Julio Cortázar falleció el 12 de febrero de 1984, a los 69 años, y fue enterrado en el cementerio de Montparnasse junto a su última esposa Carol Dunlop. El autor de Rayuelamarcó a varias generaciones de lectores, a la vez que dejó una huella indeleble entre sus amistades.
Un amigo músico, un amigo cineasta y un amigo escritor evocan para Infobae Cultura al autor argentino con anécdotas sobre una ruidosa noche parisina en casa de la familia Cedrón, una novela prestada que perdió en un hotel vienés y su observación de una escoba viajera en un avión nicaragüense.
«Julio fue un dulce, un tierno, un sencillo, un campechano», asegura el músico «Tata» Cedrón, quien lo conoció en la década del ’70. «Nunca lo vi como ‘Julio Cortázar’, para nosotros ahora es Julio Cortázar», aclara.
«Fue una relación que yo no he podido olvidar, por cierto, más allá de su fama», indica Manuel Antín, el director de cine que llevó varios cuentos del emblemático autor a la pantalla grande en los ’60. «Yo nunca pensé que lo filmaba, sino que había encontrado mi otro yo literario», explica.
El Premio Cervantes nicaragüense Sergio Ramírez destaca de Cortázar «su desenfado, la falta de formalidad que tuvo siempre en sus actos, lejos de la retórica en su expresión pública, pero muy alejado también de toda formalidad en su expresión privada, muy lleno de humor».
La «época latinoamericana» del escritor en la capital francesa es la más fecunda tanto en amistades como en adquisición de la realidad, analiza Mario Goloboff. «Él conoce el mundo a partir de los ’50, sale de Argentina creyendo que va a encontrarse con un mundo hecho y se encuentra con una Europa de posguerra y se vuelve Cortázar en París».
Las costuras rotas de la realidad
Cortázar respaldó con fervor la revolución sandinista que triunfó en 1979. «Me acompañó dos veces, que yo recuerde. Una, al acto de nacionalización de las minas en la costa del Caribe y otra, para inaugurar una serie de proyectos de entrega de tierra de la reforma agraria en el departamento de Rivas», dice Ramírez.
El ex vicepresidente nicaragüense (1985-1990) relata telefónicamente desde Managua un episodio que pinta a la figura del «boom» de la literatura latinoamericana: «Fuimos al acto de nacionalización de las minas en Siuna en un avión militar, un CASA español, de bancas transversales. Cuando veníamos de regreso él me pasó en un pedazo de papel de estraza de una bolsa de mareo una nota escrita a lápiz, que decía algo así como ‘Sergio, nunca terminaré de agradecerte la oportunidad que me has dado de viajar en un avión con una escoba. Para que no lo dudes, la escoba va al lado de donde está sentada Carol’».
«Es un detalle muy cortazariano, que yo no había notado», apunta Ramírez, de 76 años. «Todavía conservo ese pedazo de bolsa aquí en mi estudio, en un marquito. Era ese tipo de observación cortazariana que busca las costuras rotas de la realidad, cuando la realidad se aparta de sí misma y entra a la irrealidad, a lo que es extraño, a lo que no es común, que es una forma suya de la literatura; al narrar la situación muy normal, de repente uno se resbala en una especie de trampa y ya entra como en el caso de Alicia a otro mundo».
Lucas, sus amigos
«(…) Una noche con los Cedrón es una especie de resumen sudamericano que explica y justifica la estupefacta admiración con que los europeos asisten a su música, a su literatura, a su pintura y a su cine o teatro», escribió Cortázar en su relato «Lucas, sus amigos», que integra el libro Un tal Lucas (1979).
«Esa era mi casa, ahí cuenta todo. Que llegó, que era un quilombo, un ruido bárbaro. Que no hacía falta saber qué piso era porque había tal despelote gritando todos nosotros a la argentina, cuando los franceses hablan todo despacito, no molestan a nadie», evoca el líder del Cuarteto Cedrón. En esa reunión, que «fue verdad», estaban también Juan Gelman y un inglés que colaboraba en las denuncias de lo que sucedía por entonces en la Argentina.
«Hicimos una polenta, mi hermano Alberto le metió un camembert, quedó buenísimo. Aconsejo esa receta», indica el «Tata», de 79 años, desde su casa en un pasaje de Villa Santa Rita, mientras hace aparecer fotos y libros que reflejan su vínculo fraterno con Cortázar.
El músico de tango rememora: «Cuando Cortázar nos dio el libro, Margarita, que era mi mujer, le dijo ‘me hiciste quedar como una roñosa, Julio, que están todos los repasadores sucios’. Mirá la confianza que teníamos. ‘Son licencias poéticas, Margarita’, dijo. Ésta es mi amistad con Julio».
«Hablo muy porteño de otra época», reflexiona además el «Tata». «Por eso Cortázar me quería mucho y me quería ver. Me dijo una vez ‘vos hablás como yo hablaba y nunca más oí hablar así’; entonces quería hablar conmigo de esa manera».
De Los venerables todos a Rayuela
Antín recuerda que luego de que vieran juntos su película Los venerables todos (1962) –que se exhibió en el Festival de Cannes pero nunca se estrenó comercialmente-, Cortázar quiso leer la novela homónima porque tenía algunas dudas y él le prestó el original. «Se la olvidó en un hotel de Viena y yo mi primera novela la perdí para siempre», relata a Infobae el cineasta, de 92 años.
Tiempo después «me envió con un amigo en común los diálogos de ‘Circe’, una cinta magnética y los originales de Rayuela. Yo lo primero que hice, como es natural, fue leer la novela», apunta Antin y la califica de «maravilla». «El motivo por el que me mandaba a mí los originales era para que se los llevara a ‘Paco’ Porrúa, el editor de Sudamericana, porque yo lo conocía».
Entonces Antín le escribió en broma: «Julio, vos me perdiste una novela, yo le voy a llevar esta novela a Porrúa como mía, no como tuya, y me cobro la que me perdiste». El cineasta explica: «Ese era el tipo de relación que teníamos nosotros, muy afectuosa, muy amistosa, muy respetuosa. Todo esto ocurrió mientras él estuvo en matrimonio con Aurora Bernárdez«.
En la cinta magnética que Cortázar le grabó a Antín, comenta lo «extraño» que le resulta escribir para la pantalla grande: «Por momentos es un poco como si estuviera manejando un auto con los ojos vendados. Me faltan mis propias descripciones, mi propia manera de situar la cosa. Es complicado, al mismo tiempo es muy fascinante».
Afinidades del perseguidor
Cortázar nació en Bruselas en 1914 y cuatro años después su familia regresó a la Argentina. En 1951 fijó su residencia en París, donde desarrolló una obra literaria única dentro de la lengua española. Goloboff, autor de Leer Cortázar: la biografía, considera: «Tuvo pocos amigos íntimos y no muy conocidos. Más allá de sus amistades públicas, creo que sus amigos reales, profundos, no figuran para nada en la literatura, y otros lo fueron por momentos».
Goloboff entrevistó para la biografía a varias amistades de larga data de Cortázar, como los artistas plásticos Eduardo Jonquières, Luis Tomasello y Julio Silva. Y recuerda que este último «era un pintor en ciernes cuando llegó a París y le golpeó la puerta del departamento al escritor. Le dijo ‘vos sos Cortázar y yo vengo de la Argentina y te quiero conocer’. Y terminaron siendo muy amigos».
Cortázar «no era un tipo fácil para la amistad» y «obraba por afinidades», indica. «Por eso tuvo amigos músicos, amigos pintores. Con Tomasello, Silva y Jonquières llegó a un grado de amistad muy alto. Con un crítico musical muy importante en la Argentina, Jorge D’Urbano, también», señala el narrador, poeta y ensayista.
El biógrafo, que trató a Cortázar una media docena de veces, la primera en 1978 con motivo de la Semana Latinoamericana en la Universidad de Toulouse, rememora la impresión que le dejó, «un poco diferente a la que tiene la gente. Me pareció bastante hermético, bastante cerrado, contenido, muy controlado y muy discreto, muy fino. Cordial, pero muy reservado. Vaya a saber si es por la época o por su carácter fundamental. Porque era un tipo jodón, como dicen sus amigos, y digamos que ha quedado su fama, pero a mí me parece que en determinadas ocasiones. En su vida personal no lo era tanto».
Goloboff niega que el escritor y traductor haya cultivado amistades con otros representantes del «boom», porque para él «la literatura no era lo mismo que para un García Márquez, un Vargas Llosa«. La concebía como «un oficio estético-artístico de búsqueda de la perfección y de la belleza. Por eso digo que era un perseguidor y que cuando le salía bien algún ensayo, pasaba a otro, cosa muy rara de encontrar en un artista».
¿Y cómo se refleja la amistad en la obra cortazariana? El biógrafo manifiesta que «siempre hay grupos, figuras que forman los grupos o grupos que forman las figuras», como el Club de la Serpiente o los vagos que se juntan en un café. «Además es una manera de decir que no hay amistad persona a persona con ninguno. Eso aparece en toda su literatura, en Rayuela, en 62/Modelo para armar y en Los premios hay ciertos subgrupos, y en El perseguidor«.
Conociendo a un tal Cortázar
Cedrón viajó en 1972 a Francia y Paco Urondo, amigo en común de ambos, le encargó que fuera «a pedirle algunas cosas como militante» a Cortázar. «Y así fue la primera vez que lo vi. No como fanático, sino como compañero». Y también recuerda: «Ahí le canté unas canciones. Me vino a ver él después, tocamos con el Cuarteto en un lugar que se llamaba La Gaîté de Montparnasse».
El guitarrista, compositor y cantor se radicó en París en 1974 y su amistad con Cortázar se intensificó. «Un día le di la famosa ‘Canción sin verano’», rememora, para luego aclarar: «No es que yo hice una música sobre un poema de Julio, él hizo un poema sobre la música mía».
El «Tata» también le puso su voz al álbum Trottoirs de Buenos Aires (Veredas de Buenos Aires, 1980), con poemas de Cortázar, musicalizados por Edgardo Cantón. «Cortázar me dijo ‘si ves que hay que cambiar algo, cambialo’. ‘No, no’, me fui al mazo. Pero en realidad ahora me doy cuenta de que algunas palabras no estaban bien puestas», afirma. Y entona de «Veredas de Buenos Aires»: «Y a ella le gustó que la quisiéramos», para después corregir: «Y a ella le gustó que la quisieran». «Juliooooo», exclama y ríe con picardía.
En la evocación de sus lazos con el autor de Historias de cronopios y de famas se van enhebrando muchos nombres, como los de Gelman, el cantante Paco Ibáñez y el bandoneonista Juan José Mosalini. El «Tata» muestra además con orgullo una edición francesa de La raíz del ombú, que Cortázar y Alberto Cedrón («un pintorazo enorme») realizaron a cuatro manos. «¿Te imaginás la relación creativa que tenemos nosotros, los Cedrones, con Julio? Es muy fuerte», dice.
Por momentos, los ojos del músico brillan al recordar al amigo que «estuvo presente en muchas cosas», como cuando murió su hermano Jorge, el cineasta (director de Operación Masacre). Para llevar sus restos «de la morgue al cementerio de Montparnasse en el autito negro, venía mi hermano con el cajón, venía yo y venía Julio».
Amistad entre cartas y películas
Antín mantuvo con el autor de Bestiario «no solamente una larga amistad, sino una larga producción de películas». «Hice tres películas sobre cuatro cuentos de Cortázar. En verdad mi relación con él terminó cuando él comenzó su trabajo político. Creo que el trabajo político se comió al escritor», apunta el cineasta de La cifra impar (1962), Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965, sobre «Continuidad de los parques» y «El ídolo de las Cícladas»).
El debut cinematográfico de Antín, La cifra impar, se basó en el relato «Cartas de mamá», de Cortázar, que lo había deslumbrado. «En esa época Cortázar todavía no era Cortázar, era un escritor casi desconocido en la Argentina», rememora el rector de la Universidad del Cine (FUC). «Él me autorizó a filmar la película con toda generosidad y libertad».
El primer encuentro entre ambos ocurrió durante la filmación de esa película en la Place de Furstenberg, de París: «De repente se apoyaron dos pies junto a mí, yo estaba en cámara baja, tirado en el suelo. Levanté la vista y vi a ese gigante del cual me hice amigo a partir de entonces».
Ambos miraron La cifra impar en el microcine de un laboratorio. Después de una determinada escena, evoca Antín haciendo gala de su memoria fecunda, «Cortázar me dio un manotazo en el hombro y me dijo ‘pibe, entendí mi cuento». Eso de pibe, a esta altura de la vida, parece una ironía, pero es lo que él dijo. Yo era el pibe y él era el señor».
Y recuerda también: «Nos hemos peleado mucho, porque él me propuso películas que yo me negué a hacer. En esa época Cortázar no tenía una imagen de Julio Cortázar, era un escritor semidesconocido y por lo tanto aceptaba la voluntad del director de cine, que es Dios».
«Nos peleamos alguna vez con Intimidad de los parques. Él no quería que yo la filmara en Perú (…) En realidad tenía razón, porque la película es muy mala», dice, y cuenta que además la altura le arruinó gran parte del material que había rodado.
«Yo he sido fiel con los textos de Cortázar, salvo en ese detalle de la filmación en Macchu Picchu. Tanto Circe como La cifra impar fueron una obra en común, una obra conjunta, hecha recíproca y respetuosamente como coautores. Yo fui siempre fiel a él, él siempre fue comprensivo conmigo«, agrega.
Antín reunió su correspondencia con Cortázar entre 1961 y 1975 en el libro Cartas de cine. En ese intercambio epistolar «se nota no solamente su manera de ser y su pasión por el cine, sino su afecto hacia mí y su disciplina de autor frente al director de cine, tanto en las discusiones como en las cosas en que estábamos de acuerdo», reflexiona.
Amistad de Solentiname a París
La amistad de Ramírez con Cortázar se remonta a 1976, cuando él vivía en Costa Rica y el autor de Rayuela dictó un ciclo de conferencias en San José. También estaba otro nicaragüense, Ernesto Cardenal, que invitó al argentino a visitar la comunidad que había fundado en el archipiélago de Solentiname y Cortázar aceptó. «Yo lo acompañé a ese viaje, pasamos un fin de semana en Solentiname», rememora el escritor.
«(…) Colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio», escribió luego Cortázar en el cuento «Apocalipisis en Solentiname» (Alguien que anda por ahí, 1977).
«Ese año fue de una relación muy intensa que cimentó esta amistad», relata el autor de Estás en Nicaragua y Adiós muchachos. Antes de tratar a Cortázar, Ramírez ya había leído sus cuentos y luego las novelas Los premios y Rayuela, a la que caracteriza como «la Biblia» de su generación.
«Lo conocí muy gozosamente por tanto en esas circunstancias para entrar en el tercer Cortázar», dice el Premio Cervantes 2017. Así descubrió a «un hombre sencillo, amable con todos. Nunca estableció distancias con nadie». También realza «esta inocencia que tenía frente al mundo y eso incluye al mundo político».
Además «siempre tenía algún resbaladero para irse por el lado del humor, de la risa, en todas las circunstancias, un humor muy fino, muy agudo. Siempre un hombre lleno de una gran inocencia, siempre encontré muy poca malicia en Julio para ver el mundo«, señala.
Despedir al cronopio
«Cortázar era un supermilitante, no era peronista, al contrario, gorilón pero bien, bueno, era Cortázar», apunta Cedrón. «Lo último que discutí con él fue sobre eso, la última vez que lo vi a Julio, en un concierto de Miguel Ángel Estrella. Discutiendo que en el peronismo había cierto tipo de gente interesante, los laburantes peronistas».
«Yo sabía que andaba mal y él me lo certificó después. Le digo ‘che, Julio, tengo unas cuantas melodías, ¿por qué no hacemos con las melodías una especie de cuento?’. Y me dice ‘no, Tata, estoy mal’. Le digo ‘no, dale, dale’. Dice ‘yo cuanto mucho te puedo hacer una, si querés’. A mí me dio pudor, nunca quise especular con él ni con nadie. Y entonces no le di nada y ahí, al tiempo, murió».
«Cuando muere lo acompañé por supuesto en Montparnasse. No había nadie de la embajada, mejor, pa’ qué», señala. Y mientras mira una foto de su amigo, el músico desliza: «Me da pena como si fuese un hermano mío. Y era joven».
Ramírez recuerda que vio a Cortázar por última vez a fines de 1983: «Regresó todavía a Nicaragua después de la muerte de Carol, ya enfermo. Por supuesto no hablamos de su enfermedad, pero él sabía que estaba herido de muerte. Nos despedimos aquí en Managua, en mi casa, cenamos juntos. Uno después puede traspolar y decir ‘esa fue la despedida en un ambiente triste’, pero no. Fue una reunión normal, yo no pensaba que era la última vez que iba a verlo. Hablamos de que nos veríamos a lo mejor en París».
Antín conserva cuidadosamente los recuerdos de su relación con Cortázar. Como la última carta que el escritor le envió desde París en 1975: la tiene enmarcada en su oficina en la Universidad del Cine en San Telmo.
La descuelga de la pared y lee conmovido en voz alta: «Te dije que te mandaba sólo unas líneas, y ya ves la lata; pero es que me alegra reanudar contacto con vos, y ojalá vengas a Europa y podamos vernos antes de mucho tiempo; inútil agregar que después de mi trabajo político, no seré yo quien vaya a Buenos Aires por el momento; como decía un español, no es que le tenga miedo a las balas, pero sí a la velocidad con que vienen». La firma del escritor, borroneada por el paso de los años, se adivina apenas bajo las letras mecanografiadas.
El «Tata» no duda: «Me di cuenta de que el amor que le tienen los argentinos a Cortázar es enorme, muy bienvenido y verdadero, no es cholulo. Es lo más grande que le puede pasar a un artista». Tres décadas y media después, el espíritu del gran cronopio sigue latiendo entre sus lectores y amigos.
Fuente: Infobae.