padres donde encontró un poco de calma. Murió a los 24 años, sin volver a ver al General. Sin embargo, jamás dejó de esperarlo.
Una de las parejas contemporáneas a los San Martín fue la conformada por Manuel Dorrego y Ángela Baudrix. Casados a mediados de 1815, tuvieron a la primera de sus dos hijas en 1816. Esta unión tampoco resultó sencilla. Pasaron años separados debido a la carrera del militar y a un exilio involuntario. En diciembre de 1828, con 30 años, Ángela enviudó: en un conocido episodio de nuestra historia Juan Galo Lavalle fusiló a Dorrego.
Destrozada anímicamente y con dos hijas que mantener, recibió apoyo inmediato de su cuñada, Dominga Dorrego de Miro. Así sobrevivió algún tiempo hasta que las deudas comenzaron a sofocarla. La mujer se vio obligada a ganarse el sustento como costurera. Aunque hoy resulte algo natural, por entonces estaba muy mal visto que una mujer de clase alta –como era Ángela- trabajara. Poco le importó. Solo necesitó hilo y aguja, pues agallas le sobraban.
Al principio no tuvo mucho éxito pero con el tiempo aumentó la clientela. Sus dos hijas la ayudaban. El sastre Simón Pereyra, quien proveía de trajes al Ejército, decidió darles una oportunidad y las contrató.
En 1845 Juan Manuel de Rosas se acercó a la viuda de Dorrego para pedirle la banda de gobernador de su esposo, pues deseaba utilizarla en cierta ceremonia. Hábilmente, la mujer aprovechó la ocasión para reclamar la pensión que le correspondía. Poco después comenzó a percibirla e incluso recibió también un retroactivo por el tiempo que había pasado.
Llamativamente, la esposa del Restaurador, María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel, odiaba a Baudrix. En una carta de 1832 a Rosas, Ezcurra escribió: «No sé si te he dicho que don Luis Dorrego y su familia son cismáticos perros [los rosistas llamaban cismáticos a la facción federal contraria], pero me ha oído este ingrato y si alguna vez recuerda mis expresiones estoy segura tendrá un mal rato; la viuda de don Manuel Dorrego también lo es, aunque en esta prostituida no es extraño«.
Que la pensión llegara años después de su muerte puede no ser coincidencia. Encarnación tuvo gran peso en las decisiones de su marido y lo sostuvo políticamente en momentos clave.
Rosas y su mujer se conocieron en 1813 y decidieron casarse de inmediato. Su temperamento fuerte, decidido e impetuoso bastó para convencer al Restaurador de que era la mujer ideal. La madre del estanciero se opuso, por lo que la pareja ideó un plan. En una carta que Rosas dejó a la vista familiar, Ezcurra decía estar embarazada. Eso bastó para que tres semanas después estuvieran casados. Como señala más de un historiador, fue el embarazo más largo de la historia, pues el bebé nació catorce meses más tarde. La pareja tuvo tres hijos, y solo sobrevivieron Juan Bautista y la célebre Manuela.
Lucio V. Mansilla, sobrino de Rosas, escribió: «La encarnación de aquellas dos almas fue completa. A nadie quizá amó tanto Rozas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil. Sin ella quizá no vuelve al poder. No era ella la que en ciertos momentos mandaba; pero inducía, sugestionaba y una inteligencia perfecta reinaba en aquel hogar, desde el tálamo hasta más allá».
Las muestras de aquella comunión se notaron particularmente en 1833, cuando, tras un breve primer gobierno, el Restaurador emprendió una cruzada contra los aborígenes. La excursión al Desierto lo alejó de las tablas políticas durante meses. Pero en Buenos Aires, Encarnación se encargó de mantenerlo vigente. Hizo gala de una aguerrida fidelidad dando directivas violentas a los hombres de su marido, mientras le escribía regodeándose: «No se hubiera ido Olazábal, Don Félix, si no hubiera yo buscado gente de mi confianza que le han baleado las ventanas de su casa, lo mismo que las del godo Iriarte y el facineroso Ugarteche, esa noche patrulló Viamonte y yo me reía del susto que se habrían llevado».
Durante todo un año el destino de Buenos Aires estuvo realmente en sus pequeñas y refinadas manos. Generó tanta inestabilidad política que hizo renunciar a dos gobernadores. Finalmente, la Sala de Representantes llamó a su esposo para ofrecerle nuevamente el mando.
Rosas enviudó en octubre de 1838. Para esa fecha el cordobés José María Paz llevaba recién tres años de casado. Preso tras caer en manos federales, contrajo matrimonio con Margarita Weild. La muchacha era su sobrina. Al momento de celebrarse el enlace ella tenía 20 años, mientras que él tenía 44. El obispo de Buenos Aires les otorgó una dispensa por parentesco y el 31 de marzo de 1835 se casaron en una celda. Allí convivieron a partir de entonces.
Hija de Rosario Paz y del cirujano escocés Agustín Weild, la raíz criolla parecía oculta en Margarita. De ojos azules, impactantemente blanca y de cabellos claros, parecía haber escapado de alguna obra renacentista.
Finalmente, hacia 1847 Paz fue liberado y emigró con su familia a Brasil. Estableció allí una pequeña granja donde vendía huevos, gallinas, leche de vaca y diversos productos comestibles, como manteca. Siempre organizado, llevaba la administración en cuadernos que aún se conservan.
En aquel pequeño hogar, humildemente amueblado, comenzó de cero cuando se acercaba a sus 56 años. Junto a Margarita madrugaban a diario para enfrentar la faena campestre. Ella lo ayudaba mientras cebaba algún mate y cuidaba a sus numerosos niños.
Fueron pocos meses de plenitud. El 5 de junio de 1848, a días de haber dado a luz a su octavo hijo, Margarita murió. El general se derrumbó, sintió su corazón desangrar —lo escribió así—, no soportaba existir. Entró en una etapa de pesadumbre y vivió desde entonces melancólico, con su mirada detenida en la nada.
Rosario, su hermana suegra como gustaba llamarle, se mantuvo a su lado para colaborar en la educación de la nueva generación familiar.
La pobreza del general se volvió extrema. Fue en estos momentos cuando recibió una donación anónima. Según Domingo Faustino Sarmiento, que entonces se carteaba con él, la dádiva provenía del propio don Pedro II, Emperador del Brasil.
Paz regresó a la Argentina luego de la caída de Rosas en 1852 y trajo consigo los restos de Margarita. La suya es una historia más entre las de hombres y mujeres que sacrificaron todo, incluso sus vidas personales, por la patria.
Fuente: Luciana Sabina, Infobae.