Los hermanos Moffat -Sean y Jay- fueron amables cuando los Azulay se contactaron con ellos por Facebook. Pero, apenas se enteraron de que eran argentinos, declinaron de participar en el documental. No querían aparecer en una película nacional. Su respuesta es la habitual en las islas.
Los malvinenses son pocos, apenas 3400 según el último censo, y a la desconfianza típica de su condición de isleños se le suma un aislamiento que es doble. Están al sur del Atlántico sur, más cerca del Antártida que de la civilización, y peleados con su vecino más cercano. A la mayoría les molesta el despliegue de banderas argentinas y cualquier signo de nacionalismo. Además, hay antecedentes de películas y publicidades argentinas que les resultaron agresivas por su chauvinismo.
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Parece simple, pero en Malvinas todo tiende a complicarse. Primero están las barreras burocráticas: el permiso para filmar se los dieron apenas dos días antes de tomarse el avión. Después están los problemas por lo inhóspito e imprevisible del clima. En Malvinas hace frío y hay mucho viento que se puede levantar de manera repentina. Además, es un territorio casi virgen y muy poco explorado.
La geografía, con infinidad de entradas de mar, y la cercanía a las tormentas que se producen en el Atlántico sur daba, en teoría, condiciones óptimas para el surf. Pero la poca tradición de surfistas locales y las dificultades para trasladarse entre las más de 700 islas que componen el archipiélago dificultaban la expedición. Y a todo esto había que sumarle los problemas derivados de la desconfianza que persiste a casi 40 años de la guerra. Los Moffat no son los únicos que dudaron. Algunas de las estancias que contactaron para lograr el acceso a sus playas se los negaron cuando se enteraron que eran argentinos.
Así y todo, aterrizaron y empezaron a buscar dónde surfear. Guiados por pronósticos de olas y mapas de las islas, fueron tratando de orientarse para estar en el momento justo, en el lugar indicado.
El problema es que en Malvinas era difícil que los diferentes factores de viento y marea se ordenasen, y que ellos estuviesen allí para aprovecharlos. Hay complicaciones de traslado y climáticas. «Nos pasamos dos semanas girando de acá para allá sin poder agarrar ni una ola», recuerda Julián. Mientras no podían surfear, aprovechaban para lograr otro de los objetivos centrales del viaje: conocer gente y tender puentes.
«Nuestros viajes son antropológicos, culturales», dice Julián. Para Joaquín, las películas sirven para comunicar asuntos que trascienden el surf y ayudan a generar cambios. Ese fue la idea con la que, hace nueve años, él abandonó su carrera de administrador de empresas y su hermano, la de arquitecto. El primer viaje fue por las costa del Pacífico, de Estados Unidos a Chile. Salieron sin mucha plata, viajaban, surfeaban y sobrevivían en base a trueques. Vendían fotos, limpiaban barcos a cambio de comida, pintaban casas por alimento. En el medio, filmaban. Ya en Buenos Aires le mostraron el material a un amigo que había estudiado cine y de puro entusiastas armaron un documental. Se llamó Gauchos del Mar. Lo mandaron a festivales, ganaron premios y ya no pararon.
Recorrieron el mundo y Julián recuerda uno de sus días más gratos. Estaban en una aldea perdida de Costa de Marfil y se formó un conciliábulo de los jefes de la tribu para ver si los dejaban entrar al mar. No tenían un idioma en común y los locales jamás habían visto una tabla de surf. Los Azulay los convencieron con fotos y una vez en el agua fue una fiesta. Los niños de la aldea festejaron cada ola que bajaron y se abalanzaron para tocar las tablas cuando salieron del mar.
La idea de surfear en Malvinas la tenían desde siempre. Nacidos alrededor de 5 años después de la guerra, un amigo surfer que había estado dos semanas en las islas les dijo que había potencial. También sabían que la relación entre los malvinenses y los argentinos estaba congelada y repleta de malos entendidos. Confiaban en que su expedición ayudaría a destrabar esa desconfianza.
Uno de los puntos más gratificantes de la expedición fue fuera del agua. Estaban alojados en la estancia Cape Dolphin, que queda en la punta noroeste de la isla principal. La administra Sonia Felton, una artista malvinense, con la ayuda de su hijo. Se dedican al turismo y a la esquila de ovejas. Sentados alrededor de un té en su living iluminado por el sol tímido de Malvinas, los hermanos y Sonia mantuvieron un diálogo cálido y franco que terminó con un abrazo.
Costó, pero dentro del mar también tuvieron su recompensa. Ya en las islas habían seguido intentando comunicarse con los hermanos Moffat, pero nunca los atendieron. Siguieron con su plan de aprovechar cada oportunidad y una de ellas se presentó uno de los últimos días en Puerto Argentino. Las condiciones estaban dadas para que entrasen olas en Surf Bay, cerca de la capital. A las 6, los hermanos Azulay estaban en la playa cuando vieron acercarse una camioneta. «Hi, I’m Sean (Hola, soy Sean)», les dijo uno de los hermanos Moffat.
No hicieron falta más presentaciones. Todos en las islas, incluyendo los Moffat, sabían de las aventuras de los Azulay. Al rato llegó Jay y los cuatro hermanos surfearon juntos. La cofradía se coronó con una cena y una recorrida por la escasa, pero agitada, vida nocturna de Puerto Argentino. «Tengo amigos en 20 países de África, 15 de América y, ahora, también en Malvinas», festeja Julián antes de entusiasmarse con un nuevo destino surfer: la Antártida.