Como todo intelectual francés, Gilles Lipovetsky domina no solamente la teoría, sino también el arte de la provocación. «Imaginemos un dilema aterrador -propone-. Los jihadistas de Hezbollah secuestran a un niño y ponen además bombas en el Museo del Louvre. Nos dicen: ‘¿Qué prefieren salvar? ¿A un niño o el museo más grande del mundo?’. ¿Qué respuesta les damos? No sabemos. En principio, sería el niño. Pero destruir totalmente el Louvre…».
Lipovetsky resume en ese dilema varias de sus preocupaciones: el lugar del arte en este tiempo, lo sagrado y un escenario mundial en el que los conflictos no desaparecieron. Lo hace a su manera porque, después de todo, sabe muy bien que la provocación es un arma del pensamiento. «Cuando vimos a los jihadistas destruir las ruinas de Palmira o cuando se incendió Notre Dame, tuvimos una conmoción emocional. Hay algo sagrado ahí».
Un término crucial de su pensamiento, el que une todas sus preocupaciones, es el de hipermodernidad, tal como lo planteó en su libro Los tiempos hipermodernos (Anagrama). Del plano sociológico Lipovetsky saltó al artístico y al funcionamiento de la tradición en un mundo marcado por el individualismo. «La hipermodernidad es la hibridación de la tecnología moderna con la tradición. Por ejemplo, en los museos se usan proyecciones y cascos de realidad virtual. Pero la gente pasa cinco o diez segundos delante de cada cuadro. Miran La Gran Odalisca de Ingres cinco segundos. Es una actividad de consumidor frente a la tradición. Otro caso: las mujeres pierden la virginidad a los 16 años, pero se casan de blanco. Hay una estetización de la tradición que no se corresponde con los valores. La hipermodernidad no hace desaparecer la fe religiosa. Mucha gente dice que es creyente, pero creen de una manera no tradicional. Dicen: «Soy católico, pero no estoy de acuerdo con el Papa». ¿Sería una especie de religión a la carta? «¡Exactamente! ¡A la carta! Y el fenómeno de la conversión. Se cambia de religión como se cambia de auto. Eso permitió el triunfo de Bolsonaro en Brasil con el apoyo de los evangelistas».
-¿Es la hipermodernidad un límite histórico? ¿Hay algo más allá?
-En la Edad Media había varias edades medias. Pienso que, de la misma manera, la hipermodernidad no es homogénea. No quiere decir siempre lo mismo. En segundo lugar, usé este concepto para dejar de lado el de «posmodernidad», que es ridículo, porque somos cada vez más modernos. No estamos «después» de la modernidad. Hay una profundización en los elementos modernos: el mercado, la tecnociencia, la democracia, el individualismo. ¿De dónde sale ese «post»? La hipermodernidad quiere decir que los grandes modelos de la modernidad no tienen un contramodelo creíble. Todo el mundo critica al mercado, ¡pero nadie plantea otro modelo! Fíjese la posición de [Nicolás] Maduro: ahí tiene los resultados. La crítica al capitalismo es pura retórica.
-En la Argentina, casi ningún político se declara a favor del capitalismo, aun cuando sepan que no hay otra opción y en la práctica mantendrían las reglas del mercado. Parece que capitalismo fuera una mala palabra.
-¡Sí, claro! ¡Tiene razón! La retórica anticapitalista está viva. ¿Pero para hacer qué? Es una de las características de la época. En la década de 1950, no pasaba esto. Los anticapitalistas alineados con Stalin estaban convencidos de un modelo, la economía planificada. Estaban locos, pero creían en el modelo y el modelo existía. Ahora podemos criticar el libre mercado, las reglas comerciales con China o los impuestos a los más ricos. Pero eso no niega el capitalismo. Tendríamos un capitalismo menos liberal, pero seguiría siendo capitalismo. Estoy de acuerdo con usted. Es lo que pasa con los intelectuales: tienen posiciones anticapitalista, pero hablan en el vacío. Es una cuestión moral, y no es la moral la que va a destruir al capitalismo.
-Si es cierto que, como usted dijo, la hipermodernidad no implica la desaparición de los conflictos y la retórica anticapitalista es un falso conflicto, ¿cuáles son hoy los conflictos reales?
-En Francia, tenemos desde diciembre un movimiento social que son los «chalecos amarillos». Todos los sábados rompen y prenden fuego en Champs-Élysées. O sea, hay un conflicto. Un conflicto que afecta a poblaciones fragilizadas por la economía. Este conflicto lleva casi seis meses y es un ejemplo de que el capitalismo hipermoderno no es sinónimo de consenso. Y voy a ir más lejos: las sociedades capitalistas no dejan de tener conflictos en el plano de los valores: ¿qué hacemos con la inmigración? ¿Matrimonio gay, sí o no? ¿Adopción por parte de los homosexuales, sí o no? Una característica de la hipermodernidad es la multiplicación de las fuentes de conflicto. ¿Por qué? Porque la hipermodernidad hizo explotar las formas de la vida tradicional. ¿Qué seamos hiperindividualistas quiere decir que la gente no se interese por la vida pública? No. Hay cada vez más países en los que la población no vota ni se interesa por las elecciones, pero sí participa en las manifestaciones. En la sociedad contemporánea se buscan otras maneras de participación.
-El conflicto entre Europa continental y Donald Trump, ¿es auténtico o pura simulación?
-Veremos. Para mí, Europa y Estados Unidos son como primos. La gran victoria de Europa es la existencia de América del Norte; la invención de Estados Unidos sucedió gracias a Europa. Es el mayor éxito de Europa. No creo que los vínculos se distiendan demasiado, y además algunas de las críticas de Trump a Europa no son falsas. Cuando dice que tenemos que hacernos cargo de nuestra defensa, a mí eso no me choca.
-Cuando decíamos antes que casi objetaba el mercado en los hechos, queda pendiente otra reflexión suya, que es el modo en que el dominio del mercado trastornó el arte. Por un lado, el arte se convirtió en una inversión; por el otro, el arte contemporáneo se parece bastante a un parque de diversiones. ¿Cómo funciona esa dialéctica entre el cálculo y el entretenimiento?
-Entiendo lo que usted plantea: sería una actividad de consumo. Pero al mismo tiempo, para las grandes masas el arte contemporáneo es algo que no tiene ningún valor. Si uno lleva a alguien de poca cultura a ver una exposición de arte contemporáneo dice: ¿qué es esta mierda? En cambio, con la Capilla Sixtina no dicen lo mismo: no la comprenden pero la admiran. En la modernidad, desde el siglo XVIII, el arte y sus instituciones se construyeron contra los poderes. El artista moderno, como Baudelaire y después los vanguardistas, tiene un desprecio total por el éxito comercial. Desdeñaba al burgués que pensaba en el dinero. El ethos del artista moderno era la autenticidad y el desinterés. Ese era el micromundo social de la bohemia: Van Gogh o Giacometti, que vendía un cuadro para comprar una botella de vino. Ahora los artistas cambiaron. El primero que, por provocación, pone en marcha este proceso es Andy Warhol. Cuando dijo «yo soy un artista comercial» dio nacimiento a la hipermodernidad artística. Marcel Duchamp jamás habría dicho eso. Damien Hirst es uno de los 50 hombres más ricos del Reino Unido. No alcanza con un estilo, hay que tener una retórica. Tampoco los coleccionistas son los mismos: ahora especulan. Y en la prensa lo único que importa es el precio.
Para agendar
Lipovetsky hablará hoy, a las 18.30, en el Auditorio de la Fundación Osde, Leandro N. Alem 1067, 2° subsuelo. Entrada gratuita con cupos limitados.