Tan relevante como el objeto de estudio debería ser, en la enseñanza que se quiere fecunda, la consideración del sujeto que estudia. Disociarlos puede ser fatal donde educar de veras importe. Contribuir a la construcción de la subjetividad, a su fortalecimiento crítico y autocrítico rebasando el plano informativo, no puede sino ser el horizonte al que aspire todo empeño pedagógico consciente de su función primordial. Sobre todo en sociedades como la nuestra, afectadas sustancialmente por la crisis de valores que desdibuja el significado de una mejor convivencia y debilita, en consecuencia, el alcance de sus democracias ya sea donde las hay, ya donde debería haberlas. Si eso no es así se debe, en muy buena medida, a que el énfasis de los procesos educativos recae sobre los contenidos, disociándolos de la forma en que se los transmite, es decir, del efecto que sobre el receptor alcanza la modalidad comunicativa adoptada.
Este ideal de «objetividad suprema» que no toma en cuenta a quien aprende sino solo lo que se enseña, viene de muy lejos en la cultura occidental. Es el que hace del protagonismo personal del alumno en el proceso de aprendizaje «un obstáculo» para la debida asimilación de lo que importa aprender. No se aspira, en tal caso, a que la atención brindada por él encuentre sustento en un íntimo interés por lo que se le comunica sino que obedezca exclusivamente a la «responsabilidad» de asimilarlo, como si esta y aquel poco y nada tuvieran que ver entre sí. De allí la presunción de que la capacitación deba concebirse, a nivel universitario, como capacitación «profesional» creciente, y no como formación personal cada vez más honda que pudiendo redundar en idoneidad o buen desempeño laboral sepa, ante todo y para todo, consolidar una personalidad, un pensamiento, un vínculo subjetivamente comprometido con todo lo que emprende.
Como ya se advierte, la emoción de enseñar y aprender tiene en lo que proponemos un papel central. Aspira a ser, en nuestra comprensión del proceso educativo, un eje vertebrador de la relación del maestro con su alumno.
Es innegable que en naciones como la Argentina, abrumadas por desigualdades múltiples y persistentes fragilidades institucionales, el disfrute cabal de la enseñanza requiere un paso previo indispensable: la resolución de problemas básicos de orden salarial, edilicio, laboral y aun sanitario. No obstante, las carencias de hoy no son las de siempre ni tienen garantizada su pervivencia, por más empeño que en ello pongan los pronósticos sombríos de quienes confunden lo complejo con lo irresoluble. Y tales pronósticos oscuros no tienen garantizado su porvenir porque no todo es pasividad ante lo que los motiva.
Lejos de eso y desde hace tiempo, se dejan oír voces que adelantan un pensamiento más que propicio para enfrentar y resolver los desafíos de una educación innovadora. Entre ellas y entre nosotros, la de Laura Duschatzky, docente y asesora pedagógica argentina que viene de publicar un libro más que oportuno: ¿Cómo disfrutar de mis clases?Editado en España recientemente, ya circula en el país. Su propuesta brinda la palabra refrescante y necesaria de quien aprende y enseña a replantear la pedagogía concibiéndola como una aventura en la que reflexión y espontaneidad se conjugan sin esfuerzo.
El papel adjudicado a la empatía entre maestro y alumno es primordial en estas páginas. Primordial porque no se trata de un mero complemento en la comunicación entre ellos. Prescindir de la empatía equivale a comprometer la consistencia del vínculo pedagógico. A juicio de Duschatzky, no hay transmisión sino donde tiene lugar un diálogo personal.
En consonancia con el pensamiento de Martin Buber, la autora entiende que el diálogo decide la consistencia y el alcance de lo comunicado y es, en esa medida, mucho más que un intercambio formal.
El valor del diálogo
Concibiéndolo como un encuentro que constituye como docente y alumno respectivamente a quienes lo llevan a cabo, Duschatzky reconoce al diálogo un valor decisivo en la constitución del auténtico saber, igualmente distanciado de la mera información como de la captación puramente racional del conocimiento.
Cada capítulo de este libro incitante cuenta con un epígrafe introductorio que ilumina el argumento específico que en él se desarrolla. Artistas plásticos, escritores de distintos géneros, al igual que investigadores de muy variada orientación, convergen en esta obra en respaldo del propósito que ha tenido Duschatzky: Clarice Lispector, Gilles Deleuze, Gabrielle Roth, Bertrand Russell, Roberto Juarroz, Michel Foucault, Wassili Kandinski se cuentan entre los muchos que la autora ha sabido leer e incorporar como auténticas brújulas en el desarrollo de su argumentación.
Ellas potencian la intención ética y creadora que inspira a la autora. Al unísono, inscribe su enseñanza en una tradición en la que la innovación demuestra no estar reñida con el pasado en lo que este tuvo siempre de transformador y para la cual lo esencial ha sido resaltar la emoción de vivir, el asombro que promueve el descubrimiento de lo insospechado, el combate incesante contra la obviedad.
Una y otra vez lo afirma la autora: disfrutar de lo que se hace es la condición primera para que impere el interés por lo que se enseña. Sin entusiasmo en quien comunica, no habrá margen para que irrumpa el entusiasmo en el receptor. Como bien decía Stendhal: «No hay nada más hermoso que tener por oficio la propia pasión». Ateniéndonos a las palabras de Duschatzky: «La enseñanza es una actividad que se constituye como práctica; una extensión de lo que ponemos en juego viviendo: emociones, fragilidades y potencialidades que, administradas por la fe en la comunicación de un contenido, generan interlocución entre el maestro y su aprendiz».
Nacido de un primer intercambio epistolar sostenido y afectuoso entre su autora y dos profesoras universitarias españolas interesadas en repasar con ella su desempeño profesional, este libro terminó de ganar su configuración definitiva cuando los comentarios iniciales de Duschatzky pasaron a ser desarrollos analíticos del compromiso personal que demanda el ejercicio de un auténtico magisterio.
Bien vale la pena tenerlo presente en un momento en el cual el imperativo tecnológico y más aún el tecnocrático parecen empeñados en reducir la misión del docente a la del vocero de innovaciones constantes y herramientas siempre más eficaces. Duschatzky va más lejos y más a fondo: alienta a devolver protagonismo, en la educación, a la subjetividad, al entenderla como productora de valores capaces de infundir sentido solidario a nuestra existencia, es decir, capacidad de diálogo, de introspección y búsqueda de consensos.
Hay una tradición que se quiere etimológica y que insiste en traducir erróneamente la palabra «alumno» como referida a aquel que carece de luz propia. Contra ella se alza este libro, seguramente porque las consecuencias de esa concepción no han hecho más que empobrecer la posibilidad de aprender, hundiendo en la irrelevancia el arte de enseñar.
Al proponer algunos de los caminos que llevan al disfrute de la enseñanza y a capacitarse para estimular el goce de aprender, la autora subraya un imperativo: el de reconciliar el ideal del progreso con el de la consistencia subjetiva; el de contribuir a que la persona no se disuelva en el mero eficientismo, la masificación que todo lo reduce al número o la resignación a no ser más que un engranaje sin sustancia personal.
Feunte: Santiago Kovadloff, La Nación