Ante lo innombrable, el silencio. Por eso me gusta, en el verano, sacar una silla al medio del jardín y mirar hacia arriba. No importa que lleguen hasta mí los ladridos de un perro, el lejano ulular de una sirena o las voces dispersas de una conversación que trae el viento. A pesar de todo eso, la noche es para mí un gran espacio vacante que apaga el ajetreo y los ruidos del día. Un latido acompasado en cuyo ritmo me abandono. Arriba, la oscuridad está poblada de signos luminosos que se ofrecen pero no se revelan. En ese silencio cósmico hecho de distancia y polvo recupero algo, aunque no sé bien qué. Tal vez, el silencio que llevamos dentro, que también es casa y misterio.
En lo no dicho cabe todo lo que hay. El silencio es un vacío que cada cual ha de llenar. Lo sabía bien Hemingway, que creó y aplicó en su narrativa la teoría del iceberg, en virtud de la cual se escamotea parte de la información del relato para que el lector la descubra o la cree en el silencio de las entrelíneas. Así lograba dotar a sus cuentos del espesor de la vida, porque en ese vacío entra la imaginación del lector y entonces allí cabe todo lo que este proyecta. El silencio es una ausencia que convoca una presencia. ¿De qué? ¿Qué dicen los sonidos del silencio?
Hoy es difícil averiguarlo. Esos sonidos están velados por el ruido de las grandes urbes y por el murmullo constante de la sociedad tecnológica en la que estamos inmersos. El silencio es un bien escaso y hasta olvidado, aunque en medio del aturdimiento llevamos, sin saberlo, una secreta nostalgia de sus dones. En las redes sociales, el silencio es el equivalente de la muerte. En ese parloteo interminable que nos acompaña de modo constante solo se vive cuando se interviene y se participa. Para muchos se trata de un espacio de autoafirmación o de marketing personal. Quizá por eso allí son demasiados los que gritan y pocos los que, en medio de la multiplicación de voces, escuchan. Y el silencio es, antes que nada, escucha. Del otro. De lo otro. De uno mismo.
«Con ruido o sin él, sería conveniente dejarnos habitar por el vacío, continente básico del deseo en cualquiera de sus formas -dice Luis Gruss en su libro El silencio. Lo invisible en la vida y en el arte-. Lo indecible invita a decir. La interrupción de una línea sonora convoca al pensamiento, a la lectura, al demorado encuentro con nosotros mismos, al contacto con la naturaleza, el amor, la íntima alegría».
Allí, Gruss señala que -en sus palabras- la estridencia en la que vivimos deriva también de una cultura inclinada a eludir o maquillar determinadas zonas individuales y colectivas de angustia y confusión. Nos llenamos de voces y de cosas por temor a ese vacío que propone el silencio. Y seguimos adelante, pero con un costo alto. «Un simple viaje en transporte público se convierte, celulares mediante, en una extraña asamblea de intimidades compartidas -observa Gruss-. La polución sonora comienza a ser cuestionada. También la contaminación visual. Pero las voces críticas son débiles aún. La pasividad ante la agresión acústica conduce a la paradoja mayor: el ruido nos mata en silencio».
Carambola. El poeta Hugo Mujica dice que no cree en la línea recta. A fines de 1969, cuando el hippismo se extinguía, conoció en Nueva York a Swami Satchidananda a través del poeta Allen Ginsberg. Un día, el gurú le pidió que lo acompañara a la abadía de San José, ubicada a 50 kilómetros de Boston. Allí, en medio de los monjes trapenses, lo asaltó un sentimiento de pertenencia. Al otro día volvió, pero como huésped. Vivió en una cabaña en medio del bosque. A los tres meses abandonó sus planes de viajar a la India y decidió quedarse allí, para hacerse monje y asumir el voto de silencio de la orden. «Pasabas días sin pronunciar una palabra -cuenta-. Al principio el silencio es ruido, el ruido mental en que uno vive. Pero allí, en ese ambiente de recogimiento, no tenés más remedio que escucharte a vos. Es un sistema de deconstrucción. De a poco, los proyectos, las ideas y los pensamientos se van acallando y el silencio se te aparece como un objeto del que tenés que apropiarte. Después lo olvidás y te es connatural. En esa relación, el que cambiaste sos vos. Desaparece el sujeto del poder, y el que dictamina se vuelve receptivo. Ya no depositás tu discurso o tus conceptos sobre las cosas. Es el viraje del sujeto que habla al sujeto que escucha».
-¿Y qué escucha?
-La expresividad de todo lo que es.
«De manera similar a las artes de la memoria, a la gimnasia de la concentración, al cultivo del silencio, el lugar de la lectura en la civilización europea está destinado a disminuir», dice George Steiner en El silencio de los libros, donde consigna que el 80% de los adolescentes norteamericanos son incapaces de leer sin un acompañamiento musical de fondo. O sin la TV encendida.
Nos habituamos al ruido constante. Los timbres y alarmas de la vida online nos sustraen de la concentración y el silencio que hayamos podido conseguir. Los habitantes de las grandes urbes sumamos la sinfonía inarticulada y machacante que produce la ciudad en movimiento. Pocos le dan importancia, pero este ruido «explícito» es un contaminante invisible que amenaza la salud y la calidad de vida de la gente. Como la gota en la piedra, va horadando su capacidad auditiva. En Buenos Aires hay sitios en los que el nivel promedio de ruido de los motores, las bocinas y las sirenas del tránsito supera los 80 decibeles. Por ejemplo, en las avenidas Corrientes, Callao o Triunvirato. Según la Organización Mundial de la Salud, quienes están sometidos a ruidos constantes por encima de esa marca sufren estrés, cansancio y alteración del sueño. La ciudad también tiene sus remansos. Hay que buscarlos en los barrios de La Boca, Barracas, Devoto y Saavedra, según el Mapa del Ruido Interactivo que el Ministerio de Ambiente y Espacio Público porteño presentó el 24 de abril pasado, en el Día Internacional de Concientización sobre el Ruido.
En un entorno así, no hay alternativa: el silencio ha de ser creación de cada cual. No es una idea descabellada, si partimos de una evidencia incontrastable: el silencio absoluto no existe. Lo demostró John Cage en 1952, con una pieza de 4 minutos y 33 segundos en la que se limitaba a sentarse frente al piano sin tocar una tecla, mientras la obra se iba «haciendo» a partir de los sonidos del ambiente que el público escuchaba durante ese lapso de tiempo. Al ser la más abstracta de las artes, la música es quizá la más apta para conjurar el vacío que nace del silencio, donde acaso, según los místicos, se esconde el todo. «No hay manera lícita de hacer música que no se estructure desde las raíces mismas del sonido y el silencio», afirmó el compositor de vanguardia norteamericano. En el largo poema que le dedicó Octavio Paz, «Lectura de John Cage», el poeta mexicano escribió: «El silencio es el espacio de la música: /un espacio /inextenso: /no hay silencio /salvo en la mente. /El silencio es una idea: /la idea fija de la música. /La música no es una idea /es movimiento, /sonidos caminando sobre el silencio».
A este matrimonio se refirió Daniel Barenboim en su libro El sonido es vida. El poder de la música: «El último sonido no es el final de la música. Si la primera nota está relacionada con el silencio que la precede, la última nota tiene que estar relacionada con el silencio que la sigue».
Flujo y reflujo. Entre otros trabajos que hacía en la abadía, Hugo Mujica cocinaba. A los tres años de vivir como monje, desde la ventana vio el amanecer y sintió en el cuerpo la necesidad de tomar lápiz y papel. Escribió: «Se asoma el sol tras la ventana de la cocina. El té casi listo». Ahí, cuenta, nació al mundo de la escritura. «La poesía es un lenguaje que no obstruye al silencio -dice-. Al contrario, le da expresión. Mi poesía nace del silencio, no como tema, sino como paisaje. Nace de una escucha. Yo no separo palabra y silencio. Todo es flujo y reflujo. La palabra da expresión al silencio y a la vez lo silencia. El poema logrado es aquel que da a escuchar el silencio desde el que surgió».
-¿Y qué dice ese silencio?
-Es la reserva de sentido. Y el sentido es la capacidad de sentir la vida. Hacerse vulnerable a que la vida te toque.
Es posible pensar en artistas del silencio. Chejov sin duda es uno de ellos. Cuando describe una escena o un personaje es tan concreto y vívido que, en el detalle, y desde la superficie de las cosas, convoca ese revés de lo real que se abre a lo indecible. De algún modo, todos los grandes narradores tienen una prosa capaz de trasladar al papel la cualidad talismánica de la realidad. «Prefiero el silencio al sonido -dijo William Faulkner en una famosa entrevista para The Paris Review-. La imagen que producen las palabras se da únicamente en el vacío: el trueno y la música de la prosa nacen del silencio». Se ha dicho: el lenguaje es limitado y siempre insuficiente. Pero acaso sea más perfecto de lo que creemos, en tanto puede cifrar esos huecos y silencios que son parte de la naturaleza de lo real. Lo mismo puede decirse del lenguaje cinematográfico. Bastaría para comprobarlo cualquier película de Andrei Tarkovski.
Hay un silencio más misterioso y esquivo. Es aquel que no remite a ninguna esencia sino que acaba y se perfecciona en sí mismo, en su propio vacío, sin aludir a nada. Lo describe el filósofo Byung-Chul Han en su último libro, Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente. Allí señala que lo innombrable que huye del lenguaje, idea metafísica difundida en Occidente, no es una figura del pensamiento oriental. «Los maestros zen recurren con frecuencia a palabras breves, muchas veces vaciadas de sentido -escribe-. Su silencio, no obstante, es vacío. No remite a nada. La reducción del lenguaje que hace el budismo zen no tiene lugar en beneficio de una esencialidad indecible, misteriosa. Se renuncia al lenguaje no por un defecto, sino por un exceso. El hablar presupone ya una distancia ante el acontecimiento». Este silencio anula la diferencia entre yo y mundo, dice Han, entre objeto y sujeto.
En la ciudad. Mujica dice que, en el poema, el silencio habla a través de él, pero desestima la idea del canal. Es otra cosa. Se trata más bien de un encuentro, del que nace algo nuevo. Luego de pasar un año en la abadía de San José, Mujica, poeta y sacerdote, vivió cinco años en el monasterio trapense de Azul, provincia de Buenos Aires, adonde regresa cada tanto. Pasó siete años bajo votos de silencio. Hoy lo reencuentra, por ejemplo, en las caminatas que hace por las calles desiertas de una Buenos Aires que se dispone a despertar al día. «Hoy para mí el silencio es la ciudad, es un clima, la pertenencia a un tono. La creatividad es eso, sostener un tono -dice-. Un tono de escucha». Desde allí, ha escrito líneas en las que resuena una concepción oriental: «En el silencio dios no habla, en el silencio el silencio es dios».
Un día Confucio les dijo a sus discípulos que no quería hablar más. Sus discípulos protestaron. ¿Cómo iban a recibir entonces sus enseñanzas? Confucio respondió con otra pregunta: «¿Acaso habla el cielo?». Pienso en esos cielos de verano que me gusta mirar y me digo que a ese interrogante solo puede darle respuesta el silencio.