Cubos blancos en el suelo de una sala, hilos que se tensan desde el techo interviniendo en el recorrido de los espectadores, luces de neón que proyectan colores en el espacio. Podría tratarse de una muestra de artistas contemporáneos, pero no. Así de vigentes se encuentran las propuestas que el minimalismo germinó a mediados de los años 60, desde Estados Unidos. Sus representantes querían correr el eje de la discusión artística, desde la expresión desmesurada de la pintura de Jackson Pollock, hacia el gesto mínimo, que entendían, era la idea. Lo supieran o no, con ese pequeño giro esos artistas cimentaron, en buena medida, la historia del arte contemporáneo de lo que restaba del siglo XX, y lo que va del XXI. Ahora una atractiva selección de autores, y obras, pertenecientes a este movimiento llega a Fundación Proa, y otorga una oportunidad única para el público porteño de acceder a este enclave fundamental de la historia del arte moderno, y contemporáneo.
Curada por la también norteamericana Katherine Wright, Minimalismo, posminimalismo, conceptualismo; 1960-1970, reúne en las amplias salas de Proa las obras de Dan Flavin, Dan Graham, Fred Sandback, Bruce Nauman y Sol LeWitt. Cinco artistas tan disímiles como representativos, de una corriente reacia a los “ismos”. “La única característica que parecía definir al ‘movimiento’ -explica la curadora- es que, justamente, tenían pocas características definidas.” Pero entre tantas exploraciones diversas, dos intenciones se recortan nítidamente y alcanzan a sus muchos artistas: estimular la interacción con los espectadores, y hacer de los objetos la manifestación física de una idea.
Dan Flavin. «Untitled (to Donna) 6», 1971. / 2019 Stephen Flavin Artists Right Society (ARS), New York, SAVA, Buenos Aires.
Para tratar de lograr esos dos objetivos, cada uno de los artistas explora recursos diferentes, bajo una misma constante: el absoluto rechazo de cualquier seña autoral, que los lleva a elegir materiales industriales, ajenos a las pasiones del oficio y la artesanía. Para Fred Sandback el hilo es una suerte de encarnación objetual de la línea, que le permite dibujar diagonales en el espacio. Ubicadas en la sala más amplia de la Fundación de la Boca, sus estructuras sin título convierten el lugar en una gran tela en blanco, donde los hilos son fríos trazos rectos, entre los que nos movemos. El brillo de sus colores –amarillos, rojos, azules- proyecta volúmenes ilusorios, y se recorta contra el blanco de las paredes, ejerciendo un efecto extraño sobre nuestros ojos. En esa sencillez, ajena a nuestras actuales pantallas y sus sortilegios digitales, las obras de Sandback portan una magia sutil, y analógica.
No muy lejos de esas obras, se encuentran los cubos blancos de Sol LeWitt, apodado “el abuelo del arte conceptual”. Referente indiscutido del minimalismo, LeWitt fue un escrupuloso dibujante, que desplegó su propio lenguaje basado en variaciones infinitas, de formas geométricas simples. “El sistema -decía el artista- es la obra de arte”. Eso es lo que advertimos en las 15 pequeñas tintas sobre papel que cuelgan ahora de la pared de Proa, y también en su Estructura modular de piso, realizada en metal. Al ver la obra, vale la pena recordar que estas fueron las primeras piezas en presentarse (ante su desconcertado público) como volúmenes en el espacio, sin querer ser esculturas (allanando así el terreno a la instalación contemporánea). Su ausencia de pedestal puede resultar irrisoria a nuestros ojos, entrenados en ver (casi) cualquier cosa. Pero ubicar las piezas en el “llano”, de igual a igual con los espectadores, significó una batalla librada -y ganada- por artistas como LeWitt.
También en Proa puede verse uno de los célebres dibujos de pared de este artista. Piezas reproducibles cuantas veces se desee, que se adaptan a diferentes espacios y en las que no importa quién es su ejecutante material. “La idea -postulaba- es la máquina que hace el arte”.
Bruce Nauman. «My last name exaggerated fourteen times vertically.» 1967. / Tim Nighswander
Adelantándose a las ambientaciones, que comenzarían a suceder pocos años después, Dan Flavin prefería llamar “situaciones”, en lugar de obras, a sus piezas lumínicas. Siempre a base de tubos fluorescentes industriales –aquellos que se encontraban disponibles en el mercado- las obras de Flavin generan atmósferas en la planta alta de Proa, donde los colores son evanescencias irradiadas por los tubos, que van generando, a su vez, nuevos tonos en el espacio. Atrayéndonos al mismo tiempo que nos repelen, las situaciones de Flavin son pequeños, gélidos, santuarios… sin otro dios que los códigos de serie de sus tubos. A la monotonía y fría regularidad de todas estas piezas, los videos de Nauman agregan un elemento diferencial: la presencia del cuerpo humano. El artista –el único de este grupo proveniente de la vanguardia californiana- realiza registros fílmicos de cuerpos humanos realizando acciones absurdas, como caminar por el borde de un cuadrado delimitado en el suelo, o con un violín que nunca es ejecutado. Especulando con la tensión que generará en los espectadores el esperar que algo suceda, Nauman apela a la incomodidad y la impaciencia, como recordatorios incordiosos de nuestro propio cuerpo.
Obra de Fred Sandback en Fundación Proa
Habrá que esperar un poco más para ver la obra de Graham, que se instalará en la explanada de Proa. El artista -el único, junto a Nauman, que aún vive- ha diseñado una obra especialmente para esta muestra, que pertenece a su serie de pabellones, iniciada hace unos años. Mientras su estructura circular de paredes altas evoca la disposición, un tanto laberíntica, de los jardines ingleses de los siglos XVII y XVIII, el material con que será levantado –un vidrio curvo y espejado- será una clara referencia a los rascacielos posmodernos. El reflejo habilitará así en el espectador la doble acción de contemplar y recorrer. Con la visita del artista, la obra será inaugurada en agosto.
Limpia y clara en sus intenciones, la muestra atrapa pero no abruma. Y entre obra y obra deja el aire justo, para que vayamos asimilando despacio de qué se trató el minimalismo, y sus derivas conceptuales, y de qué modo siguen actuando en nuestro modo de hacer y ver arte. Una muestra para ir a aprender.
Las vanguardias rusas, en el corazón de una amistad
No deja de ser una hermosa paradoja que esas piezas esquineras, que ahora se encuentran en la sala de Proa, y que pertenecen a Dan Flavin, encuentren su inspiración en la vanguardia rusa, más concretamente en las obras que de ese mismo modo disponía en el espacio el suprematista Kásimir Malévich. (Quien dicho sea de paso, tuvo también su muestra en estas mismas salas, hace ya algunos años). Y es una paradoja porque Dan Flavin es uno de los referentes indiscutidos del minimalismo, movimiento artístico profundamente norteamericano en su culto a la industria y a su lógica de sistemas, que sirvió las veces de embajador internacional de la cultura del imperio occidental, en plena Guerra Fría.
Cuenta la leyenda que ni Flavin (que dicen, era bastante cascarrabias) pudo sucumbir al encanto de Sol LeWitt, artista generoso, amigo al que todos querían y admiraban. Los artistas se conocieron cuando ambos trabajaban como guardias de sala en el MoMa (el Museo de Arte Moderno de Nueva York) y al parecer fue LeWitt, proveniente de una familia judía exiliada de la Rusia de los zares y los pogroms, quien inició a su amigo Flavin en las vanguardias rusas, anteriores a la revolución soviética. Es lindo imaginarlos, mirando libros en un rincón de aquel museo en el que después ambos expondrían, susurrando acaso los nombres de aquellos otros artistas, como Malévich, sospechados de traidores a un lado y el otro de la cortina de hierro.
Que Flavin era un hombre de sutilezas se advierte en la espesura etérea de sus obras. No cuesta, entonces, entender que así también lo sea su guiño a las vanguardias y a Malévich. Sus obras son cuadrados –como los del suprematista- pero hechos de luces. Cuadrados de luces blancas, como los cuadrados blancos de Malévich, pero sin fondos, porque han pasado entre ambos artistas 50 años, y la liberación de la figura ha sido la victoria de otra contienda, ya lejana, de la historia del arte. Flavin, que como muchos minimalistas, no ponía nombre a sus obras, solía, en cambio, dedicarlas. Y aquí es, entonces, cuando el cuadrado se cierra, como un círculo. Cuando advertimos que aquella obra esquinera, inspirada en el ruso Malévich, que ahora irradia su forma contra las esquinas de Proa, está dedicada a su amigo: “para el querido y durable Sol”.
Ficha
Dónde. En Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929, La Boca.
Horarios. Abre este sábado, con ingreso gratuito. Martes a domingos, de 11 a 19. Lunes, cerrado.
Emtrada. $ 100. Jubilados y estudiantes acreditados, gratis.
Fuente: La Nación