El 20 de julio de 1969, el hombre pisa por primera vez la Luna. El Apolo 11 aluniza a las 20:17 y los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins se convierten en los tres únicos seres humanos -hasta ese momento- en caminar la superficie del satélite natural de la Tierra. La agencia AFP reconstruye, paso a paso, cómo fue esa histórica primera caminata lunar.
Armstrong posa un pie en la Luna unos treinta minutos después de alunizar. Antes, se había anunciado repentinamente al mundo que saldría del módulo lunar (LEM) cinco horas antes de lo previsto.
Los astronautas inician sus preparativos de salida. Se ponen sus cascos de doble visera, se calzan las botas, se colocan unos guantes especiales reforzados, su arnés de supervivencia y comprueban si los sistemas de presurización funcionan correctamente, así como la comunicación radiada y la alimentación de oxígeno.
Armstrong y Aldrin colocan la bandera estadounidense.
e preparan para descender. Primero despresurizan su habitáculo y presurizan, al mismo tiempo, su mono lunar. Se hace vacío dentro del LEM y terminan de presurizar su escafandra. Todo marcha bien. El LEM continúa despresurizado completamente. A partir de ese momento, dependen totalmente de su arnés de supervivencia.
Armstrong posa su pie izquierdo en la Luna y declara: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad«. Son las primeras palabras del ser humano en la superficie de la Luna. Antes de posar firmemente el pie en suelo lunar, el comandante tanteó prudentemente la superficie para comprobar su resistencia.
«Mi pie no se hunde más que un octavo de pulgada… No parece que haya complicaciones para caminar. No, absolutamente ninguna dificultad para desplazarse», exclama Armstrong, sorprendido, dando sus primeros pasos.
Armstrong da sus primeros pasos sobre la Luna.
«Me parece que es más fácil que durante la simulación de la gravedad lunar. Es muy interesante. La superficie es muy blanda, en general, pero hay lugares más duros, el suelo tiene una gran cohesión».
Las evoluciones de Armstrong, que parece desplazarse con comodidad en la Luna, y su monólogo, son retransmitidos en directo en todas las pantallas del mundo. Los telespectadores, estén donde estén, pueden ver al conquistador de la Luna descendiendo los nueve peldaños de la escalera, posar su pie, tantear la superficie, soltar la última barra a la que se agarraba, dar sus primeros pasos y recoger la primera muestra de suelo lunar.
A esta muestra, un poco de polvo de Luna, la recoge al pie de la escalera del módulo, con una especie de pala con un mango que saca de su bolsillo.
A continuación, levanta su carga, cierra la sacadera herméticamente y tira el mango, que se convertirá en la primera basura terrestre que yacerá en el suelo de la Luna después de que los astronautas se hayan ido. Se mete el polvo en su bolsillo, a tientas, guiado por Aldrin quien, desde lo alto de la plataforma de salida del LEM observa todos sus gestos.
En ese momento, Aldrin hace su aparición en la superficie de la Luna, de un salto. Seguro ya de que la Luna no le depara traición alguna, tras la experiencia de Armstrong, el piloto del módulo lunar salta de la escalera y aterriza, él también, con su pie izquierdo.
Armstrong camina junto a una de las patas del módulo lunar.
Entonces, los dos hombres, unidos en un mismo gesto patriótico,plantan la bandera estadounidense en la Luna y luego leen en voz alta la inscripción grabada en la placa fijada a la fase de descenso del LEM, que se quedará en la Luna: «Aquí, unos hombres del planeta Tierra dieron sus primeros pasos sobre la Luna. Julio de 1969. Vinimos en son de paz por toda la humanidad».
Habiendo cumplido con su gesto simbólico, los astronautas mueven la cámara, antes fijada al módulo, que no ha dejado de captar imágenes de una Luna blanca, cuyo horizonte se dibuja, inclinado, sobre un fondo muy oscuro. Armstrong la toma y se la cuelga del cuello.
La imagen empieza a bailar en las pequeñas pantallas. El comandante de la misión Apolo se pone en marcha e instala la cámara en un trípode.
Esto ofrece una vista panorámica: el módulo en el fondo, una infinidad de agujeros minúsculos que proyectan sombras desmesuradas en primer plano, y el horizonte, a lo lejos, cuya redondez aparece de forma clara, una verdadera línea de demarcación entre superficie resplandeciente de la luna bajo la luz solar y abismo negro del universo.
Armstrong desciende del módulo lunar.
La imagen va ganando claridad. Se distinguen las huellas de los pasos de los astronautas en el suelo gris blanquecino de la Luna. Se percibe la bandera estrellada, firmemente plantada.
Los dos hombres continúan avanzando. Lo hacen con facilidad, unos verdaderos pasos de baile. Un ballet extraño tiene lugar sobre la Luna. Sus pesadas escafandras, una verdadera coraza ignífuga reforzada en las articulaciones, todavía más pesada a causa del arnés que llevan atado a la espalda, no parece molestarles. Van avanzando con una agilidad y una movilidad sorprendentes.
En misión espacial. Armstrong, al mando de la nave Apolo 11.
Poco después, el presidente estadounidense Richard Nixon está al teléfono. Tal y como estaba previsto, hablará con los astronautas. Inmediatamente, la pequeña pantalla se divide en dos partes iguales: a la izquierda, vemos al presidente de los Estados Unidos leyendo, desde la Casa Blanca, un mensaje al teléfono. A la derecha, los astronautas inmóviles escuchan la voz que llega desde la Tierra, a 380.000 kilómetros de allí. «Este día es el más feliz de nuestras vidas -afirma el presidente-. Gracias a ustedes, los cielos se han convertido en parte de nuestro mundo».
«Gracias, señor presidente -responde Armstrong-. Es un gran honor y un gran privilegio para nosotros estar aquí».
Aldrin despliega a continuación un «colector de viento solar». Se trata de un delgado rollo de papel de aluminio, diseñado en la Universidad de Berna, en Suiza, por el doctor Johannes Geiss. Se desenrolla como una cortina. Una vez instalado, recoge en sus pliegues las partículas gaseosas -helio, argón, neón, criptón, xenón- que constituyen el viento solar.
Huella: la de Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la luna.
«Dando brincos» en todas direcciones, los astronautas, que ya llevan más de una hora en la Luna -y que el doctor Berry, su médico particular que sigue desde Houston todos sus movimientos, declara en «perfecta forma»- no descansan.
Recogen muestras que van metiendo en bolsas de plástico. Esas bolsas se colocarán, después, en unos contenedores metálicos perfectamente estancos.
Para llevar a cabo con éxito su tarea de «jardineros de la Luna», los cosmonautas utilizan toda una serie de herramientas que retiraron previamente del «maletero» del módulo, el «Mesa» (Modularized Equipment Stowage Assembly), como se llama realmente. Utilizan pinzas, tenazas, palas, picos, un martillo, tubos de muestra, balanzas… el equipo del perfecto geólogo. Los instrumentos, sin embargo, son más voluminosos que los que se utilizarían en la Tierra, pues los astronautas llevan unos guantes especiales reforzados que les impiden agarrar objetos pequeños.
Puesto que sus escafandras les impiden agacharse, las herramientas llevan un mango largo que les facilita la tarea. Si, por desgracia, una herramienta se les hubiera caído de las manos, los astronautas hubieran podido recogerla pues, aunque no podían inclinarse hacia adelante, sí podían ponerse de rodillas.
El módulo lunar llega a la Luna luego de cuatro días de viaje interplanetario.
Recogen al menos 27 kilos de piedras lunares. Con esta primera misión cumplida, solo les queda ocuparse de la instalación de dos aparatos que dejarán en la Luna: el sismógrafo y el reflector-láser.
El sismógrafo lunar, el más sensible y más perfeccionado jamás construido, está destinado a registrar todas las sacudidas que tengan lugar en la Luna, distinguir si son de origen volcánico y si constituyen verdaderos temblores lunares o si se trata de ondas expansivas provocadas por el impacto de los meteoritos.
La instalación del sismógrafo, que debe funcionar durante un año, es lo más importante que los astronautas deben hacer. Es que, gracias a los datos que proporcionará, el hombre sabrá por fin si la Luna es un astro muerto o no.
En cuanto al reflector-láser, se trata de un conjunto de cien espejos prismáticos ensamblados y formados por cristales de cuarzo, que deberá reflejar los haces de rayos láser enviados hacia la Luna desde diversos puntos del globo terrestre. Instalado en cuatro minutos, diseñado para funcionar diez años, el reflector-láser permitirá calcular la distancia entre la Tierra y la Luna con un margen de error de unos cuantos centímetros; determinar la forma exacta de la Luna, sus dimensiones, sus oscilaciones en torno a su eje, y calcular a qué velocidad se aleja de la Tierra. También obtener informaciones sobre la propia Tierra, sobre todo para determinar la distancia exacta entre continentes, comprobar si se desvían lentamente, estudiar los movimientos del polo Norte geográfico, calcular la velocidad de rotación de la Tierra y medir sus oscilaciones en torno a su eje.
El sismógrafo está instalado. El reflector-láser también. Los astronautas, trabajando sin descanso, siguen transmitiendo al centro de Houston sus impresiones y todas las informaciones que van recabando.
Armstrong indica haber visto en torno al módulo infinidad de pequeños cráteres, que compara con los «agujeros causados por los perdigones de plomo de las escopetas de aire comprimido».
La tripulación del Apolo XI: Armstrong, Collins y Aldrin Jr en mayo de 1969.
La exploración lunar llega a su fin. Los astronautas empiezan a hacer las maletas, dejando en la Luna la cámara, de 11.000 dólares, que tan fielmente ha seguido sus pasos y retransmitido la mayor parte de sus actividades en la Luna. A las herramientas que usaron para recoger las muestras selenológicas las suben al piso superior del módulo mediante un cable accionado por una polea. Enrollan el colector de viento solar y lo suben también con el cable, su «cuerda de tender», como lo llaman.
Para cumplir correctamente con la «operación carga», Aldrin sube los nueve peldaños de la escalera y, de pie en la plataforma, va agarrando los objetos que Armstrong le pasa y los guarda cuidadosamente en el interior.
Hace ya más de dos horas y diez minutos que Armstrong salió, unos veinte minutos menos en el caso de Aldrin.
La operación se desarrolla sin incidentes, salvo en un momento, cuando a Aldrin se le cae un carrete, que termina sobre la Luna. Armstrong lo recoge al momento, fácilmente, casi descuidadamente, demostrando de nuevo que los temores que tenían en la Nasa de que los astronautas no pudieran moverse con facilidad eran infundados.
El incidente también permitió a los terrestres escuchar la primera «maldición lunar». Aldrin, enfadado por su torpeza, lanzó un «¡Maldición!» cuando se le cayó el carrete.
Aldrin entra en el módulo. Armstrong echa un último vistazo a su alrededor, se agarra a los barrotes de la escalera, entra, cierra la escotilla. La exploración de la Luna terminó. Misión cumplida. Éxito total.
Cinco minutos antes de que los astronautas lleguen a su habitáculo, la Nasa ya informaba de que el reflector-láser que acababan de instalar funcionaba perfectamente. El observatorio Lick de California envío un haz de esta luz compacta, monocromática y concentrada hacia el aparato, que lo reenvió inmediatamente hacia su fuente de origen, demostrando así que el reflector funcionaba.
La foto del pie de Armstrong pisando por primera vez la Luna.
A los exploradores sólo les queda ordenar su cabina, arrastrar hacia la puerta la cámara de fotos -vacía- que utilizaron para fotografiar desde todos los ángulos las piedras lunares que recogieron, sus botas, sus guantes, sus arneses de supervivencia y otra basura y desechos varios como bolsas de comida vacías y bolsas de orina; despresurizar de nuevo el LEM, abrir la puerta, tirar a la Luna sus «basuras», cerrar de nuevo la escotilla, represurizar por última vez el módulo, comer y dormir.
Dos horas y media después de alunizar, los astronautas deben despegar de la Luna para alcanzar la cabina de mando donde sigue gravitando a bordo, solo, su compañero Michael Collins, una de las únicas personas que no pudo seguir lo que hicieron por televisión. Collins, sin embargo, fue informado de todo lo que hacían sus camaradas por radio. Desde lo alto, cuidaba de ellos y cuando le dijeron que su expedición se había saldado con éxito y que estaban sanos y salvos a bordo del LEM, manifestó su alegría y su alivio con una única palabra: «¡Aleluya!».