El momento más temido: ¿cómo depurar la biblioteca?
Los escritores le responden a Marie Kondo. En clave humorística, seis autores aceptaron el juego de contestar si podrían desprenderse de algunos libros en nombre del orden y el minimalismo contemporáneos, a partir de una serie que se volvió fenómeno viral. En la imagen de portada: Pablo de Santis. De fondo, su biblioteca personal / Constanza Niscovolos.
Partamos de la base de que esto es un juego. Después de que la gurú del orden Marie Kondo, terminara de convencer a millones de lectores y espectadores de su programa de la plataforma Netflix (el reality A ordenar con Marie Kondo!, ocho capítulos protagonizados por personas con dificultades para hacer orden en sus casas) de que solo ciertos objetos y prendas –y no otros- nos “proveen felicidad” y son los únicos que merecen ser conservados, sobrevinieron también las críticas y las reacciones adversas. Por ejemplo, entre quienes se sorprendieron y disgustaron frente a la propuesta de que su método alcanzara las bibliotecas: 30 libros es suficiente, llegó a sugerir la japonesa que, entrenada en la estética del minimalismo.
¿Acaso alguien que ame los libros podría conceder que éstos puedan ser descartados por una mera cuestión decorativa? La sola idea de equiparar los libros a las prendas viejas provoca fastidio: está claro que la pasión por la lectura y la consecuente acumulación de volúmenes –a veces excesiva, hay que admitirlo- suele obedecer razones bastante más personales que a cómo presentamos nuestro living a las visitas.
Marie Kondo. La autora de «La magia del orden» / Associated Press
Sin embargo, considerando que, como plantea Fernanda García Lao, cualquier biblioteca es de algún modo una prolongación de la mente de un lector, la selección de aquellos libros que conservamos y aquellos de los que, en cambio, preferiríamos donar para que integren la de algún otro lector, acaso pueda no ser pensada como un sacrilegio.
Bajo esa premisa, una serie de autores se prestaron -con una necesaria cuota de humor- a la propuesta de revelar qué títulos o autores no forman parte de sus elecciones actuales: “Hay libros que odio de autores que admiro”, admite Pablo De Santis. Otros le producen, directamente “aversión, aburrimiento o fastidio”. Guillermo Martínez también asume que podría sacrificar algunos sin tanta culpa. Cada uno esgrime sus propias razones. Un dato curioso es que la propia Kondo termina exiliada de las bibliotecas de varios de los consultados, bajo los mismos argumentos que ella esgrime para decidir qué deberíamos preservar: su método no les provee felicidad.
Pablo De Santis
“Con tope: si compro uno, otro debe irse”
El político inglés Samuel Pepys (1633-1703), autor de un famoso diario, tenía tres mil libros en su biblioteca. El número era invariable: cuando compraba un título nuevo, otro tenía que salir.
En casa nunca aplicamos ese método, aunque los libros ya han desbordado hace mucho las bibliotecas y se extienden por toda superficie. Alguna vez empecé escribir la historia de un “asesino de libros”, un bibliófilo y librero que compensa su amor por los libros con la destrucción a través del agua y el fuego. Se preocupa por destruir libros valiosos, a diferencia de lo que uno suele hacer cuando se deshace de libros: descubrir en los estantes motivos de aversión, de aburrimiento, de fastidio.
Entre los libros condenados está Mr. Holmes, de Mitch Cullin, que usurpa al personaje de Conan Doyle para una historia deprimente, sin misterio ni encanto. No menos deprimente y sin sentido me pareció Animales nocturnos de Austin Wright. A veces hay libros que odio de autores que admiro, como El jardinero fiel, de John Le Carré, que pertenece a la época en que abandonó su propia arcadia, la guerra fría, para tomar temas “candentes”, traicionando su poética. Stephen King es otro autor que tiene obras que pueden ser arrojadas a la hoguera sin remordimientos: La chica que amaba a Tom Gordon o La cúpula, por ejemplo. Me encanta Kazuo Ishiguro, pero El gigante enterrado me resultó falso y confuso. El lector capaz de llegar al final de Los inconsolables merecería de premio un viaje al Caribe. También pongo en el index IQ84 de Murakami, en parte por culpa del autor y en parte del impresor: mi ejemplar tiene muchas páginas en blanco.
«Podemos preguntarnos qué es mejor: una biblioteca más chica, pero que acepta la novedad (y exige la expulsión) o una más grande pero congelada». Pablo De Santis.
Otra biblioteca con número fijo es la del capitán Nemo. Pero más amplia que la de Pepys: 12.000 ejemplares. Podemos preguntarnos qué es mejor: una biblioteca más chica, pero que acepta la novedad (y exige la expulsión) o una más grande pero congelada. Creo que prefiero a Pepys. Además, quien desordena los libros de Nemo puede terminar hundido en la biblioteca de la Atlántida.
Guillermo Martínez
«Todo libro merece ser leído hasta la página 10″
Martínez. El escritor presenta este mes «Los crímenes de Alicia».
Siempre me da algún remordimiento tirar libros, quizá porque en la biblioteca Rivadavia, a la que iba en la infancia, cada libro tenía una etiqueta pegada que decía, casi como una amenaza: “Todo libro merece ser leído hasta el final”. Con los años, sin embargo, aprendí a reducir esta máxima a: todo libro merece ser leído hasta la página 10. Héctor Libertella decía que unas pocas páginas bastaban para darse una buena idea de la “cárcel sintáctica” en que se mueve cada autor. Enviaría entonces en primera fila a los que no resistieron esta prueba. Y al de Marie Kondo si lo tuviera. Después, si tuviera que sacrificarlos, aunque con muchísimo más dolor, los libros que leí en letras que ahora me parecen diminutas. (¿Por qué no me resigno a leer con lentes? ¡Estás dando muchas ventajas!, diría mi oftalmólogo). Quedarían para el final, para “cuando ya no importe”, los libros subrayados por esa otra persona extraña, y a veces ininteligible, que uno fue muchos años atrás.
Fernanda Garcia Lao
«Aunque sean oscuros me dan alegría»
García Lao. Su último libro es «Los que vienen de la noche» (en coautoría con Guillermo Saccomanno).
En casa tengo cuatro bibliotecas atestadas, cinco mesitas. Y ningún libro feliz. Son oscuros casi todos pero me provocan alegría. No quiero prescindir de ellos. Los que no me interesan no están. Un libro es una extensión de la cabeza de su autor y me gusta ocupar cabezas ajenas, con la mía no me basta. Cabezas que me pongan en contradicción, listas para ser devoradas.
«Un libro es una extensión de la cabeza de su autor y me gusta ocupar cabezas ajenas, con la mía no me basta», dice Fernanda García Lao.
La verdad es que no compro libros que no resistan una primera lectura. Leo mucho de parado. Soy pre Kondo. No adquiero novedades hasta que se ponen viejas. Voy detrás de cada libro de manera muy puntual. Si se cuela un prescindible, aconsejo abandonarlo. Dejar libros por ahí, en lugares estratégicos, es muy recomendable. En baños, sobre todo. Familias con problemas gástricos serían ideales.
Ernesto Mallo
«Atención: hay que sacarle la dedicatoria»
No sé quién es la tal Kondo y, lo poco que leí de ella no me interesó. Debe ser una de esas celebridades instantáneas que produce el sistema de redes sociales, que viene a ser como una especie de Mac Donald de la cultura. Sé que ella propone no acumular libros y proceder a desprenderse de unos cuantos. Para mí no es ninguna novedad. No tengo ese orgullo que a muchos les causa tener muchos libros, no reverencio al libro como objeto sagrado, algunos lo son, otros no valen la tinta con la que fueron impresos.
Mallo. El escritor y organizador el Festival BAN!, puede prescindir de los malos libros sin culpa. / Lucia Merle
De joven, con mi hermano, le arrancábamos las páginas a los libros para que el otro no tuviera que esperar a que termine para leerlo. Luego nos peleamos y abandoné esa saludable práctica que nadie más quiso ejercer. Mi desapego de los libros debe estar relacionado con una vocación trashumante, contabilizo en mi vida más de 50 mudanzas, de barrio, de ciudad y hasta de país. Los libros son la cosa mas incómoda y pesada de mudar, sin contar con que su manipulación produce bíblicos ataques de alergia.
«Hay muchísimos libros que no vale la pena conservar, y muchos que ni siquiera vale la pena leer». Ernesto Mallo
En una de mis últimas mudanzas me deshice de unos 200 libros mediante el simple expediente de vendérselos por nada, o casi, a un librero. Poco tiempo después recibí las furibundas invectivas del autor que, habiéndomelo dedicado, lo encontró en la librería de viejo. Desde entonces tengo cuidado de arrancarles la dedicatoria. Los buenos libros son como los buenos amigos, los malos son el enemigo. Hay unas dos docenas de ejemplares que siempre van conmigo y que han sobrevivido a todas las mudanzas. Pero esos no son libros, son como hermanos con los cuales no es posible pelearse. Son libros que siempre tienen algo nuevo para contar en cada relectura. Son libros que están vivos. Muchas veces me deshago de libros por temor a que contagien su mediocridad a mis libros geniales. Son libros mortales. Hay muchísimos libros que no vale la pena conservar, y muchos que ni siquiera vale la pena leer. La vida no es tan larga para leer libros malos. Hay otros que una vez leídos se quedan si nada qué decirnos. Hay muchos que dejo en las primeras diez páginas. No participo de ese improbable mérito de obligarse a leer un libro sólo por que se comenzó. No sé cuáles serán las razones de la tal Kondo para proponer que nos deshagamos de libros, pero estas son las mías y si no le gustan, como dijo Groucho, tengo otras.
Gustavo Nielsen
«El de Marie es el primero que tiraría»
El primer libro que tiraría es el de Marie Kondo, en el caso de que lo tuviera entre los que las editoriales me envían.
Tiraría algunos que conseguí y leí en su momento para saber por qué eran exitosos. El Alquimista, Gente Tóxica, El tercer ojo. La conclusión a la que llegué es que la gente que consume esos libros cree que lee. No me resto idiotez: también lo hice, aunque fuera por trabajo.
Tiraría los libros que alguna vez usé para las investigaciones de mis novelas. Para El corazón de Doli leí muchos libros sobre clonación; la mayoría son malísimos. No estoy cerca de mi biblioteca ahora, pero recuerdo uno de Gina Kolata que era imposible. Para El amor enfermo utilicé varios sobre música clásica; todos a la basura. Para escribir Auschwitz usé citas de la Biblia y el Mein Kampf. Los tiraría también, si no es que ya lo hice.
Gustavo Nielsen. La Biblia y Mein Kampf, entre los libros que no elige. / Fernando de la Orden
Una broma simpática de mi primer encuentro de escritores en Málaga. Era una juntada de cien jóvenes del mundo hispano (yo tenía veinticinco), mitad locales y mitad latinoamericanos. Un mes de convivencia. La idea era absurda: el gobierno español y los medios pretendían que nos comportáramos como intelectuales cuando nosotros estábamos a puro sexo y borrachera. Cómo sería que lo menos divertido era que te regalaran libros. Al final del evento la pila se había hecho tan grande que para cualquiera de los participantes latinoamericanos era imposible de trasladar. Descartabas o pagabas sobrepeso. Yo, por ejemplo, dejé todo lo de mis compañeros castizos, los ensayos y las crónicas, casi toda la poesía y un par que tenían tapas horribles. Estábamos en una especie de hotel. En un momento de la despedida nos adueñamos del micrófono de recepción con Birmajer y, a medida que veíamos a los escritores llegar al hall con la valija para volverse a casa anunciábamos por los parlantes, poniendo voz de gallego: “Aviso para Leopoldo Brizuela de Argentina… se ha olvidao un mogollón de libros en el placar de su recámara…” Los demás escritores lo miraban como diciendo “¿no será el mío?”. Los dueños del mensaje llegaban colorados a la Administración.
Tiraría uno que me firmó Marcos Aguinis en un convite que tuvimos con un publicista argentino al que él le había escrito la faja. Tiraría también el del publicista.
Agustina Bazterrica
Al tacho no tiraría nada. Donaría, regalaría, reciclaría. De todas maneras me resulta muy difícil pensar en la posibilidad de desprenderme de mis libros porque según la propia Kondo hay que quedarse con los objetos que a uno lo hagan feliz, y los libros me hacen feliz. No tengo problemas con las otras cosas. Dono ropa, zapatos, muebles (Kondo estaría muy orgullosa), pero los libros son sagrados. Incluso con los apuntes de la facultad que estaban prolijamente guardados en 20 cajas, ahora que me mudé y no tengo lugar, los estoy escaneando y reciclo el papel. Unos nunca sabe cuándo puede necesitar ese texto sobre “Participación indígena en la conformación de patrones religiosos y artísticos en las misiones jesuíticas guaraníes”, por ejemplo.
Agustina Bazterrica. La ganadora del premio Clarín Novela del año pasado empezaría por donar los de autoayuda y los diccionarios. / Ruben Digilio
Ahora, si un día aparece Kondo y me amenaza a mano armada para que me deshaga de algunos libros porque el desborde de mi biblioteca interfiere con su universo zen, empezaría con los de autoayuda, porque me producen efectos paradojales y colaterales. No hay nada mejor que me dictaminen ¡Sé feliz!, ¡Logra tus objetivos!, ¡Sigue tu corazón! para que emerja la psicópata que hay en mí.
Después regalaría los diccionarios porque sé que puedo recurrir a internet y me arriesgo a que cuando llegue el apocalipsis zombie no necesite buscar el significado de ninguna palabra. Mientras corrés por tu vida nunca está de más saber qué significa la palabra “Pneumonoultramicroscopicsilicovolcanoconiosis”. Pero, quizás, en esas circunstancias sea más importante evitar que te coman el cerebro.
Después seguiría con los míos, porque ya está, los escribí, de alguna manera están en mi cabeza (mientras no me visite el señor Alzheimer). Por último, con mucho pesar, donaría aquellos libros que no me interpelaron, que me parecieron mal escritos, plagios velados, complacientes. De esos libros también se aprende, pero si realmente tengo que elegir y no tengo más opción (Kondo me sigue apuntando con el arma y me grita cosas en japonés que no entiendo) me quedo con los que volvería a leer una y otra vez. (No le digan a Kondo, pero son más de 30).