Justamente por acompañar al mensaje, el tono de voz tiene una poderosa influencia ya que reduce o potencia el valor de lo que decimos. Mientras algunas personas apenas abren la boca, provocan rechazo. Otras, en cambio, seducen desde el vamos.
El tono de voz es nuestra música incidental. Como sucede en las películas, anticipa y resalta los estados emocionales. Gritonas y gritones se comunican con desventaja. Alzar la voz (por costumbre o por un arranque temperamental), provoca desagrado, antipatía. Sobre todo, si esta reacción se vincula con incapacidad para gestionar las emociones.
Resulta inevitable que la falta de argumentos desemboque en maltrato. Es violencia en estado puro. Los gritones casi nunca tienen razón. Se descontrolan, pierden los estribos y la inestabilidad emocional, que no logran dominar, pone en peligro sus relaciones personales y laborales.
La distancia aumenta entre las parejas que “conversan” a los gritos. Un pesado muro invisible las separa más y más. Incapaces de ensayar el más mínimo argumento, de no obstinarse en tener siempre razón, prefieren pegar el portazo. Y el portazo es el equivalente de un rotundo no al diálogo.
Cuando la pareja, o uno de sus miembros, evita explicar o fundamentar ciertos comportamientos ( es decir, argumentar) y, para obviarlos, decide descalificar, humillar, levantar la voz, entonces el respeto queda pisoteado y la relación muy herida.
Tensión y descontento prevalecen alrededor del jefe/jefa, quien ejerce su poder a grito pelado.
El grito funciona como desahogo, como modesta válvula de escape. Es un recurso fácil de detectar: revela inseguridad, desautoriza. Nada más ajeno al concepto de liderazgo, cuya fórmula imbatible se apoya en la siguiente trilogía: idoneidad, firmeza y calma.
En efecto, yo no estoy obligada a pensar como vos. Y a vos no te asiste ningún derecho de estallar porque nuestros puntos de vista difieren. Si en lugar de avasallarme optás por persuadirme, te escucharé atentamente. Porque, con este modo simple, ponemos en práctica conductas básicas para mantener una conversación.
Tratarnos bien no debería ser una utopía. Sin embargo, la vida cotidiana demuestra que es una deuda pendiente. Nos tratamos mal.
Afuera y en casa. Por lo tanto, con humildad (y por experiencia profesional) , propongo revisar hábitos adquiridos que se han enquistado y sacan lo peor de cada persona.
Vaya a saber si por pereza, por negligencia o porque no nos damos cuenta, los seguimos manteniendo -y utilizando sin piedad- pese a que producen un daño enorme.
Y, lo más triste, todavía, un daño multiplicador.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación
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