El abuelo que venía todos los jueves a mi casa, así lloviera o así coincidiera ese día con su regreso de algún viaje a Europa, porque la cita para él siempre fue inamovible. Los que lo trataron, saben que era un tipo de manías y de costumbres rígidas. Todos los jueves de cada semana cenaba en mi casa.
La rutina de ese día era sencilla, mi vieja (o sea su hija Cristina) hacía una comida, o pedíamos pizza, una vez que mi papá llegaba de laburar del profesorado. Mi abuelo, en caso que no hubiese ningún gato durmiendo sobre la silla, se sentaba en la cabecera de la mesa. Y si lo había, elegía otra, para no molestarlo. Porque siempre tuvo adoración por los gatos. Fue durante esos jueves, cuando lo escuché hablar de su juventud, de Mataderos, de los gatos (llegó a tener más de dieciocho), del talento de sus hijos, Enrique, Cristina y Patricia, de libros (nunca faltaba Borges, pero tampoco Sexton Blake, un Sherlock Holmes clase B), de los fantasmas que acechaban en su casa y del cine que adoraba. Patricia, su hija menor, que lo amó tanto, lo compara, en su eclecticismo exorbitante, con Ray Bradbury, con el que tenía muchas coincidencias.
Ese fue el viejo que primero conocí. Uno que los jueves nos traía turrones Namur (comprados en Liniers camino a nuestra casa en San Andrés) y uno que, a cuentagotas, me introdujo en la literatura popular, contagiándome su vicio por los libros viejos, por las editoriales y colecciones que lo habían apasionado en sus años mozos. También fue el que me pegó el gusto por el dibujo y el que me inculcó que leyera cuanto pudiera.
Durante esos jueves, en que se hablaba de libros y de tantas cosas, también se fue colando el personaje, o sea, ese gran «Alberto Breccia». Me fui enterando de quién era realmente. Hasta entonces, su obra era algo inconmensurable para mi mentalidad infantil. Sus cuadros eran demasiado ominosos y el único libro de Alberto que daba vueltas por mi casa era el de Lovecraft, que había adaptado Norberto, mi padre. Un libro que estaba lejos de comprender más allá de la intriga que me despertaba.
Un desplegable en la revista Fierro me hizo conocer a Mort Cinder. Era un póster del episodio de la Batalla de las Termópilas. Un jueves que mi papá tuvo que alcanzarlo hasta su casona de Haedo, le pregunté por esa historieta y me confirmó que se trataba de esa obra que, en los sesenta, había pasado sin pena ni gloria por la revista Misterix, hasta que se transformó en un fenómeno en Europa y marcó un antes y un después en la historia de la historieta mundial.
Aún tengo conmigo el libro que me dio ese día: el Mort Cinder editado por Lumen en 1980. No está entre las mejores ediciones ni por lejos, pero es mi predilecta. La dedicatoria dice: «A Mariano con todo mi cariño, el abuelo. Haedo 05-03-1987«. Yo tenía diez años. El libro lo leí esa misma semana. Seguramente se me escaparon muchas sutilezas del guión de Héctor Oesterheld, pero a partir de entonces mi abuelo nunca fue la misma persona. Era un «monstruo», en el sentido admirativo que los rioplatenses le damos a la palabra: un Maestro. Y desde entonces, hice foco en su «monstruosidad». Poco a poco sus libros más audaces se transformaron en mis obras favoritas y llegué a conocer al dedillo todos sus laburos.
Al viejo, como dije, lo conocí en sus últimos años, pero creo que eso, a la vez, me permitió intuir su juventud y los albores de su vida. Él era un apasionado de la literatura popular.Las añoranzas le devolvieron los vicios de antaño. Casi todos los domingos, con manía religiosa, recorría el Parque Rivadavia. Muchos puesteros lo conocían (entre ellos dos libreros de ley como Juan Ferrari o Yoel Novoa) y le reservaban el material que buscaba: Tit Bits (una revista donde había hecho sus primeras armas como dibujante), folletines y libros de la editorial Tor. Sobre todo los de la «Colección Misterio» cuyas cubiertas eran ilustradas por el artista Luis Macaya. Esto no fue señalado nunca por los estudiosos de la obra de Alberto, pero Macaya fue una de sus influencias más fuertes. El estilo entre expresionista y bien sombrío de Macaya es esencial para comprender la evolución estilística de Alberto Breccia.
Los libros que coleccionaba los anotaba en un cuaderno de tapa dura que había comprado en Europa. Un cuaderno que parecía de principios de siglo y que era igualito a los que usaba Laura Ingalls cuando estudiaba en la escuela de su pueblo. Ese cuaderno lo traía todos los jueves a mi casa y juntos lo repasábamos hoja por hoja. Como nunca me faltó malicia, muchas veces buscaba específicamente los libros que no tenía, los compraba, y después se los mostraba, con impostada inocencia, para hacerlo sufrir un poco. Pero al rato se los regalaba a cambio de algún dibujito que me hacía a mano alzada.
A pesar de que el viejo tenía bien ganada su cuota de vanidad, en el fondo le repugnaban las poses y nunca se sintió cómodo con el mote de artista. Se sabía y se reconocía como un laburante, porque siempre lo fue y porque los dibujantes de su generación fueron auténticos albañiles del pincel y el plumín. En los años cincuenta, a su trabajo habitual en la editorial de Dante Quinterno, sumó colaboraciones infantiles en Abril y otras, con seudónimo, en la editorial Láinez, además de trabajos esporádicos en publicidad e ilustración. Todo esto sin embargo no le impidió tomarse su tiempo para jugar al tenis con amigos o darse su baño de sol. Y hablando de tomar sol, recuerdo una anécdota en que Constancio Vigil, el legendario dueño de la editorial Atlántida, le consultó a mi abuelo cómo hacía para mantener siempre su bronceado, «usted sabe, Alberto, que yo tomo sol y no me quemo», a lo que el viejo, que era de réplica veloz, respondió: «Porque debe tomar sol debajo de un árbol». Con Vigil las cosas nunca fueron demasiado bien: se debía a que en el departamento de arte tenían la manía de tocarle los originales al viejo. Lo que le valió una vez, a uno de los jefes de ese sector, caer sentado de una trompada.
El deporte siempre fue una de las debilidades de Alberto, que —contradictorio como era— se había jodido la salud por fumar como un descosido. Ya de grande, se apasionó por los fierros y junto a Enrique montaron un gimnasio en el garaje de la casa de Haedo. En tiempos de malaria, mataban las horas entrenando como dos energúmenos. Alguna vez me confesó que su meta siempre fue ser como Reg Park. Nada de un cuerpo armonioso a lo griego, el viejo quería ser patovica. Cuando Arnold Schwarzenegger estaba en su apogeo, él no se perdía ninguna de sus películas.
Enrique, a principios de los 70, pintó un retrato de Alberto que era imponente. Un retrato al óleo, en colores ocres y verdosos, donde se veía al viejo en actitud adusta, cruzado de brazos, como un prócer de estampilla colegial. No sé si fue uno de sus ayudantes o un vecino que vio la obra concluida y, con aire de entendido, proclamó: «Ahí lo tené’, al viejo ginasta«. Desde entonces, el título del cuadro fue esa frase llena de elocuencia y sabiduría.
En un hermoso libro de conversaciones que escribió Juan Sasturain, titulado Breccia el viejo, Alberto cuenta que hasta mediados de los cincuenta dibujar le provocaba mucha angustia. Sus comienzos como dibujante fueron vacilantes, su estilo no tenía una personalidad formada y parecía abrevar de muchas fuentes. Era un artista de naturaleza arcillosa, moldeable, con la insólita capacidad de no secarse nunca, de cambiar de forma o estilo todo el tiempo. Esa arcilla, en la que parece haber sido hecho mi abuelo, si alguna vez tuvo un molde, se rompió el diez de noviembre de 1993, justo en el día del dibujante.
Nos quedan recuerdos maravillosos, nos queda su legado y su obra, que, a cien años del nacimiento de mi abuelo, está más actual que nunca. Porque Alberto siempre fue para mí un viejo por fuera, sólo por fuera.
El autor es editor
Fuente: Infobae